El “masculinismo” como ideología
El movimiento “MeToo” fue un fenómeno universal de liberación de la voz de las mujeres. En mi opinión, todas las sociedades se han transformado para mejor. Es cierto que la ideología “MeToo” conduce a una serie de excesos, en particular a una interpretación excesiva del consentimiento. El “MeToo” se ha convertido así en un pilar de lo que se denomina “wokismo”, a la vez liberador y opresivo. Al mismo tiempo, era previsible que el huracán “MeToo” provocara una reacción tan global y tan excesiva. Esta reacción, el “masculinismo”, es una exaltación de las supuestas virtudes de la virilidad que habría sido castrada por el abuso de poder conquistado por las mujeres. Las manifestaciones del “masculinismo” son a veces modestas, a veces ridículas y excesivas. Consideremos, por ejemplo, las fotografías de Vladimir Putin y Donald Trump en Alaska: una competición entre dos jefes de Estado, cada uno pretendiendo ser más viril que el otro. Un detalle revelador era la longitud de sus corbatas: la corbata demasiado larga y de color rojo vivo que Trump luce como abanderada de sus aspiraciones. El entorno de Donald Trump comparte esta misma mitología, manifiesta en su forma de vestir, la exhibición de su musculatura y sus comentarios obscenos, hostiles al feminismo y más aún a los transexuales demonizados. Es significativo que Trump, entre sus primeras decisiones, decretara que solo podía haber dos sexos, hombre o mujer, nada entre medias. Como consecuencia, en Estados Unidos se prohibieron las competiciones deportivas y la carrera militar a las personas transgénero.
Una expresión especialmente agresiva del “neomasculinismo” estadounidense ha aparecido recientemente en un mensaje de vídeo grabado por un pastor protestante, difundido por el ministro de Defensa estadounidense, Peter Egseth, un hombre musculoso de mandíbula cuadrada cuya experiencia política se limitaba hasta entonces a ser presentador en la cadena de televisión Fox News. El mensaje aboga por la abolición del derecho al voto de las mujeres: este derecho, según el pastor, sería la causa del debilitamiento –la feminización– de Estados Unidos y de su descristianización. Esta asignación de roles por parte de los “masculinistas” recuerda, y mido mis palabras, uno de los pilares del régimen nazi conocido como las tres K: en alemán, estas letras designan la cocina, los niños y la Iglesia. Las mujeres debían limitarse a las tres K. En el ámbito universitario, en Estados Unidos, el “masculinismo” se traduce ahora en derecho en un retroceso de los supuestos privilegios que se habrían concedido a las mujeres en la contratación de profesores y estudiantes en detrimento de los hombres blancos. El “masculinismo” es blanco, lo que, en el acceso a las universidades y a los puestos más altos de las empresas, conduce a una disminución del número de puestos concedidos a las mujeres y a los hombres de color.
Estados Unidos, como suele ocurrir, es el centro de las nuevas ideologías, pero estas no se limitan a los estadounidenses. Tomaré como ejemplo Corea del Sur, que, entre todos los países ricos, es el que presenta una mayor diferencia salarial entre hombres y mujeres. Esto sigue siendo demasiado para los hombres de Corea del Sur, que consideran que las mujeres acumulan privilegios: de hecho, se han convertido en mayoría en las universidades, sin duda porque son más trabajadoras. No obstante, el expresidente de Corea del Sur Yoon Suk Yool, elegido en 2022, centró por completo su campaña electoral en contra del movimiento “MeToo”. Esta ofensiva contra el feminismo radical le permitió obtener una estrecha victoria.
Otro ejemplo es la India. Bajo el impulso del primer ministro Modi, la India politeísta está en vías de transformarse en una India monoteísta, gobernada por un único dios dominante, Ram, que hasta entonces no era más que una deidad entre diez mil otras. Pero Ram es el más viril; ahora es con él con quien se supone que deben identificarse los hindúes. Pobre Mahatma Gandhi , padre de la independencia, que cultivaba una especie de androginia. Nunca habría imaginado que el hinduismo se volvería masculinista. Pero así es y está transformando esta civilización en beneficio de políticos que se proclaman viriles, en el extremo opuesto de lo que era la tradición hindú. El mundo árabe-musulmán está sufriendo la misma transformación con la exaltación del héroe: el combatiente de Hamás, por ejemplo, eliminando de la tradición musulmana todo lo relacionado con la meditación, en particular en el movimiento sufí, donde la oración y la música desempeñan un papel más decisivo que la exaltación del líder.
Los “masculinistas” nunca se presentan como tales, sino como defensores de la civilización contra la degeneración. Tal es el discurso de Putin, para quien Rusia encarna la santa distinción de roles entre hombres y mujeres. El “masculinismo” también se justifica por sí mismo mediante una idealización de la meritocracia: el progreso en la sociedad no debería estar dictado por la identidad, la raza, el sexo o los orígenes, sino únicamente por el mérito. Tal como se plantea, la meritocracia parece legítima. Pero todos los estudios sociológicos sobre los sistemas meritocráticos revelan que el mérito es esencialmente una herencia: hay que nacer en el lugar adecuado y en la familia adecuada para ser merecedor. Es porque desde la infancia se está inmerso en un entorno que defiende e ilustra principios que luego serán valorados por la enseñanza o la empresa por lo que la meritocracia parece neutral y fundada. En realidad, no es más que una forma alternativa de selección social y genética: la meritocracia es mitológica.
¿Cómo pueden el movimiento “MeToo”, la meritocracia y el “masculinismo” decidir cuál es la sociedad más deseable? En la tradición occidental a la que pertenecemos, la búsqueda de la verdad y el bien no pasa por la supremacía de una ideología sobre otra, sino por la competencia deseable entre diferentes visiones de la sociedad. El “MeToo” se había vuelto excesivo; el “masculinismo” lo es igualmente. El “wokismo” se había vuelto ridículo; el “antiwokismo” trumpista, que niega que el racismo o la discriminación social hayan existido jamás, es igualmente absurdo. Mi postura, afirmada en varias ocasiones en estos artículos de ABC, es que hay que ser a la vez “woke” y “antiwoke”, feminista y “masculinista”. Solo de la confrontación civilizada entre estas actitudes reflexivas puede surgir, si no la verdad, al menos el esbozo del progreso humano.
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