“Paz en la tierra” debería ser más que un cliché para las fiestas. Los costos de la guerra y su amenaza perpetua son inmensos, y amenazan a la libertad y a la civilización en sí mismas. Incluso con el fin de la Guerra Fría, los EE.UU. se encuentran en una serie sin fin de disputas militares, incluyendo Panamá, Irak, Somalia, y Haití, con perspectivas de futuras participaciones en Corea, Bosnia, Camboya, y Rwanda.

Esta política debe ser reevaluada, especialmente por aquellos preocupados sobre el destino de la libertad estadounidense. En su libro de 1994, War and the Rise of the State, el historiador Bruce D. Porter examina extensivamente el fatal vínculo entre la guerra y el colectivismo. Sostiene que la historia de Occidente durante los últimos seis siglos puede ser reducida a una simple fórmula: la guerra hizo al estado, y el estado hizo la guerra. En el proceso, incontables individuos padecieron la destrucción de sus libertades, su propiedad, y su vidas. “Un gobierno en guerra es un poderoso destructor de la centralización,” afirma, y eso ha sido “un desastre para la libertad y los derechos humanos.”

No obstante, la guerra raramente recibe su merecido como una de las causas del gobierno grande en los EE.UU.. Los académicos y los legos por igual encuentran generalmente los orígenes de nuestro propio Leviathan en el New Deal. Pero Franklin D. Roosvelt nunca hubiese podido hacer lo que hizo en los años 30 sin los precedentes del estado-edificador de la Primera Guerra Mundial.

El gobierno federal en la víspera de esa guerra se encontraba absolutamente limitado. En 1914, los gastos totalizaban menos del 2 por ciento del PBI. La tasa más alta del impuesto a las ganancias era del 7 por ciento sobre los ingresos de más de $500.000 (cerca de $5 millones de hoy). Solamente el 1 por ciento de la población debía pagar el impuesto. Los empleados civiles del gobierno federal constituían cerca del 1% de la fuerza laboral, y la mayoría trabajaba para el Servicio de Correos.

Menos de 166.000 personas se encontraban en servicio activo en las fuerzas armadas. El gobierno federal no reglamentaba los mercados de acciones, las relaciones trabajadores-empresas, la producción agrícola, o los mercados de la energía. No proporcionaba falsos empleos y no ofrecía ningún entrenamiento ilusorio para los desempleados. No había compensación alguna por desempleo, ni Seguridad Social, o seguro médico nacional como el Medicare y el Medicaid.

Los federales se encontraban entrometidos en unas pocas áreas de la vida económica, prescribiendo las tarifas ferroviarias y procesando a un puñado de desafortunadas firmas bajo las leyes de defensa de la competencia. Pero para la gran mayoría, el gobierno central era tan solo una molestia. Mantenía un patrón oro, no era muy costoso, y no ejercía un efecto directo importante sobre la vida diaria de la mayoría de los ciudadanos.

Pero el ingreso de los EE.UU. en la Gran Guerra cambió todo el eso. El gobierno nacionalizó virtualmente la industria de la navegación oceánica. Nacionalizó el ferrocarril, los teléfonos, el telégrafo doméstico, y las industrias del cable telegráfico internacional. Se involucró profundamente en la manipulación de las relaciones laborales, en las ventas de participaciones societarias, en la producción y comercialización agrícola, en la distribución del carbón y del aceite, en el comercio internacional, y en muchas cosas más.

Convirtió al nuevo Sistema de la Reserva Federal en un poderoso motor de la inflación monetaria para satisfacer el apetito de los gobiernos de dinero y créditos. Con más de 5.000 agencias de movilización de distintos tipos, los Estados Unidos fueron gobernados bajo un “socialismo de guerra.” Los ingresos federales se incrementaron en casi un 400 por ciento entre el ejercicio fiscal de 1917 y el de 1919 - e incluso mayores cantidades debieron pedirse prestadas. La deuda nacional se incrementó de $1,2 mil millones en 1916 a $25,5 mil millones en 1919.

La Ley del Espionaje de 1917 penalizó a aquellos condenados por obstruir voluntariamente el alistamiento militar con multas de hasta $10.000 y el encarcelamiento de hasta 20 años. La Ley de la Sedición de 1918 impuso las mismas severas penas criminales sobre todas las formas de expresión de alguna manera críticas al gobierno, sus símbolos, o su movilización de recursos.
Las supresiones de la libertad de expresión, mantenidas por la Suprema Corte, establecieron precedentes peligrosos. La policía arrestó a Upton Sinclair por leer el Bill of Rights en una reunión, por ejemplo. El resultado final fueron innumerables incidentes de intimidación, de abuso físico, e incluso de linchamiento de personas sospechadas de deslealtad o de escaso entusiasmo por la guerra. La gente de ascendencia alemana sufrió de manera desproporcionada.

Cuando la guerra terminó, el gobierno abandonó a la mayoría – pero no todas – de sus medidas de control del tiempo de guerra. Antes de finalizar 1920, el grueso del aparato regulador económico había sido desechado. Pero la resistencia del público estadounidense a la dirección gubernamental se había debilitado. Muchos granjeros y grandes empresarios, especialmente, estaban impresionados con ver de qué manera el gobierno podía ser utilizado para mantener altos los precios y para volverlos personalmente prósperos, incluso a costa del público.
Algunas de estas medidas del tiempo de guerra cobraron nueva vida durante la Gran Depresión. La Corporación de Finanzas de Guerra, por ejemplo, regresó como la Corporación de Reconstrucción Financiera. La Junta de las Industrias de Guerra se convirtió en la Administración de la Recuperación Nacional.

La Administración de Alimentos se convirtió en la Administración del Ajuste de la Agricultura. La fabrica hidroeléctrica de municiones Muscle Shoals se convirtió en la base de la Autoridad del Valle de Tennessee. El seguro de los servidores del tiempo de guerra se convirtió en la Seguridad Social.
Cuando la Segunda Guerra Mundial comenzó en Europa en 1939, el tamaño y el alcance del gobierno central era mucho mayor de lo que habían sido 25 años atrás, debido principalmente a la Primera Guerra Mundial y al New Deal.
Los gastos federales eran el 10 por ciento del PBI. El gobierno federal empleaba a 1,3 millones en trabajos civiles y militares, y a otros 3,3 millones en programas de emergencia de trabajo social. La deuda nacional había crecido a $40 mil millones. El alcance del reglamentarismo federal se había incrementado para abrazar a industrias y sectores enteros.

Si la Primera Guerra Mundial obtiene insuficiente atención, la Segunda Guerra Mundial obtiene aún menos. Fue diez veces más costosa que la Primera Guerra Mundial. El gobierno creó muchos nuevos impuestos, con las tasas del impuesto sobre las ganancias individuales extendidas a un rango del 23 por ciento al 94 por ciento. Previamente un impuesto de clase, se convirtió en un impuesto de masas, y el número de reintegros creció de 15 millones en 1940 a 50 millones en 1945. Los ingresos federales se elevaron de $7 mil millones a $50 mil millones en cinco años, y la mayoría de los costos fueron financiados pidiendo prestado. La deuda nacional se elevó en $200 mil millones, o se duplicó en más de cinco ocasiones. La Reserva Federal compró unos $20 mil millones en deuda del gobierno, actuando de ese modo como imprenta para el Tesoro.

Las autoridades gubernamentales emplearon un vasto sistema de controles y de intervenciones en el mercado para ganar la posesión de los recursos sin tener que ofertar por ellos en un mercado libre. A través de la fijación de precios, asignaciones directas, y órdenes de producción draconianas, los planificadores de la guerra dirigieron los recursos privados hacia los usos que ellos juzgaban importantes. Los mercados ya no funcionaban más libremente. En muchas áreas ya no operaban del todo. Los mercados funcionaron solamente en base a los márgenes de una economía dirigida.

Sin el debido proceso legal, más de 112.000 personas de ascendencia japonesa, la mayoría de ellos ciudadanos de EE.UU., fueron desarraigados de sus hogares y puestos en campos de concentración. El gobierno encarceló a 6.000 objetores de conciencia. A muchísimos periódicos les fue denegado el uso de los correos. Algunos fueron prohibidos del todo.

El gobierno confiscó más de 60 instalaciones industriales y a veces a industrias enteras (los ferrocarriles, las minas de carbón bituminoso, y el envasado de carne), e impuso condiciones de trabajo propicias a los sindicatos. Los agentes especiales del FBI se incrementaron de 785 en 1939 a 4.370 en 1945.
En el final de la guerra, la mayoría de las agencias del control económico cerraron, pero no todas. El complejo militar-industrial, que había crecido enormemente durante el conflicto, se contrajo pero sobrevivió, en razón de que los oficiales superiores y los contratistas militares hicieron lobby para que nuevas conquistas apoyen su influencia.

Los ingresos fiscales federales permanecieron muy altos por los estándares de la preguerra. A fines de los años 40 la quita anual del Servicio de Rentas Internas (IRS su sigla en inglés) era en promedio unas cuatro veces mayor en dólares constantes de lo que era a fines de los años 30. En 1949, los gastos federales representaban el 15 por ciento del PIB, de un 10 por ciento que implicaban en 1939. La deuda nacional era cientos de veces su tamaño de 1916.

Poco después, la Guerra Fría comenzó. La conscripción fue ampliada en repetidas ocasiones hasta que la administración de Nixon, frente a las protestas masivas, permitió que expirara en 1973. Los reclutas proveyeron la principal carne de cañón para Corea y Vietnam, así como para una gran parte de las fuerzas que permanecían posicionadas a través del mundo. Después de 1950, el complejo militar-industrial-parlamentario alcanzó un renovado vigor, agotando el 7,7 por ciento del PBI en promedio durante las siguientes cuatro décadas, o más de $10 trillones (en dólares de 1994).

Tal confiscación de la riqueza privada no sobresalta por mucho a la ciudadanía. De hecho, muchos estadounidenses, incluyendo a intelectuales altamente respetados y a encumbrados hacedores de política, han venido a considerarla como deseable. Incluso los empresarios, muchos de los cuales se resistieron a las usurpaciones del New Deal, miran ahora al Leviatán estadounidense con una mirada de aprobación. El tiempo de guerra los ha condicionado a aceptar el control coercitivo.

“No es posible,” dijo William Graham Sumner, “experimentar con una sociedad y tan solo abandonar el experimento cuando lo decidamos. El experimento ingresa en la vida de la sociedad y nunca se lo puede volver a quitar.”

El experimento estadounidense de los tiempos de guerra ingresó en la vida de la sociedad, y el gobierno central tiene buena razón para mantenerlo allí. Amainar la expectativa de la guerra perpetua es arriesgar su histórica justificación para la coerción, el control, y la confiscación de la propiedad.

Los opositores al intervencionismo global son a menudo difamados como “aislacionistas” y “pacifistas.” Mejor llamarlos los sabios estudiantes de la historia. Si le damos gran importancia a la libertad humana y a una irrestricta economía de mercado, no hay mayor prioridad política que permanecer fuera de la guerra.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review