El alcance de los derechos de propiedad privada en los Estados Unidos se ha reducido enormemente durante el siglo veinte. Gran parte de esa reducción ocurrió paulatinamente, a medida que los funcionarios públicos fueron tomando el control de los asuntos económicos durante las emergencias nacionales—principalmente guerras, depresiones, y huelgas reales o amenazas de ellas en las industrias críticas. Las supresiones de los derechos de propiedad privada acontecidas durante las emergencias nacionales a menudo permanecían una vez que las crisis pasaban. Un “trinquete” tenia lugar: la gente ajustaba primero sus acciones, luego sus creencias, a medida que se acomodaban a los controles gubernamentales de emergencia; más adelante, careciendo del grado previo de apoyo popular, los derechos de propiedad privada no podían recuperar su alcance de la pre-crisis.

Cómo Históricamente las Emergencias Desgastaron a los Derechos Privados

Hacia finales del siglo diecinueve, los estadounidenses disfrutaban de un amplio alcance de los derechos de propiedad privada. La ideología que prevalecía tanto entre las elites como entre las masas daba gran importancia a la libertad económica. Como observara James Bryce en The American Commonwealth, el estadounidense típico observaba “al derecho a disfrutar de lo que había ganado” como algo “primordial y sagrado”, creyendo que todas las autoridades gubernamentales “deberían estar estrictamente limitadas” y que “cuanto menos gobierno, mejor”.

Los funcionarios y los jueces federales actuaban típicamente de acuerdo con la creencia de que el gobierno debería encontrarse limitado a funciones protectoras, absteniéndose de políticas redistribucionistas y dejando a los ciudadanos libres para manejar sus asuntos económicos como les diere en gana. En Allgeyer c. Luisiana (1897) la Suprema Corte declaró que la Constitución protege “no solamente el derecho del ciudadano de ser libre de restricción física de su persona, sino. . . el derecho del ciudadano de ser libre en el disfrute de todas sus facultades; de ser libre para utilizarlas de todas las formas legales; para vivir y trabajar donde lo desee; para ganar su sustento por medios lícitos; para buscar cualquier sustento o avocación, y a tal efecto, de realizar todos los contratos que pudiesen ser apropiados, necesarios, y esenciales para arribar a una conclusión exitosa” de estos propósitos. Cuando los ciudadanos tuvieron garantizada tal extensa libertad de contratación, los gobiernos no tenían mucho margen para intervenir en la economía de mercado ni mucha razón para aumentar la carga impositiva.

En un quiebre violento con la tradición estadounidense, la Primera Guerra Mundial fue testigo de la supresión en gran escala de los derechos de propiedad privada. En 1916 el Congreso le concedió al Presidente poderes de emergencia para confiscar los materiales, las plantas, y los sistemas de transporte. Durante la guerra el gobierno asumió el control del ferrocarril, del transporte oceánico, de las industrias del teléfono y del telégrafo; suspendió el patrón oro y controló todos los intercambios internacionales de bienes y de activos financieros; requisó centenares de instalaciones fabriles; ingresando por su cuenta en empresas económicas masivas en la construcción naval, el comercio del trigo y el azúcar, y la construcción de edificios; le prestó a empresas sumas enormes directamente o indirectamente; reguló la emisión privada de participaciones societarias; estableció prioridades oficiales para el uso de las instalaciones del transporte, alimentos, combustibles, y muchas otras mercancías; fijó los precios de docenas de importantes bienes; intervino en centenares de conflictos laborales; y reclutó a casi tres millones de hombres en el ejército. Resumiendo, atenuó o destruyó extensivamente los derechos de propiedad privada, creando lo que algunos contemporáneos denominaron “Socialismo de Guerra”.

Aunque la mayoría de las derechos privados fueron restaurados después de la guerra, no todos lo fueron. Las tasas impositivas continuaron siendo elevadas, la estructura tributaria fue más “progresiva”, y el impuesto a las ganancias se convirtió en una fuente mucho más importante de ingresos federales en relación a los impuestos al consumo tradicionales. La Ley del Transporte de 1920, por la cual el gobierno abandonó su control de emergencia sobre los ferrocarriles, estuvo cerca de nacionalizarlos. El gobierno continuó en el negocio del transporte oceánico La Corporación Financiera de Guerra episódicamente intervino en los mercados crediticios hasta 1925. Más significativamente, la guerra dejó un legado de cambio ideológico. Como Bernard Baruch dijo en sus memorias, The Public Years, la experiencia de la guerra convenció a muchos hombres de negocios prominentes y a otros, de que “la dirección gubernamental de la economía no necesita ser ineficiente o antidemocrática, y sugirió que en época de peligro era imprescindible”.

La siguiente “época de peligro” no fue la guerra sino la Gran Depresión, una catástrofe nacional a la que el Juez Brandeis denominó “una emergencia más seria que la guerra”. Después de tres años de grandes bancarrotas, ejecuciones hipotecarias, y quiebras bancarias, de rápido descenso del ingreso y de masivo desempleo creciente, parecía que la economía de mercado nunca se recuperaría. Los estadounidenses de todas las clases crecieron con un clamor creciente por ayuda.

Recordando cómo el gobierno ha ejercido ampliamente los poderes de emergencia para conducir a la economía durante la guerra, mucha gente políticamente influyente creyó que similares controles gubernamentales podrían resultar efectivos en “luchar” contra la depresión. (Sus creencias sobre la eficacia de los controles en época de guerra, lo sabemos ahora, fueron enormemente mal entendidos). De este modo, en 1933 el gobierno lanzó una flota entera de medidas de emergencia: enormes proyectos de trabajo-asistencial; un programa para cartelizar a todas las industrias; el abandono del patrón oro y la prohibición de las transacciones domésticas privadas en oro; controles de precios y de la producción en la agricultura; reglamentación detallada de los mercados de certificados de acciones; extensa intromisión federal en los mercados laborales y en las relaciones de la conducción de los sindicatos; producción y venta federal de la corriente eléctrica; y antes de que el New Deal se agotara en 1938, una multiplicidad de programas federales de seguro y de crédito, pensiones de la Seguridad Social y pagos del bienestar, salario mínimo, subsidio nacional por desempleo, y muchas otras formas de intervención gubernamental en la economía de mercado.

Por un tiempo la Suprema Corte se resistió. La Ley de Recuperación de la Industria Nacional (NIRA) y la Ley del Primer Ajuste de la Agricultura, piezas centrales del incipiente New Deal, fueron declaradas inconstitucionales. Pero la Corte estaba dividida. En 1934, en el caso Blaisdell defendió una ley de moratoria de hipotecas de Minnesota admitida por las autoridades del Estado al ser, en épocas normales, un debilitamiento inconstitucional de la obligación contractual; y en Nebbia c. New York amparó una ley estadual de emergencia que fijaba los precios de la leche y castigaba a los que la comerciaban a precios más bajos. En el caso Norman (1935), sosteniendo la abrogación del gobierno del patrón oro, la Corte colocó a los derechos contractuales privados en una posición claramente inferior: “No existe ningún argumento constitucional para negarle al Congreso el poder expreso de prohibir y de invalidar los contratos aunque se hayan efectuado con anterioridad, y fueran válidos al momento de su celebración, cuando los mismos interfieran con la consecución de la política que él es libre de adoptar” Finalmente, en 1937, la Corte los sepultó totalmente. Desde entonces ha sostenido que virtualmente cualquier interferencia gubernamental con los derechos de propiedad privada es constitucional.

Los jueces estaban solamente registrando la transformación ideológica que acontecía a su alrededor. La Gran Depresión desacreditó profundamente creencias de muchos años en el individualismo, los derechos de propiedad privada, los mercados libres, y el gobierno limitado. El New Deal brindó dinero y empleos a la gente desesperada, por lo que aquellos estaban agradecidos. Fundamentalmente, le enseñó a mucha gente, incluyendo a una nueva generación de estadounidenses que no tenían ninguna experiencia personal con cualquier otra cosa, a valorar las políticas colectivistas y las promesas gubernamentales de seguridad económica.

Basándose en los programas colectivistas y en los sentimientos de la Primer Guerra Mundial y el New Deal, el gobierno durante la Segunda Guerra Mundial construyó un aparato de control económico sin precedentes. Las autoridades reclutaron a diez millones de hombres para servir en las fuerzas armadas, asignaron los materiales estratégicos, establecieron prioridades para el uso del transporte, alimentos, combustibles, y otras mercancías, requisaron plantas y a veces industrias enteras, fijaron precios y alquileres, racionaron muchos bienes de consumo, construyeron y operaron nuevas industrias enteras. En síntesis, el mercado libre virtualmente desapareció durante 1942-1945.

Mientras que los derechos de propiedad privada eran suprimidos, la Suprema Corte solo sonrió. Como Clinton Rossiter dijo una vez, “A la Corte, también, le gusta ganar guerras”. Incluso cuando el gobierno reunió a unas 110.000 personas de descendencia japonesa, dos tercios de ellas ciudadanos de los Estados Unidos, en campos de concentración, la Corte se hizo a un lado, declarando al encarcelamiento abusivo de estas personas inocentes “en la crisis de la guerra” de estar “no enteramente más allá de los límites de la Constitución”. (¿Dónde, uno se pregunta, están los límites constitucionales a la invasión gubernamental de los derechos privados durante las emergencias?) En la Segunda Guerra Mundial ni aun los más elementales derechos privados podían soportar la determinación del gobierno para ejercitar poderes de emergencia.

Reafirmar a los legados de la guerra, incluyó la Ley de Empleo de 1946, encomendándole al gobierno federal a una política de gerenciamiento macroeconómico en curso, la Ley Taft-Hartley de 1947, preservando muchos de los poderes federales primero estipulados en la Ley de los Conflictos Laborales de Guerra de 1943, y la Ley de Servicio Selectivo de 1948, extendiendo en tiempo de paz el reclutamiento militar por el cual el gobierno había obtenido coactivamente el grueso de su mano de obra militar a tasas por debajo de las del mercado durante la guerra. Más significativamente, como observara Calvin Hoover en The Economy, Liberty, and the State, la experiencia de la guerra “condicionó [a los hombres de negocios] para aceptar un grado de intervención y de control gubernamental después de la guerra el cual les había desagradado profundamente antes de ella” Incluso bajo la administración de Eisenhower, favorable a los negocios, no se hizo ningún intento serio de derrocar a los controles económicos heredados de las emergencias pasadas.


Cómo los Poderes de Emergencia Continúan siendo Ejercitados

Hasta finales de los años 70, las declaraciones presidenciales de la emergencia nacional que permanecieron sin ser revocadas, continuaron sustentando una extraordinaria autoridad gubernamental. Tanto es así, que a fines de 1976, la emergencia declarada por Roosevelt en 1933 no había finalizado. La declaración de Truman de 1950 seguía estando operativa a medida que los años, sino décadas, pasaban. Incluso cuando las condiciones políticas en los Estados Unidos se tornaron tan “normales” como fuese posible en la edad nuclear, el gobierno continuó utilizando un criterio ficticio de la emergencia para aumentar su poder estatutario.

Pocos personas se preocuparon respecto de los poderes de emergencia hasta la era de Nixon. Para lidiar con la “crisis” de la balanza de pagos de 1970, Nixon declaró dos emergencias nacionales más. También ellas permanecieron sin ser revocadas. Solamente cuando el incidente de Watergate y la confiscación de fondos autorizados por el Congreso engendraron un difundido temor de una presidencia imperial, el Congreso comenzó a investigar seriamente la red de controles gubernamentales enmarañados en los pilares de las declaraciones ejecutivas de la emergencia nacional sin revocar.

En 1973, el Senado creó un Comité Especial sobre la Culminación de la Emergencia Nacional para investigar los poderes de emergencia. Encontrando que cuatro declaraciones presidenciales de la emergencia nacional permanecían en efecto, el comité informó:

    Estas proclamaciones dan fuerza a 470 provisiones de la Ley Federal. . .[Estos], poderes considerados juntos, confieren suficiente autoridad para gobernar el país sin referencia a los procedimientos constitucionales normales. Bajo los poderes delegados por estos estatutos, el Presidente puede: confiscar propiedades; organizar y controlar los medios de producción; confiscar materiales; asignar fuerzas militares en el exterior; instituir la ley marcial; confiscar y controlar todo el transporte y las comunicaciones; regular el funcionamiento de la empresa privada; restringir los viajes; y, en una plétora de maneras particulares, controlar las vidas de todos los ciudadanos americanos.

La tarea del Comité conduce a la promulgación de dos estatutos significativos, la Ley de Emergencias Nacionales (NEA según su sigla en ingles) de 1976 y la Ley de los Poderes Económicos de la Emergencia Internacional (IEEPA es su sigla en inglés) de 1977.

La NEA intentó reafirmar el control del congreso sobre la creciente legislación de emergencia nacional. Terminando todas las emergencias nacionales existentes dos años después de su promulgación, la ley permite futuras declaraciones presidenciales de la emergencia nacional solamente bajo estrictos procedimientos que garanticen la periódica revisión del ejecutivo y del Congreso de cada decreto de emergencia. La ley también estipula que la autoridad estatutaria contingente en un estado de emergencia no puede ser accionada por un decreto de emergencia nacional a menos que el Presidente indique específicamente su intento de ejercer la autoridad bajo ese estatuto particular. Por otra parte, la ley declara que las emergencias nacionales se pueden terminar por la resolución concurrente del Congreso así como por la proclamación presidencial o el lapso automático si no fue renovada anualmente por el Presidente.

Tal como fue originalmente sancionada, la NEA eximió a la Sección 5(b) de la Ley de Comercio con el Enemigo (TWEA su sigla en ingles) de sus provisiones. La exención fue significativa porque la TWEA había, desde 1917, dado poder virtualmente ilimitado al Presidente durante la guerra o (desde 1933) la emergencia nacional, para reglamentar o prohibir las operaciones en moneda extranjera o de crédito internacional. Para acotar la exención, el Congreso sancionó la IEEPA. En efecto, la IEEPA separa al poder presidencial sobre las transacciones cubiertas previamente por la Sección 5(b) en dos categorías. La TWEA es enmendada para autorizar la acción presidencial solamente durante la guerra, mientras que la IEEPA se convierte en un repositorio para el poder económico ejecutivo ejercitado durante otras emergencias. La IEEPA también restringe los poderes de emergencia para que sean aplicados solamente a las transacciones internacionales. Se retienen los poderes de emergencia puramente domésticos ejercitados previamente bajo la TWEA inclusiva.

Aunque la autoridad de emergencia del Presidente sobre las transacciones internacionales conservó su anterior alcance, el poder de efectuar la emergencia indispensable fue acotado. Abrogando la exención que había protegido a la Sección 5(b) de la TWEA de los alcances de la NEA, el Congreso garantizó que las futuras declaraciones de la emergencia nacional dentro de su alcance estarían sujetas a la NEA y que las actuales “emergencias” podían ser finalizadas según lo especificado en ese estatuto. Sin embargo, los usos existentes de los poderes de la Sección 5(b) continuaron siendo aislados de la NEA por las provisiones que permitían al Presidente extender anualmente los actuales programas de la Sección 5(b) sobre la determinación ejecutiva de que tal extensión “está en el interés nacional”, sin la necesidad de una continua emergencia nacional.

¿Cuán bien han cumplido las leyes NEA y IEEPA con su propósito previsto? En los casi diez años desde su promulgación el pretendido acortamiento del poder ejecutivo de emergencia ha demostrado ser mucho menos exitoso que lo que el lenguaje estatutario sugirió que sería. El uso dramático y frecuente del poder ejecutivo de emergencia que persiste bajo la NEA y la IEEPA habla por sí mismo. Los Presidentes Carter y Reagan han declarado emergencias nacionales en varias ocasiones para imponer amplias restricciones económicas a los estadounidenses que trataban con ciudadanos de otras naciones: Irán, Nicaragua, África del Sur, y Libia, por nombrar algunas. Más recientemente, invocando la NEA y la IEEPA, el Presidente Reagan declaró una emergencia nacional para racionalizar una prohibición completa de las actividades económicas de los estadounidenses en Libia y ordenó a todos los ciudadanos de Estados Unidos que residían en Libia que la abandonen o hicieran frente a sanciones criminales. También bajo la demanda de la emergencia nacional, el Presidente Reagan utilizó recientemente la IEEPA para mantener efectiva a una ley importante, la Ley de Administración de la Exportación, por más de un año luego que el Congreso había permitido que expirara.

La Suprema Corte ha ayudado a mantener a los poderes económicos de emergencia del Presidente libres de obstáculos del Congreso. En 1983 la Corte estableció en el caso Servicio de Inmigración y Naturalización c. Chadha (el caso del “veto del Congreso”) que el Congreso no puede utilizar una resolución concurrente, o ningún otro método breve de todos los requisitos constitucionales para la promulgación de legislación, para anular una decisión delegada al Presidente, y de esta manera implícitamente invalidó una de las restricciones de la NEA en el uso presidencial de la autoridad de emergencia. En el caso Dames y Moore c. Regan (1981) la Corte dio amplia construcción al poder del Presidente para actuar bajo la IEEPA.

Pero la erosión más grande de la NEA y de la IEEPA se dio en el caso Regan c. Wald (1984). La cuestión se centraba en el alcance de la disposición del “abuelo” de la IEEPA, la cual exime a los “usos existentes” de los poderes de la Sección 5(b), de las restricciones de la NEA. A pesar de la supresión de los legisladores de la disposición del abuelo, del lenguaje que lo habría protegido explícitamente no solamente de los reglamentos existentes de la NEA sino de cualquier cambio en las reglas aplicables al tema regulado, la Corte Suprema estableció que la disposición del abuelo abarca cambios en las restricciones existentes sí ellos pertenecen a la misma “autoridad” general previamente ejercida bajo la TWEA—lo que significa, que la Corte sostuvo que la ley autoriza exactamente aquello que los miembros del Congreso habían asegurado en audiencias que no autorizaría. El resultado inmediato de la decisión de la Corte fue que una nueva e importante disminución de los viajes privados a Cuba fuese implementada bajo los Reglamentos del Control de Activos Cubanos, sin la necesidad de declarar una emergencia nacional o de cumplir con los procedimientos de la NEA. La importancia en el largo plazo es que, con el movimiento de una pluma judicial, un aparente pinchazo en la armadura de la NEA contra el abuso de los poderes de emergencia se ha convertido en un amplio agujero.

Conclusión

Las derechos de propiedad privada, históricamente cercenados durante las emergencias nacionales, siguen siendo profundamente disminuidos y vulnerables a una erosión adicional en crisis futuras. Los intentos por limitar el abuso de los poderes de emergencia no han eliminado el efecto de trinquete de la emergencia real o pretendida al aumentar el poder gubernamental. Solamente los periodos de no-crisis otorgan tiempo para contemplar y prevenir la amenaza a la libertad y a los derechos de propiedad privada inherentes en la psicología de la emergencia del público y su explotación por parte de los funcionarios gubernamentales.

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review