Cuando se les pregunta, la mayoría de los políticos afirman que están a favor del libre comercio. Pero rápidamente añaden la calificación de que el mismo debe ser a la vez un comercio justo, lo que generalmente significa que deberíamos abrir nuestros mercados a los productos de otros países, solamente si sus mercados están igualmente abiertos a los nuestros. Esta calificación tiene sentido políticamente debido a que las personas son fácilmente convencidas de que la misma tiene sentido económicamente. ¿Por qué deberíamos dar a otros países la oportunidad de incrementar su empleo a expensas nuestras, a menos que exista reciprocidad? Desgraciadamente, esta visión deja completamente de lado a las verdaderas ventajas del comercio internacional. Además, refleja un serio prejuicio político que distorsiona las decisiones del gobierno respecto de una amplia gama de cuestiones.

La ventaja del comercio con otros países no proviene de venderles más de lo que ellos nos venden a nosotros, de modo tal que podamos crear más empleos. La clave para una economía exitosa no ha sido nunca simplemente la creación de puestos de trabajo. La capacidad de consumir excede siempre a la capacidad de producir, por lo tanto no existe nunca una falta de trabajo por hacer. La clave para una economía exitosa está en canalizar a la gente hacia los trabajos más productivos, aquellos que crean el mayor valor para los consumidores. Ésta es la verdadera ventaja del comercio internacional. Creamos trabajos domésticos más productivos tanto cuando vendemos como cuando compramos a otros países, y cuanto más abiertos sean los acuerdos del comercio internacional, mejor será para todos los países. Cuando el país B restringe la importación de productos estadounidenses, reduce su productividad tanto como la nuestra. Pero solamente adicionamos una perdida a nuestra productividad si a su vez respondemos restringiendo la capacidad de nuestros ciudadanos de comprar productos del país B.

Considere el hecho de que, pese a la retórica política, cuando adquirimos productos extranjeros creamos trabajos estadounidenses. Sería realmente mejor para los estadounidenses si esto no fuese cierto. Cuando los estadounidenses compramos productos, por ejemplo, de Japón, terminamos con productos que valoramos más que aquello que los dólares empleados hubiesen podido comprar en otra parte, y los japoneses terminan con más dólares (realmente el que vende yenes a los importadores estadounidenses para pagar los productos japoneses termina con más dólares, pero esto no altera significativamente el relato). ¿Qué hacen los japoneses con estos dólares? Sería agradable si los trataran como artículos de colección, para ser conservados y admirados. Entonces los estadounidenses podrían obtener productos valiosos no teniendo otro costo que el de imprimir dólares, algo tan fácil que incluso el gobierno federal lo hace bien. Pero los japoneses producen bienes para los estadounidenses, no porque desean dólares, sino debido a aquello que los dólares pueden comprar. Esos dólares eventualmente regresarán a a los Estados Unidos como demandas de bienes producidos por los trabajadores americanos, o como inversiones en los Estados Unidos, las que generan oportunidades de empleos domésticos. Podrán no todos regresar directamente desde Japón, pero volverán.

No niego que restringiendo las importaciones extranjeras podemos salvar algunos trabajos estadounidenses. Pero debido a que estos trabajos, por definición, no pueden sobrevivir a las demandas del comercio internacional, obviamente no crean tanto valor como aquellos trabajos estadounidenses que hubiesen sido creados sin las restricciones a la importación. El comercio exterior elimina solamente aquellos trabajos que estén produciendo aquellos bienes que los consumidores domésticos pueden importar más barato, canalizando su esfuerzo hacia un empleo más productivo en otra parte de la economía.

Desdichadamente, los beneficios generales de las importaciones irrestrictas (precios más bajos para los consumidores y una economía más productiva) son en gran medida ignorados por el proceso político, que considera a las importaciones como una amenaza para los trabajos existentes. El problema aquí refleja una distorsión inherente en el proceso político. Grupos relativamente pequeños organizados alrededor de una causa común, tal como la protección de las ganancias y de los trabajos en una industria particular, se encuentran bien posicionados y fuertemente motivados para comunicar un claro y consistente mensaje a través del proceso político, con voz fuerte y clara. Por otra parte, el público en general que consume, es demasiado grande y diverso en sus intereses como para comunicar un mensaje claro y consistente mediante el proceso político. Si algo amenaza con concentrar un costo en unos pocos organizados mientras que esparce un beneficio sobre muchos desorganizados, los políticos oirán de los pocos pero no de los muchos.

Esta tendencia a favor de los intereses especiales por sobre el interés general explica una gran cantidad de perversidades políticas. Explica, por ejemplo, la dificultad que los políticos tienen para cortar programas de gastos, que tienden a concentrar las ventajas en los grupos de interés organizados, para reducir la carga sobre el contribuyente general. Y explica ciertamente la perspectiva política sobre el libre comercio, que acentúa la ventaja de proteger a los trabajos existentes por sobre tener más de ellos en el futuro, pero mucho más general, por sobre la ventaja de alternativas mejores para los consumidores y una mejoría en la productividad económica.

Si los políticos pudiesen sentir el beneficio de los muchos desorganizados tan intensamente como sienten el dolor los pocos que están organizados, una gran cantidad de restricciones gubernamentales sobre nuestras elecciones económicas serían rápidamente eliminadas. Las restricciones en nuestra capacidad de comprar los mejores productos a los precios más bajos, ya sea que fuesen producidas en el país o en el exterior, estarían entre las primeras en desaparecer.

Traducido por Gabriel Gasave


Dwight R. Lee es Investigador Asociado en The Independent Institute, William J. O’Neil Endowed Chair Global Markets and Freedom and Scholar in Residence en la Southern Methodist University, y autor colaborador de los libros, Arms, Politics and the Economy: Historical and Contemporary Perspectives y Taxing Choice: The Predatory Politics of Fiscal Discrimination.