Mientras Obama demoniza a los ricos y lanza una docena de planes para reestructurar a la economía, quienes se oponen a este programa precisan que se les recuerde qué es exactamente aquello por lo que estamos luchando. Estamos resistiendo la burocracia, la planificación centralizada, y las embestidas contra nuestra libertad y comunidades. Sin embargo, esto no llega al fondo de la cuestión. No somos solamente un movimiento de oposición, yendo en contra de la agenda del presidente y sus partidarios. Esencialmente, nos levantamos en defensa del mayor motor de la prosperidad material de la historia humana, la fuente de la civilización, la paz y la modernidad: el capitalismo.

Muchos lo consideran una mala palabra y es desacreditado sobre todo por sus supuestos guardianes. Los gigantes de Wall Street se imaginan a sí mismos como capitalistas aun mientras viven de los contribuyentes y prosperan en base al obsequio de privilegios, la inflación y las barreras de ingreso que les ofrece el Estado. En el complejo militar-industrial lo defienden por su nombre mientras producen dispositivos para matar para el Estado. En el Partido Republicano y todas las instituciones conservadoras hablan bien de él a la vez que hacen vastas excepciones al principio mientras se lo engullen entero. Cuando muchos piensan en el capitalismo, piensan en el status quo corporativo, llevando incluso a algunos partidarios de la libertad económica a abandonar el término.

Pero no deberíamos abandonarlo. Por un lado, la mayoría de los adversarios del capitalismo no se oponen meramente a Goldman Sachs o Halliburton o McDonalds. Por el contrario, se oponen a la libre empresa como una cuestión de principios. Objetan la libertad de los empleadores de contratar y despedir a quien deseen por el salario que fuese mutuamente acordado. Protestan contra el derecho de los empresarios a ingresar en el mercado sin ninguna restricción. Desaprueban que las empresas se encarguen de la infraestructura; suministren energía, alimentos, agua y otros artículos necesarios; y manejen el transporte sin la intromisión gubernamental. Lamentan que los ricos sean cada vez más ricos, incluso a través de medios puramente pacíficos. Se oponen a la libertad de participar en la venta al descubierto, el uso de información privilegiada, las adquisiciones hostiles y las fusiones de empresas sin la bendición del Estado central. Están en contra del trabajador que disiente del “establishment” laboral. Es exactamente la anarquía del libre mercado lo que ellos desprecian, no es el nexo consolidado entre el Estado y las grandes empresas lo que la mayoría de ellos desea hacer añicos. Por cada socialdemócrata que odia al capitalismo monopolista por razones que pudiesen llegar a ser correctas, hay diez que deploran la parte que corresponde al capitalismo más que al aspecto monopolista.

Es simplemente un hecho que el capitalismo, aunque obstaculizado por el Estado, ha sacado a la mayor parte del mundo de la lamentable pobreza que caracterizó a toda la existencia humana durante milenios. Fue la industrialización la que salvó el trabajador común del tedio constante de la agricultura primitiva. Fue la mercantilización del trabajo la que condenó a la esclavitud, la servidumbre y el feudalismo. El capitalismo es el libertador de las mujeres, el benefactor de todos los niños que disfrutan de tiempo para estudiar y jugar en lugar de soportar el trabajo agotador sin interrupciones en el campo. El capitalismo es el gran mediador entre las tribus y naciones, el que primero depuso sus armas y odios ante la posibilidad de beneficiarse del mutuo intercambio.

Hace un siglo, los marxistas reconocieron la productividad del capitalismo y su preferencia por el feudalismo, al que éste reemplazó, pero predijeron que el mercado empobrecería a los trabajadores y conduciría a una mayor escasez material. Ha ocurrido lo contrario y ahora los izquierdistas atacan al capitalismo mayormente por otras razones: produce demasiado y es un desperdicio, lesiona el medio ambiente, exacerba las divisiones sociales, aísla a las personas de una conciencia espiritual de su comunidad, nación o planeta, y así sucesivamente.

No obstante, todas las más elevadas, más nobles y menos materialistas aspiraciones de la humanidad descansan en la seguridad material. Incluso aquellos que odian al mercado, ya sea que trabajen en él o no, prosperan con la riqueza que éste genera. Si el amigo de Marx, Engels no hubiese sido gerente de una fábrica, habría carecido del tiempo libre necesario para ayudar a pergeñar su destructiva filosofía. Todo estudiante de posgrado en ciencias sociales, todo socialista en limusina de Hollywood, todo cristiano de izquierdas bienhechor, y todos aquellos para quienes el socialismo en sí mismo es religión; todo artistas, académico, filósofo, docente o teólogo anti-mercado vociferan desde encima de una tribuna improvisada producida por el propio sistema capitalista que desprecian. Todo lo que hacemos en nuestras vidas—materialista o de una naturaleza más noble—lo hacemos en la comodidad que ofrece el mercado. Mientras tanto, los más pobres en un sistema capitalista moderno, incluso en uno tan corrompido por el estatismo como el de los Estados Unidos, viven mucho mejor que todas las personas más ricas hace un siglo. Estas bendiciones se deben al capitalismo, y darle rienda suelta aun más es finalmente lo que eliminará la pobreza tal como la conocemos.

Existe el mito de que el capitalismo es la doctrina dominante. Pareciese que casi todo el mundo cree esto, considerando la mayoría que cuando menos se trata de algo un tanto desafortunado, lo que en sí mismo debería denotar que existe un problema con el hecho de asumir la indisputable popularidad del capitalismo. De hecho, el capitalismo tiene pocos defensores auténticos. Los conservadores fingen apoyarlo, pero hacen excepciones para la educación, la energía, la agricultura, el trabajo, la banca central, las fronteras, la propiedad intelectual, y las drogas, por no hablar de la defensa nacional y la justicia penal. Peor aún, muchos conservadores de la variedad anti-corporativista y localista son más proteccionistas y nacionalistas en lo económico que el “establishment” de la derecha. Sacrificarán los derechos de propiedad por sus preferencias culturales sobre las armas, la religión, los llamados valores familiares, y ciertamente el patriotismo. Con amigos como estos, el capitalismo precisa de aliados más genuinos.

Los progresistas y los socialistas son francamente hostiles. Ellos afirman haber hecho las paces con el mercado pero tienen un nuevo esquema cada día para refrenarlo, castigarlo, manipularlo, y azotarlo hasta la sumisión. Los socialdemócratas insisten en que no desean deshacerse de él, tan sólo pulirlo y salvarlo de sí mismo. Pero si el capitalismo precisa ser salvado, no es de sí mismo, sino tan sólo de los socialdemócratas y conservadores.

Los libertarios saldrán en defensa del capitalismo, pero a menudo con cierta reticencia. Ha logrado una reputación tan mala, y es tan despreciado por la cultura socialdemócrata, que muchos no desean defenderlo abiertamente. De hecho, es crucial ser claros y precisos en la explicación de qué entendemos por capitalismo. Pero esta gran fuerza en favor del progreso merece nuestro apoyo audaz, no nuestro testimonio calificado. Nos ha dado todo lo que tenemos. Lo menos que podemos hacer es no pretender que estamos avergonzados de él.

Durante el último siglo, los más ardientes defensores del capitalismo—la escuela de Mises, Hayek y Rothbard, e incluso los seguidores menos radicales de Rand y Friedman—han sido claros respecto de que se refieren a la libertad del individuo en los derechos de propiedad y el intercambio, y casi todo el mundo entiende esto. Los enemigos en su mayoría han querido significar lo mismo, cuando no se encontraban confundiendo falsamente a la libre empresa con el privilegio consentido por el Estado.

Mises dijo que “una sociedad que elige entre el capitalismo y el socialismo no elige entre dos sistemas sociales; elige entre la cooperación social y la desintegración de la sociedad”. Hayek creía en “la preservación de lo que se conoce como el sistema capitalista, del sistema de libres mercados y propiedad privada de los medios de producción, como una condición esencial para la propia supervivencia de la humanidad”. Aunque siempre cuidadoso de criticar al capitalismo de Estado por su intervencionismo y violencia, Rothbard abrazó el “capitalismo de libre mercado [como] una red de intercambios libres y voluntarios en la cual los productores trabajan, producen, e intercambian sus productos por los productos de otros a través de precios formados de manera voluntaria”. El capitalismo y la libertad van de la mano, y no es de extrañar que los enemigos del mercado ataquen a los libertarios como los proponentes más extremos de lo que odian, en vez de concentrarse principalmente en los corporativistas y socialdemócratas que dominan a la izquierda y derecha modernas.

A algunos libertarios les preocupa que el “capitalismo” ponga demasiado énfasis en el capital, pero esto en verdad no es un problema. Sólo a través del consumo diferido podemos construir la civilización, mediante la acumulación de bienes de orden superior y la reducción de nuestra preferencia por el presente. Esta es la esencia del énfasis capitalista. Tal vez lleva más tiempo explicarnos cuándo adoptamos el grito de batalla del capitalismo—también se tarda más en ser un capitalista que solamente un consumidor. A la larga, no obstante, vale la pena. El libertarianismo es una lucha a largo plazo, y entonces ¿por qué no asumir la visión a largo plazo del capitalismo, tanto como un término que merece ser abrazado como una etiqueta para la economía que imaginamos? El anarquismo también es una píldora difícil de tragar, una tradición con una historia mixta de la que puede decirse de manera plausible que su significado convencional no siempre incluye a los valores que apreciamos, sino más bien una falta de orden social. Sin embargo, los anarquistas libertarios abrazan el término, como nosotros deberíamos hacer con el término capitalismo.

Rothbard era particularmente sensible al hecho de que el término fue acuñado por sus enemigos, y hoy en día muchos creen que los defensores del libre mercado no deberían permitir que la oposición defina el debate. Sin embargo, este punto me lleva a una conclusión muy diferente. Primero, incluso cuando la palabra tenga connotaciones negativas en la cultura popular, aún tendríamos que desear adoptarla. Los anti-federalistas se opusieron inicialmente a la etiqueta que les pusieron los estatistas hamiltonianos. Pero ahora me gustaría mantener el descriptor con orgullo. Esta es un área donde podemos tomar el ejemplo de los activistas de los derechos de los homosexuales que fueron difamados como “raros”, sólo para apropiarse con orgullo del término para sus propios usos.

Segundo y más importante aún, si Marx y sus secuaces—cuyas ideas, en la medida en que han sido implementadas, han dado lugar a una miseria, hambruna y esclavitud humanas sin precedentes—se posicionan como los adversarios del capitalismo, deberíamos ser muy afortunados de que estos sean los términos del debate. Los socialistas de todas las tendencias afirman que el verdadero socialismo nunca ha sido probado, y algunos sostienen que los radicales del mercado están atrapados sin una respuesta mejor que afirmar que el verdadero capitalismo tampoco nunca ha sido intentado. Sin embargo, a diferencia del “verdadero socialismo”, el cual Mises demostró que era imposible a gran escala, el capitalismo simplemente existe allí donde se lo deja sin ser molestado. Es la parte del mercado que es libre. Pero independientemente de cómo lo definamos, en términos de alimentar a las masas y dar sustento a la sociedad, preferiré al capitalismo defectuoso al socialismo defectuoso en cualquier momento. Preferiré el capitalismo de Estado, el capitalismo de amigos, o el capitalismo corporativo por sobre el socialismo de Estado, el socialismo democrático, o el nacional-socialismo.

Sin embargo, no tenemos por qué tomar esa decisión, ya que oponerse al capitalismo de Estado es parte de la causa capitalista, al igual que oponerse a la religión estatal debería ser el pedido de todo religioso anti-estatista, oponerse a las escuelas públicas ser la meta de todo libertario que ama la educación, y oponerse a la ley y el orden del Estado ser el credo de aquellos que apoyan el derecho natural y el orden social pacífico.

La parte capitalista del capitalismo de Estado es la parte que funciona. Los frutos del capitalismo pueden ser usados para el mal, y son sin duda utilizados de esta manera por el Estado. Por ejemplo, el mal del complejo militar-industrial se debe a que el Estado socialista de las fuerzas armadas se alimenta de la producción de las empresas semi-capitalistas. La única desventaja para el capitalismo es que el Estado se vuelve más rico en términos absolutos que con cualquier otro sistema. Si las fuerzas armadas fuesen totalmente socialistas serían menos eficaces—esto es cierto. Pero esta es meramente una acusación práctica y moral del Estado, no del concepto de capitalismo. Si esta es la única confusión cierta que desorienta a los detractores del capitalismo, simplemente deberíamos preguntarles: ¿Está usted entonces a favor de una completa separación del capitalismo y el Estado? Por supuesto se trata prácticamente de personas opuestas violentamente a esta perspectiva. Para ellos el problema no es que el Estado cuente con armas y fuerzas del orden y soldados y fronteras nacionales. En cambio, el problema es el espíritu emprendedor sin restricciones y la desigualdad en las ganancias. Al anti-capitalismo se lo define mejor, parafraseando a Mencken, por el temor de que alguien, en algún lugar, se esté haciendo rico. Observando al Estado beligerante, los anti-capitalistas objetan a alguien que hace dinero con el militarismo, y en verdad deberían sentirse avergonzados de que las instituciones del Estado de las que son partidarios sólo puedan montar con éxito una maquinaria militar aprovechándose del sistema de ganancias. Sin embargo, de modo significativo, a menudo su principal objeción no es con la guerra de los especuladores; es con los especuladores de la guerra.

Algunas palabras son escabrosas y los conceptos que encarnan parecen más escabrosos. Algunas nociones parecen demasiado idealistas para muchos cínicos. Paz, amor y libertad son todas palabras que tienen una mala reputación como conceptos fantasiosos que no describen la realidad tal como existe en verdad. Pero sabemos que en un mundo donde no todo es pacífico, el amor es a veces difícil de encontrar, y la libertad siempre está en peligro, todos estos ideales, en la medida en que se les permite florecer, señalan el camino hacia un futuro de armonía y abundancia. Lo mismo puede decirse del capitalismo. No dejemos que sus enemigos estropeen una buena palabra para el más grande sistema económico en la historia de la raza humana.

Traducido por Gabriel Gasave


Anthony Gregory fue Investigador Asociado en el Independent Institute y es el autor de American Surveillance.