Como si el hecho de complicarse en una tercera guerra simultánea—con costos crecientes en un momento de apuro económico, abismales déficits presupuestarios, y endeudamiento nacional—cuando ningún interés vital nacional se encontraba en juego no fuese lo suficientemente malo, eso no es lo peor.

Al igual que con la invasión de Irak de George W. Bush, el análisis de las razones para el ataque contra Libia expuestas por el presidente Barack Obama causan una gran desconcierto. Los líderes de otras naciones han reprimido a sus pueblos con más severidad que Muammar Gadafi—por ejemplo, 5 millones de personas fueron masacradas en el Congo y entre 2 y 3 millones de personas fueron asesinadas en Sudán—pero los Estados Unidos no intervinieron militarmente. De hecho, la magnitud de la represión de Gadafi no está clara. Y, contrariamente a la retórica humanitaria estadounidense, los Estados Unidos están tratando de ayudar a los rebeldes diezmando las fuerzas armadas de Gadafi. Esta acción probablemente signifique que los EE.UU. no podrán aprovechar la oportunidad de sacar ventaja de la revuelta en Libia y el apoyo internacional (incluido el de la Liga Árabe) para deshacerse de un dictador árabe que ha sido demonizado desde los tiempos de Reagan—a pesar de que en los últimos años, los EE.UU. se habían besado y reconciliado con Gadafi. Los EE.UU. vieron escaparse a esta oportunidad, mientras las fuerzas de Gadafi se dirigían al bastión rebelde de Benghazi. Además, el “liderazgo” estadounidense había sido cuestionado por Francia, que no veía la hora de liquidar a Gadafi.

La circunstancia de ser empujado por sus aliados a una guerra innecesaria y costosa a fin de recuperar su liderazgo no implica en absoluto un liderazgo; un verdadero líder habría resistido una presión tan insubstancial. Y resistirse a sus aliados debería haber sido fácil para Obama, porque las dominantes fuerzas armadas de los EE.UU. llevaron capacidades de combate y apoyo fundamentales para la lucha que ningún otro país podía ni siquiera estar cerca de igualar. Así y todo, quizás sorprendentemente, esta no sea la mayor transgresión de Obama. Obama se enamoró tanto de la idea de obtener el apoyo internacional para su ataque, incluyendo una resolución de la ONU, que ignoró la Constitución de los Estados Unidos. Y como sostuvo el congresista Dennis Kucinich, compañero demócrata de Obama, omitir obtener la aprobación del Congreso para la guerra es una ofensa que merece el juicio político.

En un discurso a la nación una semana y media después de iniciado el ataque, Obama, en un intento por silenciar las críticas de que nunca había ofrecido una justificación suficiente al Congreso o al pueblo de los Estados Unidos para ir a la guerra, finalmente logró evitar justificar sus agresivas acciones. Sin embargo, ir a la guerra sin la aprobación parlamentaria es claramente inconstitucional.

La gente puede debatir sobre lo que los fundadores de la nación quisieron decir respecto de tal o cual tema, pero la primera y más grande generación fue muy clara respecto de este punto. Uno de los principios fundacionales del país—perdido hace mucho tiempo, especialmente después de que los Estados Unidos se convirtieron estadísticamente en el país más agresivo del planeta tras la Segunda Guerra Mundial—era el anti-militarismo. Los padres fundadores aborrecían a los monarcas de Europa que arrastraban a sus países a la guerra por razones de orgullo o engrandecimiento personal—con los costos en sangre y tesoro recayendo sobre sus súbditos. Parafraseando a Madison, la guerra es la raíz de todas las otras formas de opresión gubernamental, incluidos los impuestos exorbitantes. Para evitar guerras innecesarias, una de las disposiciones más importantes de la Constitución fue que el Congreso—que representa al pueblo estadounidense—decidiese si entrar o no en guerra; el Ejecutivo meramente cumple con la voluntad del Congreso. Incluso Alexander Hamilton, el defensor más ardiente del Poder Ejecutivo en la Convención Constituyente, propuso que el Senado “tenga la facultad exclusiva de declarar la guerra”, y que el Ejecutivo “tenga la dirección de la guerra cuando fue autorizada o iniciada”. Por supuesto, en la Convención, la expresión “el Senado” fue sustituida por todo el Congreso, elevando así el nivel de aprobación necesario.

James Wilson, el fundador que tuvo la mayor responsabilidad del texto de la Constitución, señaló que la disposición que requiere que el Congreso declare la guerra “no nos apresurará a la guerra; está pensada para protegernos de ella. No será facultad de un solo hombre, o un solo cuerpo de hombres, involucrarnos en tal aflicción”.

Obama ha sido cuidadoso en no llamar al ataque aéreo contra Libia una “guerra”, sosteniendo que como comandante en jefe, posee la autoridad, sin la aprobación parlamentaria, para conducir operaciones militares más limitadas que la guerra. Sin embargo, como explicaba Hamilton en el Federalista 69, los fundadores tenían una concepción mucho más estrecha del rol del presidente como comandante en jefe: “[El poder del presidente como comandante en jefe] equivaldría a nada más que el comando supremo y la dirección de la fuerzas militares y navales. . . mientras que el del rey británico abarca la facultad de declarar la guerra, de reclutar ejércitos y flotas y de expedir reglas para gobernarlos—todo lo cual pertenecerá a la legislatura, con arreglo a la Constitución que analizamos”.

Y la Constitución, con su exigencia de que el Congreso conceda patentes de corso y represalias y dicte las normas relativas a las capturas en tierra y agua, es bien clara en que incluso las acciones militares limitadas precisan contar con autorización legislativa.

Pero la presidencia se ha vuelto tan imperial que los presidentes en la actualidad llevan regularmente al país a la guerra sin declaración de guerra del Congreso, y a veces—como en este caso—sin la aprobación parlamentaria en absoluto. Obama no es el primer presidente que ignora una de las disposiciones centrales de la Constitución; para grandes conflictos, Harry Truman fue el primer transgresor, omitiendo obtener una declaración de guerra del Congreso en 1950 para la “acción policial” en Corea.

Este ha sido un peligroso precedente para la República. El Congreso debe hacer a un lado su apocamiento e insistir en el ejercicio de su importante control constitucional sobre el Poder Ejecutivo al emitir un juicio previo sobre posibles acciones militares. Y cuando los presidentes actúan mal, como lo ha hecho Obama, más miembros del Congreso siguiendo la corajuda amenaza implícita de Kucinich—es decir, desechando la palabra “yo”—podrían conducir a un mejor comportamiento del Ejecutivo en el futuro.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.