Lima (Perú)—La tragedia de Carlos Andrés Pérez, el dos veces presidente de Venezuela que marcó época y cuya muerte reciente ha reverberado en el mundo hispanoparlante, es también la tragedia de su país. Y de algunas naciones latinoamericanas en las que las instituciones republicanas han sido devastadas por la revolución populista.

Su primer gobierno, allá por década de 1970, lo convirtió en un líder del Tercer Mundo gracias al “shock” energético que inundó de petrodólares a Venezuela y otros miembros de la OPEP, a su personalidad agigantada y a su ambición internacional. La tragedia comenzó cuando Pérez, que había desempeñado un papel importante en la preservación del Estado de Derecho frente al embate de las guerrillas terroristas de filiación castrista en los años 60´, utilizó la riqueza de su país para concentrar cantidades colosales de poder económico en el Estado en el nombre del socialismo democrático.

Pérez podría haber hecho por Venezuela lo que pocos años después haría el socialista español Felipe González en el suyo: superar el tabú ideológico según el cual los políticos de izquierdas no podían desprenderse de las políticas fiscales keynesianas, los controles de precios y las nacionalizaciones. Podría haber sido, para los años 70'', lo que Lula da Silva fue para Brasil, en la década que acaba de morir, en política doméstica. Pero eligió otra cosa y al hacerlo, este líder carismático e influyente ayudó a retrasar la puesta al día de la izquierda latinoamericana.

Como recuerda Carlos Alberto Montaner en un reciente artículo en el Miami Herald, Carlos Andrés Pérez perteneció a un puñado de dirigentes latinoamericanos de izquierdas que creían en las instituciones republicanas en lugar de la revolución y la dictadura. Pero el sistema económico que él y otros pusieron en marcha en Venezuela, país que apenas unas décadas antes había sido una pequeña potencia capitalista que atrajo a inmigrantes de muchas naciones subdesarrolladas y también de algunas ricas, dilapidó la prosperidad que había costado tanto conseguir. El deterioro socioeconómico provocado por el estatismo debilitó a las instituciones de su país.

Cuando Pérez volvió al poder, en 1989, Venezuela no sólo estaba, otra vez, económicamente atrasada: también, institucionalmente anémica. Cuando decidió, en un giro valiente y fatal, desmontar el armazón del nacionalismo económico y abrazar el mercado, las reglas del juego político en Venezuela eran ya las de una república moribunda en la que la venganza personal, la violencia verbal y física y el poder de la turba pesaban más que la ley. En 1992, Hugo Chávez, entonces un desconocido teniente general, intentó un golpe de Estado contra Pérez. Fracasó, pero ese golpe significó el principio del fin de la república.

Moisés Naim, ex editor de “Foreign Policy”, ha escrito en El Nacional de Caracas que a pesar de sus muchos defectos Pérez fue más grande que la mayoría de sus enemigos. Es muy cierto. El pretexto bajo el cual fue destituido en 1993 y encarcelado por un tiempo —que la partida secreta permitida a los Presidentes venezolanos había sido utilizada en parte para proteger a Violeta Chamorro en los días tempestuosos de su victoria sobre el dictador sandinista Daniel Ortega— suena infinitamente estúpido desde la perspectiva actual. La serie de acontecimientos desencadenados por aquella crisis política a la larga dando pie, con el ascenso de Chávez al poder, a lo que vemos ahora: Venezuela hecha una ruina política y económica...y convirtiéndose gradualmente en el feudo de un sátrapa. Pérez vio lo que se avecinaba con más claridad que la mayoría y nunca dejó de denunciarlo.

Tuve ocasión de visitarlo un par de veces a comienzos de la década pasada, ambas en la República Dominicana, donde pasaba parte de su exilio antes que la presión de Caracas sobre ese país lo obligara a mudarse de manera permanente a los Estados Unidos. El soldado curtido en mil batallas había adquirido una sabiduría triste sobre el destino de su patria y el de los pocos países en los que el autoritarismo populista era todavía una fuerza dominante. Invocando su larga experiencia en la lucha contra las dictaduras —su primer exilio había tenido lugar a fines de los 40´--, le pregunté cuánto tiempo duraría el régimen de Chávez.

“Precisamente porque me he enfrentado a demasiados autócratas, he aprendido a no predecir nada”, respondió. “La diferencia, esta vez, es que todos somos culpables”. Quiso decir que sus compatriotas habían cometido un suicidio político y probablemente tendrían que pasar mucho tiempo en el purgatorio. Tenía razón, por supuesto.

(c) 2011, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.