Una inmigración abierta es esencial para un país libertario.

El domingo 21 de marzo miles de personas participarán de una “Marcha por los Estados Unidos” en nombre de la reforma migratoria. Y muchos discutirán: ¿Deberíamos apoyar u oponernos a la inmigración? La evidencia sugiere que la inmigración beneficia a los estadounidenses al expandir la producción y bajar los precios. Y no puedo pensar en una objeción principista válida a la inmigración-ya sea “legal” o “ilegal”. Sin embargo, mucha gente sin duda no está de acuerdo. Un punto en discordia que aparece en todo el debate sobre la inmigración se refiere al papel de restringir la inmigración a fin de garantizar la integridad cultural.

Incluso si existen efectos secundarios asociados con la inmigración- bajo la forma de un “americanismo” reducido o en términos de una cultura menos vibrante y menos definida-no queda claro que estas externalidades sean recurribles, y mucho menos negativas.

Supongamos que hay una afluencia masiva de inmigrantes en Memphis, y que algunos están molestos porque esto hace que la ciudad sea menos “estadounidense”. Esta moneda tiene otra cara: Si me gusta vivir en un crisol de culturas- y a mí me agrada-¿no tengo menos derecho a que mi voz sea escuchada? Parafraseando a Virginia Postrel: En ausencia de un contrato explícito, esperar ser capaz de ejercer un poder de veto sobre las decisiones migratorias de otros porque usted siente que tiene derecho a un determinado conjunto de buenas costumbres culturales carece de sentido ético y económico. Si usted desea construir un barrio privado e incluir ciertos tipos de comportamientos en los contratos de compra-venta, adelante. Si desea tener un club privado y colgar un letrero que diga: “No se permiten inmigrantes” (o “No se permiten chicas”) adelante. No tengo derecho a decirle qué hacer con su propiedad honestamente adquirida. Por la misma razón, usted no tiene derecho a decirme qué puedo hacer con la mía.

Hay también hay una pregunta fundamental respecto de la libertad personal en juego. En la tierra del libre y el hogar del valiente, lo que otras personas decidan hacer con su propiedad honestamente adquirida no es de mi incumbencia. Si los dueños de una pizzería en Dallas desean dejar que la gente abone en pesos, es su negocio, no el mío. Si un conductor de autobús o el dueño de una tienda de comestibles en Detroit están dispuestos a aceptar la moneda canadiense, es su negocio. Si los propietarios de tiendas de conveniencia en los EE.UU. se niegan a aceptar monedas canadienses de 25 centavos, es su negocio. Si la gente quiere aceptar dinero del juego Monopoly, es su negocio. Tengo el derecho de opinar en todos estos escenarios. Carezco del derecho a obligar a otros a actuar de acuerdo a mis deseos.

Otros críticos de la inmigración afirman que la inmigración impone cargas sobre el Estado de bienestar, invocando la afirmación de Milton Friedman de que un país no puede tener simultáneamente tanto un Estado de bienestar como una inmigración abierta. Pero la acusación de Friedman era una crítica al Estado de bienestar, no una crítica a la inmigración. ¿Son los inmigrantes ilegales una carga para el Estado de bienestar? Sí. Pero también lo son los recortes impositivos. ¿Vamos a oponernos también a los recortes de impuestos por estos motivos? (Estoy en deuda con el filósofo Mark Lebar por este último punto.)

Por lo tanto, les digo a los inmigrantes: ¡Vénganse! Traigan a sus amigos. Traigan a su familia. Ayúdennos a restaurar unos Estados Unidos que fueron concebidos en libertad y dedicados a la proposición de que todos los hombres son creados iguales. Si ya te encuentras aquí, me alegro de que estés. Por favor, quédate un rato. Si acabas de llegar, bienvenido. Espero que te guste aquí tanto como a mí.

Traducido por Gabriel Gasave


Art Carden es Investigador Asociado en el Independent Institute y Profesor Asociado de Economía en la Samford University.