Washington, DC—Hay un momento, en las memorias del ex Secretario del Tesoro Henry Paulson, en el que, durante una discusión sobre el plan de salvataje financiero en el Capitolio, sucumbe a la tensión y sufre un ataque de arcadas enfrente de un senador.

El episodio es simbólico de lo que acontecía en el país: los espasmos de pánico con los que el gobierno actuaba para salvar a los grandes bancos y que Paulson narra con tono novelesco en “On the Brink”, su relato de la hecatombe financiera tras bambalinas. El testimonio está salpicado de instantes de miedo; una mañana confiesa a su esposa: “Todo el mundo me está observando y no tengo la respuesta. Siento mucho pavor”. El gobierno entero era presa del pavor. Y el resultado fue que entre el rescate de Bear Sterns, en marzo de 2008, y el de las empresas automotrices en diciembre del mismo año, una vertiginosa retahíla de salvatajes, nacionalizaciones y desesperadas inyecciones monetarias dieron al gobierno de Estados Unidos un control cuasi dictatorial de gran parte de la principal economía del planeta.

Solemos pensar en el estatismo como fruto del altruismo o la megalomanía. Pero aquí asoma una tercera causa: el miedo. El miedo primitivo. La idea de que pudiese dejarse a los ciudadanos y empresas en libertad de resolver sus asuntos durante la mayor crisis financiera desde los años 30´ resultaba terrorífica incluso para este creyente en el libre mercado, a quien, según nos repite con insistencia, le desagradaba lo que estaba haciendo. El temor era tan escalofriante que Paulson —y sus colegas del gobierno y de Wall Street— decidieron depositar una fe incondicional en el Estado, la institución que según el propio autor fue responsable de generar las condiciones que inflaron la burbuja inmobiliaria: el dinero fácil, los incentivos políticos para acceder a la propiedad de las viviendas y la incompetencia de los reguladores.

¡Qué fascinante retrato del instinto estatista en acción es este! Me pregunto cuántos momentos de crecimiento exponencial del Estado, demasiado remotos en el curso de la historia para que su drama interno pueda narrarse en detalle, fueron dictados por este tipo de miedo.

Otra fuerza en acción, por aquellos días, fue la ignorancia. Los distintos actores, incluidos el Presidente Bush, los dos partidos políticos, los reguladores y los jefes financieros, desconocían la mayor parte de la información. Sólo podían conjeturar, estimar y, por supuesto, temer. En ningún momento nos ofrece Paulson una explicación detallada —nombres, cifras— de lo que hubiese implicado dejar que uno de estos grandes bancos entrase en el proceso jurídico de quiebra en lugar de rescatarlo a costa del contribuyente. En verdad, no lo sabía. Su creencia de que sólo capturando a los bancos desde el Estado podría salvar al sistema financiero surgía de la incapacidad para ver cómo, en el complejísimo tejido de los mercados, una hebra se enlaza con otra: es decir, de la incapacidad para ver que el sistema estaba –comprensible, dolorosamente— tratando de purgar sus excesos. El sólo veía, atrapado en la psicología de la crisis, que todos desconfiaban de todos y que el crédito se estaba secando. Por eso presumía que permitir que un gigante cayese empeoraría gravemente las cosas.

Nunca podremos saber si para hoy el sistema financiero se habría recuperado y la confianza habría regresado en caso de que el gobierno hubiera dejado funcionar a la libre empresa: es decir, si hubiera permitido el natural proceso de quiebra de los insolventes, la absorción de los activos sanos por parte de compradores más competentes y la liquidación de las partes desahuciadas bajo señales claras.

Precisamente porque una mente no puede aprehender la laberíntica miríada de acciones individuales que es una sociedad, el socialismo falla. La ignorancia es el motivo por el cual el poder de un solo hombre es tan peligroso. Y, sin embargo, como este libro pone en atroz evidencia, cuanto menos sabe el gobierno, más siente la necesidad de intervenir y mandar. El propio Paulson admite que en sus conversaciones con Bush acerca de la burbuja crediticia que veía formándose nunca mencionó lo inminente: la crisis de las hipotecas.

Puedo dar modesta fe de ello. Como parte del grupo de Jóvenes Líderes Globales honrados por el Foro Económico Mundial de Davod, fui invitado a una conversación reservada con el Secretario Paulson poco antes del estallido de la burbuja. Le preguntamos acerca de los desequilibrios de una economía que estaba viviendo más allá de sus medios, en la que todo el mundo tenía crédito pero no ahorros. En su estilo afable, de abuelo decente, este hombre de intelecto brillante no mencionó ni una sola vez que se estaba gestando un desastre en el mercado de la vivienda a pesar de que —como ahora confirma— ya lo miraban fijamente a los ojos unos astronómicos 6,6 billones de dólares en títulos respaldados por hipotecas dudosas.

¿Por qué un gobierno tan ignorante de lo que acontecía sabría con tanta seguridad, apenas unas semanas después, que la mayor intervención del Estado en casi un siglo era la única solución? Tal vez porque el miedo puede más que la sed de conocimiento y de verdad.

(c) 2010, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.