Washington, DC—La revista The Economist advirtió a los brasileños la semana pasada que se cuiden de su “hubris” o ambición insolente, recordándoles que tienen un largo camino por recorrer para ser una gran potencia.

Muchas personas estudian por qué algunas naciones son pobres y otras ricas. Se estudia menos a los países que están a mitad de camino entre esas dos orillas. Observar a Brasil nos da pistas sobre la mentalidad de aquello que llaman “nación emergente”. El país corre el riesgo de confundir desarrollo, una condición socioeconómica, con “status”, que es la proyección y el reconocimiento del poder de un país.

Brasil parece confirmar el verso de Shakespeare: “Hay una marea en los asuntos humanos, que, si se la toma en la pleamar, lleva a la fortuna”. A este ritmo, su PIB será el quinto más grande del mundo en algo más de diez años, superando a Gran Bretaña en términos absolutos. El que sólo una cuarta parte dependa del comercio exterior la ha protegido de la hecatombe internacional reciente. El capital extranjero está excitado: Brasil recibió $45 mil millones de inversión extranjera directa el año pasado y Luiz Inacio Lula da Silva ha impuesto un infortunado gravamen del 2 por ciento sobre las abundantes adquisiciones extranjeras de bonos y acciones locales para que su moneda no se encarezca mucho.

Las ventas de empresas multinacionales como Petrobras, Vale, Gerdau, Odebrecht y el Grupo Votorantim superan el PIB de Paraguay. El país es autosuficiente en petróleo; las reservas marítimas descubiertas en la bahía de Santos lo convertirán en un exportador importante —algún día. Tras denunciar durante años al Fondo Monetario Internacional por ser una institución entrometida, Brasil es ahora un donante —digamos, un “entrometido”. Para colmo, será sede de la Copa Mundial de Fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos en 2016. No extraña que el Presidente esté eufórico.

Pero hay dos problemas. Primero: mientras que la economía de Brasil se vuelve de primera clase, su política sigue siendo tercermundista. Segundo: los líderes brasileños están impacientes por hacer de su país una potencia mundial antes de que sus ciudadanos lleguen a ser verdaderamente prósperos.

El primer defecto se manifiesta, de puertas para adentro, en un laberíntico sistema fiscal, rígidas leyes laborales y mercados de crédito a largo plazo controlados por el gobierno a través del BNDES, el politizado banco de desarrollo, así como en los periódicos escándalos que involucran al Partido de los Trabajadores y otros. A consecuencia de ello, la tasa de inversión equivale a apenas 20 por ciento del PIB, muy por debajo de países exitosos en similar etapa de desarrollo. La mediocridad de la política brasileña también incide en el hábito de dejar que un cierto "complejo" frente a Estados Unidos dicte su política latinoamericana: Brasil prefiere jugar el juego de Venezuela antes que fortalecer las fuerzas que intentan alejar a América Latina del populismo.

El segundo defecto –la premura por ser una potencia internacional con una economía que, medida por habitante, es menos de la cuarta parte que la estadounidense— muestra su cara en la Estrategia de Defensa Nacional, bajo la cual Brasilia comprará $20 mil millones en armamento a Francia y sostendrá un programa para producir y exportar tecnología y equipamiento militar a gran escala. El antiguo interés brasileño por las armas nucleares podría revivir. En materia diplomática, Brasil está obsesionado con un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y mandar lo más posible en organismos multilaterales.

No es claro que esto vaya a cambiar tras los comicios del año próximo. La candidata de Lula, Dilma Rousseff, actual Ministra de la Presidencia, está por detrás del gobernador de San Pablo, José Serra, del partido del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, cuyas reformas abrieron el paso a los éxitos actuales. Pero Serra no propone una reforma profunda y se enfrentará a una formidable oposición: la del propio Lula, que, fuera del gobierno y a la cabeza de su partido, podría verse tentado a exhibir la demagogia que los inversores originalmente temían cuando ganó en 2002.

A Brasil, país seductor y hechicero, le hace falta respirar hondo. Su objetivo debería centrarse en la reforma de su sistema político para que la prosperidad pueda ser algo más que una combinación de altos ingresos originados en los “commodities” y algunos productos manufacturados, y programas sociales como Bolsa Familia, una subvención repartida a once millones de familias. Los líderes deben moderar la insolencia de su ambición política –su “hubris”— antes de que ella se aleje demasiado de la realidad social y económica.

(c) 2009, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.