El Departamento del Tesoro—cuya misión se ha ampliado de manera ostensible hasta incluir la administración de las finanzas gubernamentales, la promoción del crecimiento económico y la estabilidad, y la provisión de certidumbre, fiabilidad y seguridad en los sistemas financieros—alcanzará su techo de endeudamiento (otra vez) a finales de año.

En el capítulo final de La Riqueza de las Naciones, Adam Smith sostenía que una vez que las deudas nacionales se han acumulado hasta alcanzar cierto grado, rara vez son saldadas. Los funcionarios del gobierno, sostiene Smith, son tanto renuentes como incapaces de tomar en serio a la deuda. No desean perder popularidad al incrementar los impuestos y nunca recortarán el gasto lo suficiente. En cambio, recurren a "malabarismos" a fin de empujar el problema de la deuda hacia el futuro y ocultar la totalidad de los gastos.

El "truco" más inapropiado que Smith pronosticó era el envilecimiento de moneda, “mediante el cual una verdadera bancarrota pública [es] disfrazada bajo la apariencia de un pretendido pago”. El presidente Obama y su equipo de asesores económicos harían bien en repasar el atemporal debate de Smith sobre los “malabarismos”, porque a pesar de la retórica sobre las “estrategias de salida” del presidente, más envilecimiento monetario parece ser el inevitable sendero de su política.

En verdad, la actual administración heredó un desastre del ex presidente Bush, pero en sus primeros nueve meses en el cargo, el presidente Obama no ha hecho nada para interrumpir el círculo vicioso de la ruina económica. En cambio, la ha acelerado. Los trucos que están siendo desplegados por Obama, como su esfuerzo de distraer a los votantes de los déficits sin precedentes históricos al hablar de “reducir a la mitad el déficit” y el tratar de alejar la atención de la crisis fiscal al concentrarse en el medio ambiente y la atención de la salud, son similares a las tácticas de Bush. Son tramoyas cuya eficacia está probada, empleadas por ambos partidos debido a que ocultan de los votantes los verdaderos costes del exceso gubernamental.

El envilecimiento actual se ha producido, en parte, porque es imposible mantener separados a la Fed del Tesoro, un problema que se ha tornado más grave desde la crisis financiera de 2008. Pero, como nos advirtieron muchos economistas del siglo 20—en tanto estas instituciones existan—permanecerán enmarañadas. Por ejemplo, el ganador del Premio Nobel de economía de 1974, F. A. Hayek, a menudo advertía que la danza de la política monetaria se estaba convirtiendo en el ejercicio de “asir a un tigre por la cola”. James Buchanan, el economista ganador del Premio Nobel de 1986, alertaba sobre el legado político de la economía keynesiana como el productor de una “democracia en déficit”. Economistas como Smith, Hayek y Buchanan han sido consistentes al argumentar a favor de las restricciones al gobierno porque un gobierno incapaz de limitarse amenaza con destruir el futuro económico de sus ciudadanos.

Existe una alternativa a tales trucos. Si realmente fuese implementado, el repudio de la deuda podría evitar que la gente fuese engañada una y otra vez en el futuro. En lugar de incurrir en dolorosos y graduales impuestos inflacionarios, preferiríamos ver que los políticos confiesen todo. Las deudas serán borradas de una vez por todas, y la legitimidad del Estado, de una sola vez, puesta en tela de juicio. En lugar de erosionar las obligaciones de la deuda mediante la inflación, la deuda podría ser repudiada a través de un procedimiento de quiebra. Al igual que los casos de bancarrota individual, el gobierno de los Estados Unidos admitiría que es incapaz de pagar las deudas existentes. El repudio obliga a los futuros políticos a comprometerse de manera creíble a implementar políticas económicas más sanas y, tal vez, ayudaría a evitar futuros ciclos de déficits, deuda y envilecimiento.

Por supuesto, nuestro llamado a un repudio de la deuda no es novedoso. Como muchas buenas ideas en economía, Adam Smith estaba allí mucho antes que nosotros. “Cuando se vuelve necesario para un Estado declararse en quiebra... una bancarrota justa, abierta y reconocida... es al mismo tiempo menos deshonrosa para el deudor y menos perjudicial para el acreedor”, sostenía. En otras palabras, cuando llega la tormenta financiera—y llegará—los malabares deben cesar.

Traducido por Gabriel Gasave