Si usted es dueño, inversor, proveedor o empleado de General Motors Corp., apostaría a que actualmente lamenta que GM no fuera obligada a solicitar protección bajo el Capítulo 11 de la ley de bancarrota de los Estados Unidos cuando sus horrendos resultados financieros alcanzaron los titulares de los periódicos hace algunos meses-. Probablemente usted lamente aún más su aceptación de decenas de miles de millones de dólares en concepto de un salvataje financiero del gobierno federal, que la proporcionó a la empresa una infusión de capital financiada por los contribuyentes que solamente demoró lo inevitable y predeciblemente incluía onerosos condicionamientos burocráticos.

Años de malas administraciones, reforzados por una generosa indemnización para sus trabajadores sindicalizados y por los estándares nacionales de ahorro de combustible que obligaron a las automotrices estadounidenses a producir vehículos que pocos consumidores deseaban adquirir mientras la gasolina se mantuviese barata, incrementaron los costos de producción de GM a niveles insostenibles en un mercado globalmente competitivo. En vez de tomar las duras decisiones que podrían haber restaurado la rentabilidad si se las implementaba a tiempo, los directivos de la compañía pergeñaban chanchullos mientras una gran empresa estadounidense se incendiaba.

Demostrando que uno debería ser cuidadoso con lo que pide, los directivos de GM viajaron a Washington con la mano extendida, primero en un jet privado y luego, tras el aluvión de críticas, en un vehículo ecológico. El lastimoso espectáculo de los ejecutivos de GM rogándole al Congreso ayuda financiera representó un importante cambio de suerte para una empresa que alguna vez fue el mayor fabricante del mundo. Durante las décadas de 1950 y 1960, antes de ser desafiada seriamente por los competidores extranjeros y temiendo que el Departamento de Justicia de los EE.UU. la acusara de monopolizar de manera ilegal las ventas internas de automóviles, GM mantuvo intencionalmente elevados sus precios y eludió otras oportunidades rentables para evitar que su participación en el mercado excediese del 55 por ciento.

La administración de GM obtuvo casi todo lo que había pedido—y más de lo que regateó. A cambio de los préstamos “temporarios” y otras formas de “inversión” de los contribuyentes, tales como las compras de acciones preferidas, el gobierno federal esencialmente asumió el control de la empresa y comenzó a tomar decisiones. El primer zapatazo voló cuando el presidente de la firma fue destituido y reemplazado por el rubicundo muchacho de la administración Obama, Fritz Henderson. Al hacerlo, los burócratas asumieron la responsabilidad por la toma de decisiones empresariales que deberían haber sido delegadas en el directorio de GM. Washington ha impuesto también límites sobre las compensaciones a los ejecutivos en la “nueva” General Motors, una tarea que en las empresas privadas del mismo modo recae, por el voto de la mayoría, sobre los hombros de los miembros del directorio.

Más recientemente nos hemos enterado de que el “zar automovilístico” del presidente Obama, Steven Rattner, ha propuesto controlar minuciosamente la línea de productos de GM. Sosteniendo que la división Chevrolet de la compañía comercializa exactamente los mismos vehículos, el Sr. Rattner podría reemplazar el juicio de los consumidores por el suyo al ordenar que GM deje de producir los vehículos deportivos utilitarios (SUV en inglés) y camionetas que llevan el símbolo GMC.

No sorprende demasiado entonces que, siguiendo a los bochornos asociados con las revelaciones sobre evasión del impuesto a las ganancias por parte del Secretario del Tesoro Tim Geithner y el elegido para ocupar el cargo de titular de la Secretaria de Salud y Servicios Humanos, Tom Daschle, el propio zar del automóvil pueda estar implicado en los pagos de comisiones indebidas para la adjudicación de inversiones del fondo de pensiones del Quadrangle Group, que actualmente están siendo investigados por el Fiscal General de Nueva York.

Un inversor en una firma privada que considera que sus gerentes van a llevar a la empresa en una dirección que comprometerá su rentabilidad en el largo plazo puede vender su parte y salirse del negocio, incluso con una pérdida de capital, y evitar así reducciones adicionales en su patrimonio. Los contribuyentes que ahora son “dueños” de General Motors no tienen esa opción. Están atrapados en las consecuencias del control del gobierno federal. Tal vez el zar automovilístico—o su sucesor—pueda resucitar a GM y crear una empresa más pequeña capaz de competir eficazmente en el nuevo y aguerrido mundo del automóvil que sobreviva al actual descalabro económico.

Pero cualquier estadounidense que haya visitado recientemente una oficina de correos y lidiado con las largas colas, el incremento en el franqueo, la amenaza de un reparto reducido y el pobre servicio en general no será tan ingenuo. Hubiese sido mucho mejor reconfigurar a GM bajo un proceso de bancarrota ordenado, sujeto al Estado de Derecho, que entregarle su administración a los burócratas, cuyas facultades discrecionales son más vulnerables a la influencia política que a los deseos de los consumidores o a los numerosos grupos interesados en la suerte de la compañía

En el funcionamiento de una robusta economía privada, la libertad de fracasar es tan importante como la de triunfar. Si GM no puede sobrevivir sin dadivas, por doloroso que sea, debería quebrar.

Traducido por Gabriel Gasave


William F. Shughart II es Asesor de Investigación Distinguido e Investigador Asociado Senior en the Independent Institute, J. Fish Smith Professor in Public Choice en el Jon M. Huntsman School de Business en Utah State University, dirigió Taxing Choice: The Predatory Politics of Fiscal Discrimination (Transaction, 1997) y The Economics of Budget Deficits (Edward Elgar, 2002).