La auto-impuesta pobreza de la economía

1 de December, 2000

La vida es algo más que un juego, y los seres humanos son más que estrategas gobernados por reglas. Los valores morales son posibles. La auténtica lealtad a tales valores es posible.

¿No le parece que esto es algo demasiado obvio como para tener que debatirlo? Tal vez no.

En The New Republic (5 de junio de 2000), el muy brillante y filosóficamente astuto Profesor Peter Berkowitz de la Escuela de Leyes de la George Mason University comentó el interesante libro de Eric A. Posner, Law and Social Norms (Harvard University Press, 2000).

El libro de Posner es esencialmente una traducción al lenguaje económico de las cuestiones éticas y políticas de la vida humana. Posner se propone demostrar que, empleando solamente las herramientas de la economía científica (o aún más ceñidamente, las de la teoría de los juegos), podemos explicar por qué los individuos actúan del modo que lo hacen.

¿Por qué, por ejemplo, los individuos cumplen con sus compromisos para con los demás aún en desmedro de oportunidades para “hacer progresar” sus intereses “mediante lo que los teóricos de los juegos denominan “deserción” o ‘comportamiento oportunista,’ o lo que la gente común llama mentir, engañar y robar”?

El análisis realizado por Berkowitz es perspicaz, y expone bastamente, en vez de adaptarlas, a las quejas escuchadas comúnmente en contra del reduccionismo económico. Explica que en verdad hay un rol mayor para la ética y la política, en su mejor expresión, que el de la mera resolución y seguimiento de estrategias estrechas a fin de percatarnos acerca de qué es lo que uno desea en la vida. “Mientras seamos pequeños,” concluye, “la teoría de los juegos puede explicar qué es lo que hacemos; pero no tan sólo somos pequeños.”

Los economistas, como otros científicos sociales, están siempre buscando alguna explicación integral y unitaria del comportamiento humano, una que emule a las ciencias naturales, especialmente a la física. Lo que ellos desean es la segura previsibilidad de un fenómeno regular, un motivo o impulso básico para explicar por qué los individuos hacen lo que hacen; y esperan que esa explicación, una vez alcanzada, sea exhaustiva.

Usualmente el motivo predilecto es el deseo de prosperar, aún a pesar de que el significado de la prosperidad puede variar tremendamente de persona en persona, de edad en edad, y de región en región alrededor del mundo. En tanto que, tan sólo para asegurarse que lo abarca todo, el economista tiende a definir a la prosperidad como la obtención de lo que uno desea obtener. De esta forma, toda meta buscada es ipso facto una meta económica.

Posner propone que el esquema explicativo que él traza, basándose en la economía y en la teoría de los juegos, pueda tener un sentido completo e integral de la ética y de la política. La ética y la política pueden no parecer equivalentes al simple pensamiento y comportamiento económico, pero en verdad son expresiones que apenas difieren entre sí de la misma motivación: los individuos hacen lo correcto porque eso les dará lo que desean, y cumplirá sus deseos concretos, ya sea en el corto o en el largo plazo.

Las leyes y las normas sociales no son otra cosa que prácticas corrientes que nos ayudan a andar nuestro camino; son estrategias para vivir. Las acciones que parecen suministrar evidencia de un compromiso moral son, en realidad, conforme Posner, sólo “regularidades del comportamiento” emprendidas “para mostrar que somos socios deseables en los emprendimientos cooperativos. La deserción en los emprendimientos cooperativos es disuadida por el temor a dañar la reputación. . . . Las personas que se preocupan por los resultados futuros no solamente se resisten a la tentación de engañar en una relación; ellas recalcan su habilidad para resistir a la tentación de engañar mediante el cumplimiento de estilos de vestir, de expresarse, de comportarse, y de discriminar. Las regularidades del comportamiento resultantes, a las que describo como ‘normas sociales,’ pueden mejorar o disminuir grandemente el bienestar social.”

Hasta aquí, plausible. Ciertamente la acción humana es, al menos, deliberada; perseguimos fines y desplegamos los medios para alcanzarlos. Pero como lo observa Berkowitz, Posner parecería no sólo estar gratuitamente traduciendo la “sabiduría de los tiempos” al lenguaje de la teoría económica, sino también estar afirmando, “Con Maquiavelo, que es más importante parecer bueno que serlo.” Un corolario parecería ser el de que la moralidad es un espejismo o, en palabras de Berkowitz, “al menos un discurso que puede ser reducido a algo más fundamental y que no sea moral en su totalidad.”

Con el profundo compromiso moral vedado de la foto, también lo están sus encarnaciones obvias; de esta manera Posner, escribe Berkowitz, puede desempeñar “la destacable hazaña de escribir un capítulo entero sobre el matrimonio y la familia sin tan siquiera mencionar al amor.” Su postura falla de esta manera en capturar la riqueza de las motivaciones humanas y, al final, su vacuo.

Si lo que nos conduce es el deseo de tener satisfechos nuestros deseos, no aprendemos nada respecto de por qué existen deseos tan extremadamente variados “conduciendo” a los individuos. Es en verdad una ciencia extraña la que ofrece la misma supuesta explicación tanto para el ladrón de bancos como para el ejecutivo de la entidad, tanto para el asaltante como para el productor, y sin embargo esa es la forma en la que tiende a ser la explicación económica del comportamiento humano.

¿Dónde está la Inmoralidad?

Es también extraño, que la consideración de la moralidad del economista deje poco lugar para la inmoralidad. Uno está invitado a suponer que cuando las personas mienten, trampean, engañan, cometen fraude, matan, violan, asaltan, etc., de alguna manera han simplemente calculado o juzgado incorrectamente la estrategia adecuada.

La economía reduccionista de Posner no tiene espacio para la elección (excepto en la medida que la misma sea introducida dentro de la discusión en contradicción con los términos de esa discusión.) Pero una comprensión de buena fe de la ética y de la política exige un reconocimiento de las genuinas elecciones que los seres humanos confrontan.

Si uno debe ser honesto, debe ser también cierto que uno podría ser tanto honesto como deshonesto. Si uno debe cuidar de sus propios hijos, debe ser también cierto que uno podría cuidar o despreocuparse de ellos. Y realmente, sabemos lo suficientemente bien que ese es el caso: muchas personas actúan como deberían hacerlo y muchas otras no.

Pero debido a que este tipo de economía, la teoría de la elección racional y la teoría de los juegos fallan en tomar plena consideración de la moralidad y de la posibilidad de elegir, teóricos como Posner borran a la moralidad de la pizarra y la reducen a un mero cálculo. Incluso la justicia, sobre esta base, puede ser reducida a lo que le trajo tantos problemas a Sócrates por argumentar en su contra, a saber, “la ventaja del más fuerte.”

Tal entendimiento de la ética y de la política enfrenta también el problema de explicar por qué le importaría a alguien aparentar ser bueno, si la capacidad de ser genuinamente bueno, no es otra cosa que un mito enlistado para propósitos estratégicos.

Si es un mito que uno puede ser invisible o levitar, ¿qué beneficio obtiene alguien que logra simular que posee tales habilidades (que no sea el limitado valor con fines de entretenimiento del que se benefician los magos)? No existe ningún beneficio. Pero las personas sensibles creen en las posibilidades morales (experimentan por sí mismos esas posibilidades), y es por eso que fingir una fibra moral al menos puede ser sucintamente estúpido incluso para aquellos que no creerían en su poder para levitar. Del mismo modo que es hipócrita el cumplido de que el vicio es provechoso para la virtud, es fingido como bueno el cumplido de que la presuntuosidad genera la moralidad.

A pesar de su perspicacia critica, el análisis que Berkowitz hace del trabajo de Posner falla en suministrar un relato de por qué los economistas tienen un problema tan serio con la ética correctamente entendida—es decir, no como un mecanismo estratégico sino como una guía de principios para la acción, la que nos faculta a vivir una adecuada vida humana.

Interesantemente, es el padre de la ciencia económica a quien podemos acudir para que nos ayude [p. 40] a comprender este problema. En La Riqueza de las Naciones, Adam Smith destacó que aún en su época, la virtud moral era considerada como desconectada de la felicidad de los mortales y de la buena vida:

La antigua filosofía moral proponía investigar en qué consistía la felicidad y la perfección de un hombre, considerado no solamente como un individuo, sino como miembro de una familia, o de un estado, y en la gran sociedad de la humanidad. En esa filosofía, los deberes de una vida humana eran tratados como serviles a la felicidad y a la perfección de la vida humana. Pero, cuando la moral así como también la filosofía natural pasó a ser enseñada solamente como supeditada a la teología, los deberes de la vida humana fueron tratados sobre todo como subordinados a la felicidad de una vida por venir. En la filosofía antigua, la perfección de la virtud se encontraba representada como necesariamente productiva para la persona que la poseía, de la felicidad más perfecta en esta vida. En la filosofía moderna, la misma era frecuentemente representada casi siempre como inconsistente con algún grado de felicidad en esta vida, y el paraíso debía ser ganado mediante el sufrimiento y la mortificación, no por medio de la conducta de un hombre liberal, generosa, y espirituosa. Por lejos, la más importante de todas las distintas ramas de la filosofía se volvió de esta manera la más corrupta. (Random House, 1937, p. 726)

Smith observaba que cuando la moralidad, o la ética, es concebida junto con líneas que podían ser plenamente cumplidas en la obra de Immanuel Kant—quien negaba que cualquier cosa realizada a fin de hacer progresar la propia causa pudiese tener significado moral—el pensamiento moral no puede abrazar a la virtud de la prudencia, o a la sabiduría practica. (No obstante en sentido amplio, ninguna virtud moral puede ser construida o justificada en relación con el propio bienestar y progreso del sujeto actuante.)

Pero la prudencia—reconocida ciertamente como una virtud prominente en la ética de Sócrates y de Aristóteles—abriría un amplio espacio para una concepción ética de gran parte de la actividad económica. Mientras que la prudencia puede que no sea la más alta de las virtudes en la vida humana, la acción económica es bien entendida como una expresión de la misma (así como también de virtudes tales como la honestidad, la integridad y la justicia).

Sin embargo, si expulsamos a la prudencia del ámbito de la moral, todo lo que los economistas pueden hacer para volver respetables al comercio y a la actividad empresarial es colapsarlas, junto con el resto de la vida, en expresiones de funciones cuasi fisiológicas al estilo Hobbes (lo que es, al final, lo que hace Posner, y lo que Berkowitz encuentra como tan objetable).

Si la búsqueda de valor económico fuese considerada como lo que es, tan moralmente legítima como cualquier otro emprendimiento humano, el economista no estaría tan tentado, ya sea en defensa propia o como revancha, de erradicar a la moralidad de las actividades humanas y de reemplazarla en su lugar por una construcción de la teoría de los juegos.

Si la visión mecanicista del mundo de muchos economistas es en parte una respuesta a la reformulación kantiana de la teoría moral, la filosofía kantiana fue en sí misma un intento por escapar de los dilemas generados por la metafísica del mecanicismo.

Para Aristóteles y otros filósofos morales, el crecimiento y el progreso propios eran cosas respecto de las cuales un individuo debía ejercer su voluntad de alcanzarlas; las mismas no eran automáticas. Y por lo tanto, el cuidado de uno mismo podía ser visto como una virtud moral, una elección, una práctica esforzada por la que debía concederse crédito.

Pero cuando la noción que comenzó a predominar fue la de que los seres humanos se comportan exactamente igual que el resto de la materia en movimiento en el universo, el libre albedrío fue impactado. Hobbes, un materialista del orden más alto, se pasó la vida negando su realidad; debatió el tema hasta el día de su muerte. En su lugar, propuso un impulso por la auto preservación, algo que lucía muy próximo al movimiento determinista de la materia. La auto preservación, en esta visión, está directamente impulsada por las causas antecedentes; el sujeto actuante no posee ninguna opinión autónoma real sobre la cuestión; él tan solo puede someterse. Obviamente, tal ineluctable sumisión no puede recibir ningún crédito moral.

Kant no podía aceptar esta destrucción de la responsabilidad moral. Pero en el proceso de rescatar a la dimensión moral de la vida, no abandonó la noción hobbesiana de que todos nos encontramos naturalmente conducidos por la auto preservación.

Lo que él proponía era solamente que podemos escapar de ese impulso natural y escoger un curso de acción diferente—un curso moral. Si tratamos a las cosas imparcialmente, sin consideración alguna por cualquier impulso o motivo personal, y si nos apartamos de una “insensibilidad muerta” para desempeñar una acción “solamente por el deber y sin ninguna inclinación,” nuestra acción es ahora moralmente digna de ser alabada. Con este cambio, la moralidad fue de algún modo “rescatada,” pero rescatada a expensas de la relevancia de la vida y del progreso individual. Esta era la clase de separación de la que Smith estaba informando, aún antes de que la “solución” final de Kant apareciera en la escena.

Posner y Berkowitz, cada uno de manera muy distinta, aceptan confrontar A la moralidad con el bienestar individual. Para Berkowitz, el defecto del universo de la teoría de los juegos es que la misma “permite explicaciones de la conducta humana solamente en términos del propio interés racional.” Y es suficientemente cierto que podemos actuar en contra de nuestros propios intereses (y también de que podemos actuar irracionalmente.). Pero el problema más fundamental del universo posneriano es el de que el mismo se basa en la premisa de una concepción del interés propio demasiado estrecha, no permitiendo en su alcance a los valores morales que pueden constituirlo y animarlo. Una concepción rica del progreso individual comprendería seguramente a todas las virtudes como al honor, a la integridad, al compromiso, etc. La prudente preocupación por uno mismo no es inherentemente contraria a cualquiera de ellas, ni para la atención de los “instigadores de la conciencia.”

No es este el lugar para tratar todos los problemas que surgen con la “solución” kantiana o con el cientificismo que yace tras las perspectivas hobbesianas y posnerianas. Es suficiente con destacar que una comprensión más rica y más robusta, no tan solo de las cuestiones humanas sino también de la propia realidad—una que no procure reducir todo a una sola cosa—iría mucho más lejos en remediar esas cuestiones.

Tal clase de comprensión dejaría un amplio espacio para la virtud moral de la prudencia y en consecuencia para la tarea de que cada individuo cuide de su prosperidad. Los economistas pueden enseñarnos mucho sobre eso, y pueden sentirse orgullosos de hacerlo.

Traducido por Gabriel Gasave

  • (1939–2016) fue Investigador Asociado en el Independent Institute y Profesor R.C. Hoiles de Etica Emprersarial y Libre Empresa en la Chapman University.

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