Las expectativas en torno a la inminente reunión de los líderes del Grupo de los Veinte (G-20) en Londres se centran en el “rediseño” del sistema financiero. Qué miedo. Como esos excesos fueron mayormente provocados por el Estado, el G-20 haría bien en concentrarse en limitar la capacidad de los gobiernos de inflar futuras burbujas.

La burbuja inmobiliaria fue hija de la Reserva Federal, que fabricó dinero –y por tanto crédito— no justificado por la actividad económica. En 2001, en respuesta al pinchazo de la burbuja de las empresas “punto com” y a los atentados contra las Torres Gemelas, la Fed disminuyó el objetivo de la tasa de interés del 6,5 al 1,75 por ciento; para junio de 2003, el objetivo había bajado al 1 por ciento. En ese periodo clave, la Fed tuvo que aumentar la oferta de dinero a un ritmo de entre 5 y 10 por ciento para que la tasa de interés cayera al nivel deseado. Ello repercutió, a su vez, en la bajada de las tasas hipotecarias.

Esta alquimia monetaria no fue diferente, en esencia, a la que condujo al “crack” de 1929: durante la década de 1920, la oferta de dinero creció en total más de 60 por ciento. Tampoco se diferencia mucho de la que provocó la depresión de 1893, tras la ley Sherman Silver Purchase mediante la cual el gobierno inyectó dólares en la economía a través de la compra de plata.

El ex Presidente de la Fed, Alan Greenspan, sostiene que los ahorros extranjeros, y no él, fueron los verdaderos culpables de la reciente burbuja porque los chinos inyectaron demasiado dinero en los EE.UU. comprando bonos del Tesoro. Pero es la Fed, no los chinos, la que establece el objetivo de la tasa de interés estadounidense. Si seguimos la propia lógica de Greenspan, la Fed podría haber mantenido un objetivo más alto y, para evitar la caída de los intereses, retirado del sistema el exceso de dinero invertido por los chinos.

Otro factor detrás de la burbuja inmobiliaria fueron los incentivos y disposiciones con los que el Estado empujó a los bancos a otorgar préstamos a quienes no podían pagarlos. El incentivo más grande fueron Freddie Mac y Fannie Mae, criaturas estatales que compraban hipotecas de los bancos y las revendían con garantías. Entre las disposiciones estatales que obligaron a dar créditos a gente poco solvente está la Ley de Reinversión en la Comunidad, reforzada por el Congreso en 1999. Y qué irónico que la práctica de empaquetar hipotecas para venderlas a inversores —la tan condenada “titulización” relacionada con la burbuja inmobiliaria— fuera originalmente un acto del Estado: fue el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano el que creó, en 1970, el primer título valor basado en hipotecas.

Antes de inventar nuevos reglamentos, el G-20 debería recordar cuánta reglamentación ya existe y lo ineficaz que ha sido. Hace pocos meses, en el National Post de Canadá, Pierre Lemieux, de la Université du Quebec, enumeraba las normas y organismos que ya regulan el sistema financiero. La lista incluye las enormes facultades concedidas a la Corporación Federal de Seguro de Depósitos en 1991 y 2002; la Ley Sarbanes-Oxley que amplió la autoridad de la Comisión de Valores y Bolsas; la obligación de las firmas financieras de valuar sus activos según los precios actuales en el mercado sin importar cuán subvalorados puedan estar temporalmente; los 31 tipos de reglamentos aplicados por la Fed y el enorme aumento del presupuesto de todos los organismos reguladores en los últimos cinco años.

Cada crisis anterior generó una montaña de reglamentos, y el mercado, mediante la innovación, encontró modos de estar dos pasos por delante de ellos. ¿Cuándo termina esto? ¿Cuando el gobierno nacionalice la totalidad del sistema financiero? No, ni siquiera entonces, pues la respuesta sería ¡un gigantesco mercado negro!

El Estado también contribuyó a la crisis con el antecedente de haber rescatado bancos irresponsables en el pasado. Ninguna disuasión reglamentaria es más poderosa que el temor a la quiebra. Esa disuasión ha sido en la práctica retirada de una vasta porción del sistema financiero. Pienso en la ridícula situación de American International Group (AIG), la aseguradora recientemente rescatada por el Estado. Se desató un escándalo cuando los políticos se enteraron de que AIG había usado parte del dinero recibido de manos del Estado para hacer pagos a poderosos bancos estadounidenses y extranjeros. Pero ¿acaso el rescate del AIG no estuvo basado en la premisa de que si esta empresa quebraba iba a arrastrar a toda clase de bancos importantes a los que les debía mucho dinero?

Hace unos días, el profesor Kevin Dowd de la Nottingham University dio en Londres una conferencia sobre la crisis financiera. Dijo que para el economista clásico “desperdicio” es un autobús repleto de economistas keynesianos que se avecina a un precipicio pero en el que todavía quedan algunos asientos vacios. Para evitar la tentación de actuar como “keynesiano”, el G-20 haría bien en tener este chiste presente.

(c) 2009, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.