Washington, DC—Varios pesos pesados de la derecha se han unido a la izquierda para pedir una nacionalización temporal de los bancos que están en graves aprietos en los Estados Unidos. Entre ellos se encuentran el ex Presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, el senador republicano Lindsey Graham, el consultor y profesor Nouriel Roubini y el ex Secretario del Tesoro James Baker.

Se equivocan: La nacionalización añadiría a las fechorías de ciertos banqueros el agravante de una expropiación, patearía a los contribuyentes en el estómago y haría de un modo enrevesado y tortuoso lo que el mercado puede hacer rápidamente.

El descalabro del sistema bancario es indudable. Las pérdidas potenciales de los bancos estadounidenses por malos préstamos y títulos valores inservibles representan casi 2 trillones de dólares (trillones en el sentido anglosajón). La respuesta dada por dos gobiernos consecutivos –préstamos, inyecciones de capital y garantías del Estado— no ha despertado confianza. Los mercados saben que los bancos están ocultando el valor de sus activos tóxicos al no venderlos a los precios bajísimos que ofrecen los inversores.

El motivo que se invoca para no permitir que el Citigroup, el Bank of America, Wells Fargo y otros entren en bancarrota es que el crédito debe seguir fluyendo para evitar que la recesión derive en una depresión. Pero ese razonamiento está al revés. El crédito no es el padre sino el hijo de la prosperidad económica. Garet Garrett, el gigante intelectual de la década de 1930, lo resumía de este modo en “A Bubble That Broke the World”, su obra clásica sobre la burbuja crediticia que condujo a la Gran Depresión: “Desde el comienzo del pensamiento económico se ha entendido que la prosperidad se origina en el incremento e intercambio de riqueza y que el crédito es su producto”.

Todos sabemos que en años recientes los estadounidenses vivieron más allá de sus medios, ahorrando muy poco y endeudándose mucho. Si ahora esto se entiende fácilmente, ¿por qué es tan difícil darse cuenta de que una expansión del crédito inducida por el gobierno, en un momento en el que los hogares estadounidenses están por fin procurando cancelar sus deudas y ahorrar para el futuro, sólo servirá para prolongar el problema?

En enero, la tasa anualizada de ahorro de los EE.UU. fue la más alta desde que comenzaron a llevarse registros mensuales en 1959. ¡Eso debería ser motivo de regocijo! Es cierto: las empresas necesitan crédito y consumidores. Pero hay dos maneras de conseguirlos. Una es mediante salvatajes financieros y nacionalizando la banca —y pagando luego un precio catastrófico por ello. La otra es permitiéndole al sistema financiero purgar los bancos insolventes y los activos inservibles, y concediéndoles a los consumidores un poco de tiempo para volver a llenar sus arcas.

Pocas cosas dañan más la reputación del sistema de libre empresa que transferir a los contribuyentes las pérdidas de los banqueros. El modo de resolver esta crisis es permitir que los bancos “zombis” prosigan su camino al infierno, que los bancos que necesitan reestructurarse comiencen a hacerlo y que aquellos que se encuentran en posición de llenar el espacio dejado por las instituciones quebradas lo ocupen cuanto antes. Después de todo, una mayoría de los casi nueve mil bancos estadounidenses, incluidas muchas instituciones financieras regionales, no se abandonaron a la farra crediticia de años recientes: hoy les encantaría aprovechar la ocasión de ampliar sus cuotas en el mercado bancario.

Le pregunté a Michael Rozeff, un experto en finanzas y profesor emérito de la State University of New York, si una solución de mercado interrumpiría el crédito. “Las autoridades federales y estales”, me respondió, “deberían autorizar de inmediato el ingreso de nuevos bancos al mercado. Estos nuevos bancos pueden movilizar las inmensas sumas de dinero actualmente atrapadas en cuentas vinculadas a bonos de corto plazo y letras del Tesoro. Pueden asumir los préstamos para el consumo, incluidos créditos para autos e hipotecas, de los bancos más antiguos. El crédito no se interrumpiría en absoluto”.

Los bancos que se declararan en quiebra serían reestructurados a través de la Corporación Federal de Seguros de los Depósitos Bancarios (FDIC son sus siglas en inglés) a fin de preservar los depósitos del público, garantizados por el Estado. Los acreedores y los distintos bancos solventes absorberían varias de las sucursales y los activos servibles de las instituciones quebradas; los activos devaluados serían vendidos al precio que decidieran los mercados, por bajo que fuese.

Obviamente, al estar en quiebra los accionistas perderían sus bancos y los tenedores de bonos (los acreedores de los bancos quebrados) probablemente recibirían una “poda” porque la prioridad sería proteger los depósitos del público —tal como ocurriría en el caso de una nacionalización, pero sin en el gravoso costo de la intervención estatal.

Aquellos que piden que el Estado pase a adueñarse de los bancos que están en problemas señalan a Suecia como ejemplo de nacionalización bancaria exitosa en la década de 1990. Le pregunté a Fredrik Erixon, el economista sueco que dirige el European Center for International Political Economy, si estaba de acuerdo. “La política sueca”, respondió, “tuvo muy poco que ver con una nacionalización: no más del 15 por ciento del crédito total del país terminó en bancos del Estado”. El gobierno rescató a un banco que ya poseía (Nordbanken) y tan solo adquirió un banco regional (Gota Bank).

Siendo ese el caso, ¿puede señalarse seriamente a Suecia como modelo para una eventual nacionalización del sistema financiero de los Estados Unidos? >/p>

(c) 2009, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.