Herbert Hoover convirtió a una mundana recesión en el mayor desastre económico de la historia moderna—la Gran Depresión. Desafortunadamente para todos nosotros, George W. Bush está encaminado a seguir el mismo sendero.

Las recesiones periódicas son el precio necesario para la abundante cosecha del sistema capitalista. La gente y los empresarios no son perfectos, y la oferta y la demanda se desequilibran muy a menudo. En ausencia de interferencia gubernamental, a su tiempo, el mercado retornará al equilibrio. Debido a que la oferta temporalmente excede a la demanda, los salarios, los precios y la inversión empresarial deben caer a fin de restaurar el equilibrio.

Sin embargo, desde la época de Hoover—irónicamente debido en parte a la monstruosa catástrofe económica que ocasionó—los estadounidenses esperan que el gobierno venga galopando al rescate ante cualquier desaceleración económica. De algún modo esperan que el gobierno sea más perfecto que el aceptadamente imperfecto mercado—después de todo, el sector privado ha sido ladeado. No obstante, en virtud de que el gobierno está apostando con el dinero de otros y las empresas privadas están empleando el propio, los mercados, no los burócratas, usualmente toman mejores decisiones económicas.

Los presidentes, las legislaturas y el público en el siglo 19 reconocían estos hechos y no esperaban que el gobierno interfiriese en la economía en vanos intentos por corregir los problemas económicos. Sabían que el mercado se auto-corregiría tal como lo hizo siempre.

Hoy día, los estadounidenses rutinariamente esperan que los políticos mejoren los padecimientos de la economía y rescaten a las empresas y ciudadanos por las malas decisiones económicas—una expectativa creada por el masivo entrometimiento gubernamental de Woodrow Wilson en la economía de los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial y las intervenciones de Hoover y su sucesor Franklin Delano Roosevelt (FDR como se lo conoce en inglés) más tarde. Así, en ese espíritu, la creencia convencional actual es que Hoover hizo demasiado poco respecto de la recesión económica hasta que FDR salvó las cosas con una masiva intervención del gobierno.

En verdad, Hoover hizo demasiado respecto de la recesión y las cosas fueron cuesta abajo desde entonces. En vez de permitir que los salarios, los precios y la inversión cayesen para restaurar el equilibrio en el mercado, Hoover forzó a las empresas a mantener altos los precios y la inversión, no obstante la disminución en la demanda de sus productos. Creó programas de empleos públicos que también mantuvieron elevados artificialmente los salarios y decretó un draconiano aumento en los aranceles que equivalió a declarar un guerra económica contra el mundo. Pero fundamentalmente, Hoover inundó el mercado con créditos aún cuando los excesivos incrementos en la oferta de dinero—mayormente durante el mandato y medio de su predecesor Calvin Coolidge—habían creado las condiciones en las cuales las empresas habían sido engañadas con una falsa sensación de prosperidad y de ese modo habían emprendido excesivas inversiones. La reducción de esa mala inversión había conducido a la recesión en primer lugar. Ahora Hoover estaba tratando de estimular artificialmente a la economía, lo que hizo al inevitable malestar económico incluso más grave. Entonces FDR llegó al cargo y continuó con la intervención gubernamental de Hoover en el mercado a una escala masiva. Al mercado nunca se le permitió corregirse hasta que los recursos fueron regresados desde el sector público al privado una vez que finalizó la Segunda Guerra Mundial; solamente entonces la prosperidad fue restaurada.

La misma equivocación de Hoover está siendo repetida en la actualidad. Inicialmente, Alan Greenspan continuó las laudables políticas monetarias restrictivas de Paul Volcker—designado por Jimmy Carter y responsable de la prosperidad de los años de Reagan tras una recesión inicial—y asistió en la prosperidad de los años de Clinton. Sin embargo, hacia finales de su mandato en la Reserva Federal, Greenspan comenzó a sembrar las semillas de la crisis actual al suministrar más efectivo a la economía. Ben Bernanke ha continuado esta desacertada expansión monetaria. En una economía ya repleta de efectivo, el gobierno está preocupado de que la gente y las empresas no consigan los créditos suficientes para sacar a la economía de su tedio; está actualmente socializando o rescatando a las instituciones financieras que otorgaron malos créditos y está adquiriendo la deuda mala para impulsar a los mercados crediticios. Esta masiva infusión artificial de dinero en efectivo en la economía—a un posible asombroso costo de $2,3 billones de dólares (aproximadamente el presupuesto del gigantesco gobierno federal para todo un año)—proporciona bienestar a los ricos y dificulta mucho más que el mercado se auto-corrija. En otras palabras, la acción gubernamental perfectamente puede haber convertido a una economía lenta en una caída catastrófica, al igual que hicieron Hoover y FDR.

Pero a estas alturas, la proeza está hecha y el mercado tendrá que luchar para corregirse a sí mismo. Podemos ahora referirnos a Washington como Hooverville. Desgraciadamente, la intervención del gobierno estadounidense en el mercado ha impulsado a otros países a rescatar a sus propios sectores financieros, probablemente propagando este cataclismo a otras naciones. Pero los gobiernos deberían evitar salvatajes adicionales o terminarán en una depresión que podría durar años.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.