Madrid -- A mediados de agosto el ex obispo católico Fernando Lugo comenzará su mandato en Paraguay. Según los despachos de prensa, lo asesoran sus amigos del gobierno uruguayo. Puede ser. En Uruguay manda una extraña coalición de izquierda en la que conviven (precariamente) demócratas y enemigos de la democracia, socialistas vegetarianos y comunistas violentos, como probablemente sucede en el bando que llevó a Lugo al triunfo electoral.

Tabaré Vázquez, además, aunque no ha sido cura, tiene un aura tranquila de párroco bueno que encaja a la perfección con el talante benévolo del señor Lugo y quizás consiga explicarle cómo ha logrado mantener el orden en una familia política tan abigarrada, contradictoria y disfuncional como la que dirige en Montevideo.

En todo caso, hubiera sido peor buscar la asesoría de los Kirchner. Lo último que se les puede preguntar a los peronistas es cómo se gobierna acertadamente. Llevan casi setenta años tratando de averiguarlo sin el menor éxito. Y también sería un despropósito caer en las redes de Brasil, nación con la que los paraguayos se preparan para un fuerte encontronazo. Lugo quiere multiplicar los ingresos que proporciona la hidroeléctrica de Itaipú, situada en la frontera entre ambos países, y esa factura tendrá que pagarla Brasil.

La tarea que Lugo tiene por delante, pues, es tremenda. Hereda un país profundamente corrupto y pobre, gobernado durante sesenta años por un partido con vocación totalitaria durante la larga era de Stroessner, y en el que una buena parte de las rentas nacionales se las han distribuido descaradamente algunos empresarios inescrupulosos y las clases políticas por medio de un modelo económico mercantilista muy conocido en América Latina: el populismo de derecha. Un engendro medularmente demagógico, de muy difícil desarraigo porque pudre el corazón de la sociedad, donde se combinan el nacionalismo, el proteccionismo y el clientelismo, como ocurría en México en la época del PRI, y como todavía acaece en Argentina, donde el peronismo más que un partido político es una adicción crónica a un tipo de estupefaciente moral.

¿Puede el señor Lugo mejorar la situación de Paraguay? Depende. También puede agravarla. El ex obispo ha declarado varias veces que es partidario de la teología de la liberación. Eso es muy peligroso. Ese galimatías socio-filosófico --hijo de un ménage à trois entre Marx, el Che y de una interpretación sesgada del Nuevo Testamento--, puesto en circulación por el cura peruano Gustavo Gutiérrez en los años setenta, culpable de que un sector de la Iglesia se manchara las manos de sangre y enviara irresponsablemente a la muerte a centenares de personas, no sirve para gobernar, ni para reducir la pobreza, ni para crear una nación más justa. Tratar de mejorar los problemas de la sociedad con esa visión de la realidad es como intentar curar a un paciente canceroso asándolo a fuego lento en una parrilla.

Casi seguro, al señor Lugo, cuando era cura, le dijeron, y él se lo creyó, que el gran problema de Paraguay era la injusta distribución de la riqueza. (Nadie le explicó que ésa era una consecuencia del problema, no la causa.) Y probablemente llegó a la conclusión de que la función de los políticos y de los gobiernos debe ser la distribución equitativa de la riqueza. ¿Por qué no quitarles una buena parte de sus bienes a los pocos que tanto tienen para repartirla entre los muchos que nada poseen? Al fin y al cabo, durante siglos ésa ha sido la lógica de una zona de la Iglesia (la zona más ignorante) y sigue siendo la explicación más extendida de la miseria que sufre el continente.

¿Cómo puede Paraguay transformarse en una democracia próspera? Sin duda, como lo han hecho todos los países que abandonaron el subdesarrollo: generando un denso tejido empresarial capaz de crear empleos cada vez más complejos que produzcan bienes y servicios con mayor valor agregado. Eso requiere educación, sujeción a la ley, instituciones adecuadas, equilibrios macroeconómicos, sosiego político, honradez, apertura, integración internacional, meritocracia, buenas políticas públicas, mercado, competencia y el resto de los rasgos y síntomas que diferencian el comportamiento de un país exitoso, digamos, como Irlanda, de un manicomio gobernado a gritos como la pobre Venezuela.

¿Emprenderá el señor Lugo el camino de Irlanda o el de Venezuela? Si se guía por los rencorosos disparates de la teología de la liberación, no hay duda de que el país seguirá la senda venezolana y entrará en una profunda crisis política y económica. Si prefiere mirar a Irlanda (o a Chile para no ir tan lejos), podrá servir a sus compatriotas más desvalidos, que es lo que aparentemente desea. No tengo la menor idea de lo que hará, pero con los años he aprendido que el optimismo suele ser la antesala de la frustración. Lamentablemente.