Cuando recientemente la Corte Suprema falló que la pena de muerte por violar a un niño era inconstitucional, los Jueces se basaron en la justificación de que era contraria a los “cambiantes estándares de decencia” en virtud de los cuales el Tribunal aplica la pena capital. Esa conclusión estaba basada en la creencia de la Corte de que el gobierno federal y 44 estados, incluidos 30 estados que tienen la pena de muerte, no imponen esa sanción para los casos de violaciones de niños. Lamentablemente, esa información era errónea. En 2006, el Congreso modificó el Código Uniformado de Justicia Militar a efectos de incluir la violación de niños en la lista de crímenes que cumplen los requisitos para la pena de muerte.

A pesar de este específico percance, sin embargo, en general la opinión de la sociedad estadounidense se ha ido apartando de la pena de muerte en los últimos tiempos. Este cambio de ánimo ha estado primariamente motivado por más de cien personas condenadas a muerte que fueron exoneradas de los crímenes de los cuales se las acusaba, en la mayoría de los casos mediante una prueba de ADN. La opinión pública está empezando a darse cuenta de que el gobierno a veces puede acusar a la persona equivocada y que así lo hace, aún por delitos graves.

Si se necesitaba alguna evidencia de la potencial irregularidad gubernamental en los casos de la pena capital, los recientes acuerdos del gobierno federal para abonar 4.6 millones de dólares en concepto de daños a Steven J. Hatfill deberían bastar. Hatfill era un investigador en temas de biodefensa del Ejército cuya carrera fue arruinada al ser públicamente caracterizado como una “persona de interés” por el Fiscal General John Ashcroft en el caso de 2001 de las cartas letales con ántrax y quien estuvo sujeto a filtraciones a los medios por parte del Departamento de Justicia en violación a la Ley de la Privacidad. El acuerdo es la forma del gobierno de admitir un soberano disparate.

Si bien aún no se ha presentado cargo alguno por aquellos mortales sucesos, la causa evidencia la intensa presión por parte del público y los medios que experimentan las autoridades encargadas de aplicar la ley para “atrapar a alguien” en casos de alto perfil que involucren la pena capital. Las exoneraciones basadas en el ADN y el accionar del gobierno a tientas y ciegas de alto perfil en casos tales como el de Hatfill le han demostrado al público que existe un potencial para ejecuciones erróneas—equivocaciones que no se pueden enmendar si surge nueva evidencia.

Además, las minorías son más proclives a recibir la pena de muerte que los blancos por el mismo crimen, y le cuesta menos a la sociedad enviar a prisión de por vida a los violadores de niños y asesinos que pagar por todas las apelaciones legales que una sociedad civilizada exige en el camino hacia la cámara de ejecución.

A pesar de todo, la pena de muerte puede que sea constitucional. En la época de la fundación de la nación, la pena de muerte era empleada, y los “crímenes capitales” se encuentran mencionados en la Quinta Enmienda a la Constitución. Sin embargo, una popular línea de argumentación de la izquierda utilizada por varios Jueces de la Corte Suprema en el caso de la violación de niños, sostiene que en virtud de que la pena capital falla en disuadir el crimen, debería ser considerada una “pena cruel y desusada” conforme la Octava Enmienda. A pesar de que muchos defensores de la pena de muerte la apoyan por razonas emotivas de retribución, incluso el conservador Presidente George W. Bush y muchos otros proponentes de la pena capital consideran que la única justificación legítima para el castigo capital es la disuasión.

El problema es que, en la actualidad, los expertos académicos no van tan lejos como para sostener que la pena de muerte no proporciona disuasión alguna contra los crímenes violentos. Escribiendo en el New York Times, Cass R. Sunstein, profesor en la Escuela de Leyes de Harvard, y Justin Wolfers, profesor asistente en la Wharton School de la University of Pennsylvania, meramente sostienen que la mejor evidencia demuestra que las tasas de homicidio no guardan un estrecho correlato con la existencia de la pena de muerte.

Sin embargo, en razón de que las consecuencias son tan graves, para que la pena de muerte se mantenga, la carga de la prueba debería recaer sobre quienes la proponen a fin de que demuestren un efecto disuasivo y no sobre quienes se oponen a ella para que prueben que no existe tal efecto. De todos modos, los Padres Fundadores no parecían considerar que la muerte era un castigo cruel y desusado del mismo modo que tampoco era visto así por la mayor parte de la gente en los casos de defensa propia. El argumento de la Octava Enmienda parece un tanto débil.

Las implicancias de una matanza gubernamental de sus propios ciudadanos por venganza, disuasión o cualquier otro motivo, no obstante, son de lejos mucho más grandes que cuando los individuos matan en defensa propia. El gobierno es mucho más poderoso que los individuos y por lo general posee pobres estructuras de incentivos comparadas con las de los ciudadanos individuales. Si se le permite al gobierno matar a los criminales, sin importar cuán atroces sean los crímenes que hayan cometido, entonces el precedente puede siempre ser ampliado para matar a los ciudadanos respetuosos de las leyes por razones políticas. Los gobiernos están especialmente inclinados a hacer esto cuando se encuentran librando guerras—reaccionando a la paranoia de que el enemigo está en todas partes.

Por lo tanto, si bien la pena capital puede ser constitucional, sigue siendo una mala política por varios motivos. Pero la razón más importante es el potencial para el abuso por parte del gobierno.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.