La Segunda Enmienda establece que “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo de poseer y portar armas”. En la causa Distrito de Columbia c. Heller, la Corte Suprema sostuvo que el lenguaje llano de la Enmienda reconoce un derecho personal, que pertenece al “pueblo”, de poseer armas de fuego. La Corte rechazó los argumentos de que la Segunda Enmienda simplemente permite a los estados formar, armar y mantener sus propias milicias o la moderna Guardia Nacional.

El caso Heller surgió ante la total prohibición del Distrito de Columbia sobre la posesión de pistolas en condición de ser utilizadas en el hogar. Antes del pronunciamiento del jueves, constituía un delito portar una pistola no registrada en el Distrito, y el registro de pistolas estaba prohibido. Las armas largas registradas, tales como las escopetas, se encuentran permitidas en el hogar, pero deben estar descargadas y desarmadas o aseguradas por una traba en el gatillo. El resultado era que los ciudadanos del Distrito de Columbia carecían de medios legales para defenderse si un intruso ingresaba a sus residencias. Podían llamar al 911 con la esperanza de que una patrulla policial estuviese en las cercanías.

Expresando la opinión de la mayoría, el Juez Antonin Scalia trazó el origen del derecho a portar armas hasta Gran Bretaña, donde el eminente jurista William Blackstone lo describió como “el {derecho} natural de resistencia y auto-preservación”. Los comentaristas en los años posteriores a la ratificación de la Segunda Enmienda asumieron un punto de vista blackstoniano respecto de este derecho. St. George Tucker, uno de los más renombrados académicos constitucionalistas en los comienzos de la República, describió a la Enmienda como “el verdadero paladín de la libertad” y reconoció que “el derecho de auto-defensa es la ley primera de la naturaleza”.

Prosiguiendo en la historia, el Juez Scalia examinó las leyes estaduales posteriores a la Guerra Civil que prohibían a los negros poseer armas de fuego. Los miembros del Congreso y los funcionarios de la Secretaría de Libertos reclamaron que esas leyes infringían el derecho constitucional federal “del pueblo a poseer y portar armas”. Nadie se aventuró a sostener que las leyes estaduales eran toleradas en virtud de que la Segunda Enmienda no se aplicaba a los individuos. El lenguaje constitucional en 1866 era tan claro como lo era en 1791.

Por lo tanto, el fallo recaído en la causa Heller sostuvo que la Segunda Enmienda protege los derechos individuales y eliminó la prohibición total del Distrito sobre las armas para la defensa hogareña. La Corte dejó también en claro que este derecho no es ilimitado y que su pronunciamiento no debería dejar dudas acerca de restricciones razonables que prohíban a los delincuentes o a los enfermos mentales poseer armas de fuego. Las reglamentaciones que prohíben las armas en los edificios gubernamentales y otros lugares sensibles también seguirán vigentes.

La Corte Suprema merece con justicia un aplauso por su fidelidad a la Constitución al pronunciarse en el caso Heller. El caso es tal vez el pronunciamiento más significativo de este siglo. Sin embargo, los estadounidenses no deberíamos olvidar que este fue un pronunciamiento de 5 a 4. Cuatro Jueces de la Corte Suprema habrían ignorado el lenguaje llano y el contexto histórico de la Enmienda. Considerándose en libertad de reescribir la ley fundamental, estos Jueces hubiesen dejado a los estadounidenses a merced de los criminales armados y de un futuro gobierno tiránico.

La Segunda Enmienda es parte del mismo Bill of Rights (Declaración de Derechos) que garantiza la libertad de prensa, el derecho a reunirse pacíficamente y la libertad de practicar una religión. Si casi una mayoría de la Corte intentó borrar a la Segunda Enmienda de la Constitución, ¿qué los detendrá de asumir una posición arrogante respecto de otros derechos constitucionales?

Mientras los estadounidenses deberían regocijarse por la victoria a favor de los derechos individuales en el caso Heller, no deberían olvidar que cuatro Jueces del más Alto tribunal de la nación hubiesen erradicado el derecho a portar armas. Si tan solo una pequeña mayoría de la Corte respeta el antiguo y fundamental derecho de resistencia y auto-preservación, los estadounidenses deberían preocuparse acerca del destino de otras libertades enumeradas en el Bill of Rights.

Traducido por Gabriel Gasave


William J. Watkins, Jr. Es Investigador Asociado en the Independent Institute en Oakland, California y autor del libro del Instituto, Reclaiming the American Revolution.