Ciudad de Guatemala - De todos los países sudamericanos el que más inestabilidad política ha mostrado en los últimos años es, sin duda, el Ecuador. Los últimos tres presidentes electos han tenido que abandonar el cargo sin poder completar su mandato, a veces en medio de situaciones económicas verdaderamente críticas. Ahora un nuevo presidente, Rafael Correa, quien asumió su cargo apenas en enero, enfrenta una situación política compleja y conflictiva, sembrando dudas respecto a su capacidad para completar su período presidencial.

Correa es parte de esa oleada de populistas de izquierda que, siguiendo el ejemplo de Chávez en Venezuela, está tratando de llevar sus países a ese mal definido “socialismo del siglo XXI” que tanto nos recuerda a los fascismos de otros tiempos, a pesar de su lenguaje izquierdista y su supuesta preocupación por los más pobres. Aplicando la misma receta del caudillo venezolano y de Evo Morales en Bolivia, Correa está presionando por todos los medios para imponer a su país una asamblea constituyente que, si logra instalar y manejar de modo adecuado, podrá instaurar en Ecuador un régimen autoritario del tipo que ya existe en Venezuela.

El nuevo presidente ecuatoriano llegó al poder sobre la base del descontento que expresó una ciudadanía frustrada, ganándole en segunda vuelta a un candidato que –si bien opuesto al socialismo- no ofrecía tampoco garantía alguna de estabilidad. Su mensaje era tan personalista y mesiánico como el de Correa, aunque más atinado sin duda en cuanto a desarrollar una política económica un poco más realista y constructiva. Pero Correa logró triunfar sin tener siquiera un partido organizado con presencia en el congreso y ahora está haciendo todo lo posible para imponer su proyecto constituyente. Sus partidarios han rodeado al congreso y, por la violencia, han impedido que éste pueda funcionar normalmente. Pero luego, viendo que la oposición se mantenía firme en su rechazo a la constituyente, ha logrado destituir a 57 de sus 100 diputados y ha conseguido que 22 suplentes asuman sus cargos prometiendo votar a favor de su proyecto.

El camino parece así abierto para que otro émulo de Chávez empiece a construir en la nación sudamericana una réplica de lo que ya hay en Venezuela, una especie de dictadura de apariencia democrática que se sustenta sobre la base de la enorme cantidad de dádivas que el gobierno entrega a mucha gente gracias a controlar el ingreso petrolero. Pero, en realidad, son demasiadas las dificultades que enfrentará Correa de ahora en adelante y no es posible pronosticar que vaya a hacerse con el control absoluto del poder.

En primer lugar porque Ecuador, aunque sea un exportador de petróleo, no exporta una cantidad de crudo comparable a la de Venezuela. Correa no tiene, por lo tanto, el margen económico de maniobra que le permitiría comprar millones de votos y de conciencias. Pero en segundo lugar porque Ecuador es un país dividido en dos, no sólo política sino también geográficamente.

Por un lado está Quito, la capital, enclavada a tres mil metros de altura, donde se concentra la actividad política del país. Pero además está Guayaquil, un pujante centro económico, que es el auténtico motor del desarrollo económico de la nación. Ambas ciudades vienen enfrentándose desde hace tiempo, en una pugna política que es en buena medida responsable de la inestabilidad del país. En esto Ecuador se parece a Bolivia, donde también hay dos centros diferentes, La Paz y Santa Cruz, de parecidas características a las de Quito y Guayaquil.

La oposición ecuatoriana, al igual que la boliviana, está consciente de los peligros que corre: si se deja que Correa cambie la constitución y cree un régimen centralista y estatista como el venezolano le será muy difícil, luego, luchar contra el concentrado poder que asumirá el mandatario. Por eso está dando ahora una batalla política que, aún, es de resultado imprevisible.

Mientras haya un buen sector de la población que se ilusione con las populistas promesas de Correa, sin embargo, difícil resultará que Ecuador se encamine por la vía de la estabilidad y del progreso. Seguirán los cambios de gobierno, las fantasías socialistas y un personalismo que nos aparta cada vez más del estado de derecho. Lamentablemente, lo mismo esta ocurriendo ahora en casi todos los países de la América Latina: se sigue insistiendo en políticas redistributivas –en quitar a los ricos para dar a los pobres- se continúa aumentando el gasto público y el tamaño del Estado, mientras nos olvidamos de atraer inversiones productivas, de crear más riquezas.

Hasta que no cambiemos, hasta que los electorados no comprendan que la pobreza no puede eliminarse quitando a unos para darle a los otros, seguiremos dando tumbos en el concierto internacional, quizás como curiosas atracciones folclóricas, pero cada vez más alejados del pujante desarrollo que, por ejemplo, está experimentando Asia, donde aun en países como Vietnam o como China la población esta saliendo rápidamente de la miseria.


Carlos Sabino es asociado de la Fundación Francisco Marroquín en Guatemala, director en CEDICE, un instituto de políticas públicas en Venezuela, y autor de varios libros sobre el desarrollo.