La historia probablemente demuestre que George W. Bush ha sido un presidente audaz, listo para arriesgar su legado ante el anuncio del momento. Ciertos actos arriesgados han resultado a su favor y otras tiradas del dado no lo han hecho.

Incluso en situaciones en las que el descaro de Bush consiguió resultados, los objetivos políticos obtenidos fueron desastrosos para el país. Por ejemplo, el 11 de septiembre le permitió asustar al Congreso y al pueblo estadounidense hasta hacer casi cualquier cosa que deseaba—aumentando el gasto federal más que cualquier otro presidente desde Lyndon B. Johnson, asumiendo facultades presidenciales imperiales, botando a la basura a las libertades civiles e involucrando a los Estados Unidos en los atolladeros de Irak y Afganistán. Incluso antes del 11/09, sin embargo, Bush, pese a ganar la presidencia sin obtener la mayoría de los votos, gobernó temerariamente al perseguir una “agenda grande”—por ejemplo, federalizando a la educación.

No obstante, una apuesta que claramente ha sido un tiro por la culata, con muchos resultados contraproducentes, es el generoso otorgamiento de parte de Bush de dinero y apoyo político al dictador paquistaní Pervez Musharraf. Cuanto más los Estados Unidos, impopulares en Pakistán, han abrazado a Musharraf, más en peligro se ha vuelto el autócrata. Bajo la presión popular, Musharraf tuvo que abandonar su poderoso cargo como jefe de las fuerzas armadas paquistaníes y tornarse un mero presidente civil. Bush entonces, para emplear un termino del juego, “dobló” su apuesta al continuar respaldando a Musharraf inequívocamente.

En la actualidad, en los recientes comicios, el partido de Musharraf fue vapuleado por completo por los partidos de la oposición, que ahora tienen una mayoría en el parlamento paquistaní. Increíblemente sin embargo, el mismo Bush, cuya retórica vierte a chorros acerca de esparcir la democracia alrededor del mundo, indagó el alma de otro dictador—tal como lo hizo con Vladimir Putin de Rusia—y aun así siguió leal a él. Incluso ante la debacle de los resultados de la elección, la administración Bush “triplicó” la apuesta y se salió del camino para elogiar al casi hundido Musharraf. La administración parecía esperar que la recientemente elegida oposición paquistaní se compadeciese del dictador al realizar un acuerdo de coparticipación del poder con él. Ese era un resultado de baja probabilidad. De manera predecible, los líderes de la oposición Asif Ali Zardari y Nawaz Sharif—que han estado exiliados o encarcelados por Musharraf y montados sobre una ola popular entre el pueblo paquistaní en contra del caudillo–no hicieron nada de eso y juntos formaron una coalición para oponerse a él.

La preocupación entre los funcionarios de la administración fue siempre que los lideres de la oposición fuesen menos entusiastas acerca de exterminar a las facciones islamistas radicales y al Qaeda en el salvaje y escabroso noroeste de Paquistan. Sin embargo, embolsando miles de millones en concepto de asistencia estadounidense, el mismo Musharraf solamente lo hizo desganadamente. De hecho, tras la invasión y ocupación tanto de Irak como del vecino Afganistán, el apoyo de los EE.UU. al autoritario líder paquistaní solamente ha inflamado y alargado a dichos grupos. Una de las principales quejas de al Qaeda contra los Estados Unidos es su apoyo a favor de gobiernos corruptos y autocráticos en el mundo islámico.

Por consiguiente, el gobierno de los EE.UU. está creando una demanda para sus propios servicios. El Tío Sam está inflamando la amenaza de los islamistas radicales, tan solo para precipitarse y aplicar más poderío militar y asistencia para combatirlo, exacerbando a su vez adicionalmente el peligro. Y el ciclo descendente sigue repitiéndose.

Para romper el ciclo, el gobierno de los Estados Unidos debería sacar ventaja de los comicios paquistaníes y retirarle todo apoyo y ayuda al gobierno paquistaní. Además, los Estados Unidos precisan concentrarse en al Qaeda y preocuparse menos acerca de otros grupos islamistas radicales en Pakistán. Los resultados de las elecciones demuestran que estos grupos que no son al Qaeda se encuentran en el margen y la mayoría probablemente no asumirá el poder en un Pakistán armado nuclearmente –especialmente sí los Estados Unidos dejan de actuar como un afiche de reclutamiento para ellos al apoyar al corrupto gobierno paquistaní. Así, estos grupos no amenazan de manera directa a los Estados Unidos y son un problema de Pakistán.

En cambio, los Estados Unidos precisan elevar la recompensa sobre la cúpula de al Qaeda—del precio de $50 millones sobre la cabeza de Osama bin Laden y $25 millones sobre la de su lugarteniente Ayman al-Zawahiri. Incluso doblar o triplicar esta cifra será mucho más barato que los miles de millones de asistencia estadounidense echados con pala al gobierno de Pakistán, la cual ha probado no solamente ser fútil, sino contraproducente.

Este plan probablemente no sea lo suficientemente macho para un belicoso presidente estadounidense que se encuentra rodeado por pendencieros consejeros; pero es mucho mejor que la actual política de los EE.UU. hacia Pakistán, que ha fracasado en capturar o matar a bin Laden o Zawahiri en casi seis años y medio y ha inflamado a los islamistas locales allí. Incluso si Bush no está deseoso de ir tan lejos, debería al menos usar el sentido común y terminar con el apoyo a favor de un aislado bastamente debilitado Musharraf.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.