Santiago de Chile—Podría sostenerse que un país deja de ser subdesarrollado cuando la ira de sus ciudadanos ya no se dirige contra la riqueza de otras personas sino contra la calidad de los servicios que su propia riqueza está sufragando.

Chile es quizás el mejor ejemplo actual. Durante los dos últimos años, a la Presidenta Michelle Bachelet le ha tocado enfrentar un malestar ciudadano que se ha manifestado en violentas protestas estudiantiles, huelgas que han afectado a la producción de cobre y a la industria forestal, y el gradual desmoronamiento de la coalición que gobierna desde 1990.

Hace poco les pregunté a la Presidenta Bachelet y al ex Presidente Ricardo Lagos qué está ocurriendo. Sus respuestas fueron interesantes. Lagos dijo que “los chilenos sienten que se han vuelto una nación de consumidores pero no realmente una nación de ciudadanos; en otras palabras, nuestra prosperidad económica, que ha reducido la pobreza al 14 por ciento de la población, no se ve reflejada en el tipo de servicios esenciales que la gente está recibiendo. La Concertación tiene alguna responsabilidad porque nuestras propuestas se quedaron estancadas en los años 90 y los problemas actuales son los de una nación más prospera”.

Le pregunté a Bachelet si estaba de acuerdo. ”Sí”, dijo, “pero agregaría que en el mundo actual, debido a la mejora de las comunicaciones, resulta más fácil para los chilenos percatarse de que los países con los que actualmente nos comparamos, como España, ofrecen mejores servicios que los que tenemos. También, las comunicaciones hacen más fácil que los chilenos se den cuenta de que para ser competitivos nuestro sistema educativo necesita dar un gran salto hacia adelante”.

En verdad, no existe diferencia real entre ser un “consumidor” y ser un “ciudadano”. Una persona que recibe una educación de primera clase que lo convierte en un ciudadano orgulloso tiene que “consumir” la educación que alguien produce. La coalición gobernante de Chile no ha entendido lo suficiente ese importante vínculo, motivo por el cual la economía es bastante abierta y fuertemente dependiente de la empresa privada mientras que los servicios esenciales están lastrados por la burocracia estatal.

Dos tercios de las familias cuyos hijos asisten a las escuelas públicas están enormemente insatisfechas con la calidad de la educación mientras que dos tercios de las familias cuyos hijos concurren a escuelas privadas, incluidas varias que se benefician con un programa de bonos escolares que las ayudan a solventar parte del costo de la enseñanza, están muy satisfechas. No sorprende, pues, que los estudiantes que afearon con sus protestas el primer año de Bachelet en el cargo proviniesen de las escuelas públicas.

Otro ejemplo de la desconexión entre la economía libre y los servicios estatistas —entre lo que Lagos llama “consumidores” y “ciudadanos”— es el transporte. El gobierno trató de reorganizar el transporte de la capital reemplazando el sistema de autobuses, que era administrado de forma privada y espontánea, con un programa centralmente planificado que terminó cubriendo menos rutas, prolongando el tiempo que lleva trasladarse de un lugar a otro y atestando el metro, que era bueno. El resultado fue un terremoto político que dejó al gobierno gravemente herido.

A primera vista, los chilenos deberían estar contentos. Su economía es la envidia de América Latina. Su ingreso per cápita, que pronto llegará a 10.000 dólares, sigue en alza. Y las perspectivas para el cobre, la principal exportación del país, son halag�eñas: pese al declive de la demanda en los Estados Unidos, el insaciable apetito de China por el metal rojo implica que la demanda global seguirá creciendo durante un buen tiempo.

Uno de los acontecimientos más beneficiosos para Chile en la última década y media fue el hecho de que la centroizquierda apoyara las reformas económicas heredadas de la dictadura de Pinochet. Ese consenso político se tradujo en un clima estable y previsible que generó un flujo constante de inversión y un aumento de la producción. Pero ahora que los chilenos sienten cansancio frente a tantos años de gobiernos de la Concertación, enfrentan un desafío parecido al que enfrentó España hace algunos años: la necesidad de que la derecha —hija de la dictadura militar— demuestre que está preparada para gobernar bajo un Estado de Derecho. El efecto no solamente será decirle adiós para siempre al síndrome de Pinochet, sino –lo que es fundamental para el Chile moderno y democrático de la actualidad—, impulsar una nueva oleada de reformas que empiece a estrechar la brecha entre un contexto económico que es de primera clase y unos servicios que para muchas personas todavía son de tercera categoría.

No hay garantía, claro, de que la derecha vaya a optar por esas costosas reformas o de que una mayoría de los chilenos comprendan que la única forma de satisfacer sus exigencias es reducir el lastre burocrático que conspira en contra de los servicios básicos. Aún así, resulta prometedor saber que los chilenos se están volviendo verdaderos ciudadanos, preocupándose por la calidad de lo que su riqueza puede comprar y no de quién se robó una mítica riqueza ancestral. Si logran traducir ese sentimiento en reformas audaces, quizá no pasará demasiado tiempo antes de que Chile alcance a España.

(c) 2008, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.