En 1733 el filósofo considerado como el iniciador de la Ilustración francesa, François Marie Arouet de Voltaire, publicó las Letters Concerning the English Nation (Cartas acerca de la nación inglesa). Fue un trabajo medular. Aunque escritas en francés, las 24 cartas fueron publicadas primero en Londres en una traducción al inglés; pero el material era considerado demasiado peligroso políticamente para que el autor o alguna imprenta francesa lo hiciese aparecer en Francia.

Voltaire no era en nada ajeno a tal controversia. Algunos años atrás, tras ser apaleado por los mercenarios de un aristócrata al que había ofendido, Voltaire había sido arrojado a la Bastilla (por segunda vez). Lo liberaron tras prometer permanecer al menos a 50 leguas de distancia de París. Voltaire eligió irse lejos, a Inglaterra, en donde permaneció durante aproximadamente dos años y medio. El resultado de su permanencia allí fueron las Letters on English Religion and Politics (Cartas sobre la religión y la política inglesa), escritas con la intención de explicarle la sociedad inglesa a un amigo al regresar a Francia. Las mismas finalmente aparecieron en Francia en 1734 como Lettres Philosophiques, o Philosophical Letters (Cartas filosóficas).

La carta cinco, “Sobre la Iglesia de Inglaterra”, comenzaba con la observación: “Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que le plazca”. La declaración tenía implicancias profundas para cualquier ciudadano de Francia—una nación que casi se había destruido así misma a fin de establecer al catolicismo como la única religión practicada.

En el párrafo siguiente, Voltaire trataba un tema que contribuía enormemente a la peligrosidad de la publicación de su trabajo en Francia: examinaba el fundamento intelectual e institucional de la tolerancia religiosa de Inglaterra. Ante todo, rechazaba una explicación política. Refiriéndose a la Iglesia Anglicana tradicional, reconoció que la política favorecía fuertemente el prejuicio antes que la tolerancia. Escribió, “Nadie puede ocupar un cargo en Inglaterra o en Irlanda a menos que sea un fiel anglicano”. Tal exclusión política difícilmente promovía la buena voluntad religiosa.

Ni tampoco la prédica religiosa de la iglesia dominante conducía a la nación hacia la tolerancia. Según Voltaire, el clero anglicano “azuzaba en los feligreses todo el fanatismo santo posible contra los inconformes”. No obstante, en décadas recientes, la “furia de las sectas. . .no fue más allá de a veces romper las ventanas de las capillas herejes.”

¿Qué incidía entonces en la extrema tolerancia religiosa en las calles de Londres comparadas con aquellas de París?

En la carta seis, “Sobre los presbiterianos”, Voltaire atribuía la “paz” en la cual “ellos [los ingleses] vivían felizmente juntos” a un mecanismo que era una pura expresión del libre mercado—la Bolsa de Valores de Londres. En el pasaje más famoso de las Philosophical Letters, Voltaire observaba, “Vaya a la Bolsa de Valores en Londres, ese lugar más venerable que muchas cortes, y usted verá a representantes de todas las naciones reunidos allí para el beneficio de la humanidad. Allí el judío, el mahometano, y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma religión, y reservan el nombre de infiel para aquellos que van a la quiebra”.

Legal e históricamente, Inglaterra no era ningún bastión de tolerancia religiosa: leyes contra los disidentes y los ateos estaban todavía en vigor. Sin embargo, en Inglaterra, y no en Francia, había un aire de tolerancia en las calles que existía absolutamente fuera de la ley. Aunque ambos países poseían aristocracias, Inglaterra no cargaba con el peso de la inflexible estructura de clases que impedía la movilidad social y económica en Francia. Como Voltaire escribiera en la carta nueve, “Sobre el Gobierno”: “Usted no oye ninguna conversación en este país [Inglaterra] sobre la justicia alta, media y baja, ni sobre el derecho de cazar en la propiedad de un ciudadano que por sí mismo no tenga la libertad de disparar un tiro en su propio campo”.

Una clave para la diferencia entre Inglaterra y Francia yace en el sistema inglés de comercio y en la comparativamente alta estima en el cual el inglés tenía a sus comerciantes. (Esto no significa menospreciar las diferencias substanciales entre los gobiernos ingleses y franceses—especialmente los constitucionales—sobre lo cual hacía hincapié Voltaire.) En Francia, los aristócratas y las otras élites de la sociedad veían a aquellos que se dedicaban al comercio con puro desprecio. En la carta 10, “Sobre el Comercio”, Voltaire inequívocamente comentaba acerca de la actitud francesa: “El propio comerciante tan a menudo oye hablar despectivamente de su profesión que es lo suficientemente tonto como para ruborizarse”. No obstante, en Inglaterra, el “comerciante justamente orgulloso” se compara a sí mismo “no sin una cierta razón, a un ciudadano romano”. De hecho, los hijos más jóvenes de la nobleza a menudo se incorporaban al comercio o encaraban una profesión. Esta diferencia en la actitud era un factor enorme para explicar el extraordinario ascenso de la clase media inglesa, su riqueza derivaba de comercio. De hecho, el francés a menudo se burlaba de Inglaterra como una nación de tenderos. Voltaire pensaba que esto era un elogio, observando que si los ingleses eran capaces de venderse a sí mismos, ello probaba que valían algo.

El comercio, o la venta minorista, estableció una arena dentro de la cual los individuos trataban los unos con los otros solamente por un beneficio económico y, por lo tanto, ignoraban a los factores extraños tales como las prácticas religiosas de la otra parte. En el piso de la Bolsa de Valores de Londres, las diferencias religiosas desaparecían en el ruido de fondo a medida que la gente se juntaba para obtener un beneficio mutuo. El propio interés económico del cristiano y del judío compensaba el prejuicio que podría de otra manera agriar las relaciones personales entre ellos. Se cruzaban y cooperaban en un punto de interés común: “el presbiteriano confía en el anabaptista, y el hombre de la Iglesia Anglicana acepta la promesa del cuáquero”, escribía Voltaire en “Sobre los Presbiterianos”.

Irónicamente, Voltaire se distinguía por alabar precisamente el mismo aspecto del comercio—la Bolsa de Valores de Londres—al que Karl Marx condenaría más tarde. Ambos veían al mercado como impersonal o, en términos marxistas más negativos, deshumanizado. Para Marx, los individuos en el mercado dejaban de ser individuos que expresaban su humanidad y se convertían en unidades intercambiables que compraban y vendían. Para Voltaire, la naturaleza impersonal del comercio era una cosa buena. La misma permitía que la gente desatendiera los factores humanos divisivos que habían trastornado históricamente a la sociedad, tales como las diferencias de religión y de clase. La propia circunstancia de que un cristiano que deseaba beneficiarse de un judío, y viceversa, tenía que desatender las características personales de la otra parte y tratar con él civilizadamente era lo que le sugería a Bolsa de Valores de Londres a Voltaire.

En esto, la voz de Voltaire es evocadora de Adam Smith en su obra más popular, La Riqueza de las Naciones. Smith reseñaba cómo cada uno, en una sociedad civilizada de mercado, es dependiente de la cooperación de las muchedumbres aun cuando sus amigos puedan no ser más de una docena. Un mercado requiere de la participación de multitudes de individuos, a la mayoría de los cuales uno jamás conoce directamente. Sería una locura para cualquier hombre esperar que montones de extraños lo beneficien en base a la pura benevolencia o porque les cae bien. La cooperación del carnicero o del cervecero, decía Smith, estaba asegurada por su simple interés propio. De ese modo, los que ingresaban al mercado no precisaban de la aprobación o del favor de aquellos con quienes trataban. Solamente necesitaban pagar sus cuentas.

La tolerancia creada por la Bolsa de Valores de Londres se extendía más allá de sus puertas. Después de hacer negocios el uno con el otro, el cristiano y el judío tomaban sus caminos separados. Como Voltaire lo expresara, “al partir de estas pacíficas y libres asambleas, algunos van a la sinagoga, otros en busca de un trago. . . .” Al final, “todos están satisfechos”.

Las Philosophical Letters—el tributo de Voltaire a la clase media inglesa, a su comercio, y a su sociedad—produjeron un impacto enorme en la escena intelectual europea. Llamando a la obra “un declaración de guerra y un mapa de campaña”, Will y Ariel Durant comentaron: “Rousseau dijo de estas cartas que las mismas desempeñaron un gran papel en el despertar de su mente; debe haber habido miles de jóvenes franceses que tuvieron para con el libro una deuda similar. Lafayette dijo que el mismo lo convirtió en un republicano a la edad de nueve. [Heinrich] Heine pensaba que ‘no era necesario para el censor condenar a este libro; hubiese sido leído sin eso’”.

Sin embargo, los censores franceses parecían impacientes por condenarlo. El impresor fue encarcelado en la bastilla. Una orden de detención inmediata del evasivo Voltaire fue emitida. Mediante una orden legislativa, todas las copias conocidas de la obra fueron confiscadas y quemadas frente al Palacio de Justicia. A través de la mediación de amigos poderosos, la orden de arresto fue retirada, otra vez bajo la promesa de que permanecería con seguridad fuera de los límites de París. De este forma la iglesia y el estado francés respondieron al saludo de Voltaire a la tolerancia.

Pero los temas de las Philosophical Letters resonarían profundamente dentro de la conciencia de Europa durante las décadas venideras. Uno de sus temas era que la libertad—especialmente la libertad de comercio—era la verdadera fuente de la tolerancia religiosa y de una sociedad civil pacífica. La revelación no era en nada carente de aspectos revolucionarios porque la misma revertía el argumento y las políticas aceptadas sobre cómo crear a una sociedad armoniosa. Tradicionalmente, Francia (junto con la mayoría de las otras naciones europeas) procuraba hacer cumplir un sistema homogéneo de valores sobre su pueblo, en la creencia de que los valores comunes eran necesarios para asegurar la paz y la armonía, la argamasa social que mantenía unida a la tela social. Esto era pensado como particularmente cierto respecto de los valores religiosos.

Este no era un argumento moral, sino práctico: la sociedad colapsaría en franca violencia sin la cohesión proporcionada por los valores comunes. Así, las autoridades precisaban planificar centralizadamente y hacer cumplir rigurosamente los valores que deberían ser enseñados y practicados por las masas. Después de todo, si le fuese permitido a los individuos elegir sus propios valores religiosos, si los valores se convirtiesen en un producto abierto a la competencia, entonces el caos y el conflicto civil sobrevendrían inevitablemente.

Voltaire sostenía que lo cierto era exactamente lo contrario. El proceso de imponer valores homogéneos conducía solamente al conflicto y a las guerras religiosas. El resultado era una sociedad intelectualmente estancada y moralmente corrupta, debido a que la duda o el disenso eran suprimidos. Eran la diversidad y la libertad las que creaban una sociedad próspera y pacífica. Voltaire finalizaba su carta más citada, “Sobre los Presbiterianos”, observando: “Si hubiese tan sólo una religión en Inglaterra, habría peligro de tiranía; si hubiese dos, se cortarían las gargantas mutuamente; pero hay treinta, y viven felizmente juntas en paz”.

Quizás una razón por cual las Philosophical Letters de Voltaire crearon tal contragolpe del leviatán francés fue que la lógica del libro, si es llevada más allá de la religión, atacaría a cualquier tentativa del gobierno de imponer valores o prácticas comunes sobre las personas. De hecho, el argumento de Voltaire contra la homogeneidad continúa teniendo implicancias profundas para las políticas centralizadas de todos los gobiernos. Aquellos ciudadanos que rechazan la homogeneidad impuesta en la religión bien podrían ser incitados a cuestionar la sabiduría de muchas otras instituciones gubernamentales, incluyendo a las escuelas públicas, las cuales son justificadas a menudo por la declarada necesidad de valores comunes. La libertad de los individuos para decidir las cuestiones de valor por sí mismos podría fácilmente estimularlos a exigir el derecho de vivir de acuerdo con esos valores y de enseñárselos a sus hijos. De esta manera, se desentrañaría al sistema de control centralizado.

Traducido por Gabriel Gasave


Wendy McElroy es Investigadora Asociada en the Independent Institute y directora de los libros del Instituto, Freedom, Feminism and the State y Liberty for Women: Freedom and Feminism in the Twenty-first Century.