Washington, DC—-Una información reciente del Washington Post ha reavivado el interés en una investigación penal sobre los pagos efectuados por Chiquita, el gigante de la industria frutihortícola basado en Cincinnati, a una organización paramilitar de Colombia. Lo fascinante de este caso es que encierra muchas zonas grises que no permiten establecer con claridad si la empresa fue víctima o culpable. También arroja luz sobre la relación –a veces tortuosa— entre el Estado y los negocios.

Según el expediente judicial citado por el diario, la compañía asegura que en 1997 las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) le pidieron que pagara cupos a fin de garantizar su protección con respecto a las organizaciones terroristas marxistas. Entre 1997 y 2004, Chiquita pagó más de $1.7 millones. En 2003, más de un año y medio después de que las AUC fueran catalogadas como una organización terrorista por el gobierno estadounidense, los ejecutivos de Chiquita revelaron sus acciones a las autoridades de su país añadiendo que si los pagos cesaban tendrían que abandonar Colombia, perjudicando con ello la política de seguridad de los EE.UU. en la región.

El Departamento de Justicia les comunicó que su conducta era ilegal pero los ejecutivos dicen que salieron de la reunión sin la impresión de que estaban obligados a parar los pagos a las AUC. Los funcionarios norteamericanos les dijeron que consultarían con el Departamento de Estado. Nunca volvieron a comunicarse con Chiquita, de modo que los pagos continuaron durante casi un año más. Casi un año después, la empresa se ha declarado culpable de haber efectuado pagos por un total de $1.7 millones y ha aceptado desembolsar una multa de $25 millones. Un juez federal debe aún decidir si acepta este acuerdo entre las partes. Mientras tanto, las autoridades colombianas también tienen en la mira a la empresa estadounidense, que abandonó el país en 2004 después de casi un siglo.

Está claro que los pagos realizados por Chiquita a las AUC después de septiembre de 2001 sonn ilegales. Pero a lo largo de esta historia hubo distintos momentos en los que un abismo separaba la realidad de la ley escrita tanto en Colombia como en los Estados Unidos, encuadrando la conducta de la compañía dentro de los límites de lo que ambos gobiernos consideraban correcto incluso si en el papel no lo era. Cuando se iniciaron los pagos de Chiquita en 1997, un vasto segmento de la sociedad colombiana –incluidas varias instituciones oficiales—, desesperado por resistir el embate de las narcoguerrillas marxistas, privatizó la guerra de facto, delegando su defensa en la organización paramilitar. Basta mencionar que el gobernador de Antioquia —donde estaban basadas las extensas operaciones bananeras de Chiquita— era Alvaro Uribe, actual presidente de la nación y azote de los terroristas de izquierdas. Chiquita actuó bajo las reglas de juego de una nación sin ley tal y como las autoridades y miles de otros empresarios las entendían.

Hasta que el gobierno norteamericano calificó a las AUC como una organización terrorista, pagar para proteger los intereses de una empresa estadounidense en una nación amiga parecía legal e incluso “patriótico”. Después de septiembre de 2001, las acciones de Chiquita se volvieron oficialmente ilegales. Pero cuando las acciones de Chiquita se volvieron ilegales y los ejecutivos de la empresa se apersonaron ante el Departamento de Justicia para hacer su revelación, las autoridades respondieron de forma ambigua. Según las fuentes del Washington Post, ellas reconocieron que el caso era “complicado” y afirmaron que hablarían con el Departamento de Estado, de lo cual podía inferirse que el gobierno probablemente no quería debilitar la lucha contra el terrorismo marxista ni obligar a una importante empresa estadounidense a abandonar un país amigo.

En definitiva, esta historia tiene que ver con la doble moral: la aplicada por las instituciones de Colombia, que alentaron a las AUC durante muchos años santificando las mismas reglas de juego que ahora condenan, y la de las autoridades estadounidenses, que no sometieron a Colombia a los mismos estándares legales a los que someten a su propio país.

No quiero decir con ello que estas cuestiones son legal y éticamente nítidas. Una guerra civil, que es lo que padecía Colombia durante los años en los que Chiquita realizó más de cien pagos a las FAC, no es un contexto en el cual la ley escrita pueda ser siempre aplicada. Y no resulta difícil entender por qué las autoridades estadounidenses quedaron desconcertadas una vez que supieron de los pagos de Chiquita: la legalidad se había convertido en ilegalidad de la noche a la mañana por la decisión burocrática de incluir a las AUC en el listado de las organizaciones terroristas.

Sin duda, la primera lección es esta: cuando un Estado responde al terrorismo, en este caso el de las narcoguerrillas marxistas, usando sus métodos, termina perjudicando la causa que creía defender, léase la paz y la democracia liberal. La otra lección es que la separación entre el Estado y el mundo de los negocios es fundamenal. Si no hubiese existido duda sobre la posición de las autoridades estadounidenses y colombianas con relación a las leyes debían aplicar, Chiquita lo hubiese pensado dos veces antes de continuar con los pagos y de buscar la aprobación –tácita o abierta— del gobierno de los Estados Unidos.

(c) 2007, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.