¿Reducirán Irak y Afganistán las futuras aventuras militares?

16 de abril, 2007

Los problemas de los Estados Unidos en Afganistán e Irak pueden tener un efecto positivo: Provocarán que el público estadounidense niegue su apoyo para futuras intervenciones militares que no sean absolutamente necesarias para la seguridad de los Estados Unidos. Eso es exactamente lo que ha ocurrido en el pasado y no existe motivo alguno para pensar que las actuales aventuras fallidas serán distintas.

En la Guerra de Corea, por ejemplo, después de ofensivas de aquí para allá, el frente se estabilizó en el paralelo 38, donde el conflicto se había iniciado. Con un creciente número de victimas y ninguna victoria inequívoca a la vista, la guerra perdió gran parte de su apoyo. El Presidente Harry Truman era tan impopular en esa época que decidió no buscar la reelección. Durante los subsiguientes ocho años de la administración Eisenhower, los Estados Unidos cansados de la guerra intervinieron militarmente de manera directa solo una vez, en el Líbano en 1958.

Solamente después de este respiro el país estaba listo para elegir a otro presidente beligerante: John F. Kennedy, un ardiente guerrero frío. El anticomunista Kennedy apoyó un intento atolondrado de eliminar a Castro en 1961, la denominada invasión de Bahía de los Cochino, que ayudó a establecer el escenario para la Crisis de los Misiles Cubanos de 1962. Kennedy también incrementó dramáticamente el número de consejeros estadounidenses en Vietnam, estableciendo otro escenario.

Después de que el Presidente Johnson aumentó la Guerra de Vietnam y el Presidente Nixon la prolongó, el público se hartó nuevamente y presionó a Washington para finalizar la guerra sin victoria. Al igual que Truman, LBJ fue forzado a la marginalidad política.

Durante las administraciones posteriores a Vietnam de Gerald Ford y Jimmy Carter—durando seis años y medio—el cansancio de la guerra una vez más redujo el número de intervenciones militares. Nuevamente, sin embargo, la abstinencia tan solo duró un tiempo, con el sucesor de Carter, Ronald Reagan, interviniendo en Libia, Grenada, y el Líbano, donde los resultados fueron desastrosos. Esto fue seguido por otro paréntesis, roto por la invasión de Panamá de 1989 de George H.W. Bush.

El cansancio de la guerra puede incluso tener lugar tras victorias estadounidenses. En 1846, durante la Guerra Mexicana, los generales Winfield Scott y Zachary Taylor ganaron grandes victorias contra los ejércitos mexicanos. No obstante, incluso después de que la Ciudad de México fue tomada, la guerra se alargó y el público se volvió inquieto.

La Guerra española-estadounidense en 1898 también ofrece paralelos con los conflictos actuales. Después de la toma inicial de Cuba y el aplastamiento de la flota española por el Almirante Dewey en Manila, los Estados Unidos se negaron a conceder a las Filipinas su independencia. Las fuerzas armadas de los EE.UU. tuvieron luego que pelear una brutal guerra de contrainsurgencia, que mató a 200.000 filipinos y resultó en un contragolpe anticolonialista en los Estados Unidos. Esta desagradable experiencia hizo a los ulteriores presidentes Teddy Roosevelt, previamente un halcón, y William Howard Taft cautelosos del colonialismo y la intervención extranjera directa.

Los Estados Unidos no pelearon ninguna guerra importante de nuevo sino hasta la Primera Guerra Mundial.

A pesar de la victoria estadounidense en la Gran Guerra, la masacre espantó a los Estados Unidos, resultando en más de 20 años de un intervensionismo reducido durante los años de Harding, Coolidge y Hoover y los dos primeros mandatos de Franklin D. Roosevelt. Luego los Estados Unidos fueron atacados en Pearl Harbor.

A pesar de que el número de victimas estadounidenses fue más alto en la Segunda Guerra Mundial que en la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra no produjo la fatiga habitual. El resultado distinto se debió a que los Estados Unidos fueron claramente atacados primero y a la completa derrota de los regímenes despóticos diabólicos: la Alemania Nazi, Italia y el Japón Imperial. El colapso del cuarto régimen totalitario del siglo 20, la Unión Soviética, magnificó la arrogancia estadounidense.

Sin ninguna superpotencia nuclear con la cual pelear, las administraciones de George H.W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush se extralimitaron, expandiendo las alianzas y los “compromisos” de los EE.UU., consiguiendo nuevas bases militares alrededor del mundo, y flexionando el músculo militar de los Estados Unidos allí donde no era verdaderamente necesario.

Ahora, los políticos y el público estadounidense están comenzando a percatarse de que las más grandes fuerzas armadas de la historia pueden no ser capaces de derrotar a un manojo de guerrilleros y milicianos improvisados y flojamente organizados en Irak, y al Taliban en Afganistán.

La buena noticia es que estos fracasos gemelos, si bien trágicos y dolorosos, probablemente conducirán a un nuevo periodo de restricción militar de los Estados Unidos, la política defendida por los fundadores de los Estados Unidos. La mala noticia es que los proponentes del no-intervencionismo solamente tendrán una limitada cantidad de tiempo antes de que el público se olvide del dolor de las guerras innecesarias y las elites de la política exterior de los Estados Unidos comiencen a blandir nuevamente sus sables.

Traducido por Gabriel Gasave

  • es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.

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