Roma—Hace cincuenta años, en esta misma ciudad, seis países suscribieron el Tratado de Roma, dando nacimiento a lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Como ciudadano europeo, me siento escindido entre lo que me gusta y lo que me desagrada de esta criatura. No difiero, en esto, de la mayor parte de los europeos. Jano, el Dios romano de la transición y las dos caras, que miraba hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo, es la imagen que viene a la mente en este quincuagésimo aniversario.

Lo mejor de la Unión Europea proviene de los países que no fueron parte del club de fundadores. Incluyo el salto cultural del provincianismo a la globalización (España, Irlanda, Portugal), la transición del comunismo a la democracia liberal bajo el Estado de Derecho (los países que se unieron en 2004), y algo del escepticismo británico, que ha ayudado a frenar en algo la dimensión constructivista y vertical de la Unión.

Lo peor de la Unión Europea emana de los países fundadores, particularmente Francia, Alemania e Italia. Pese a que algunas tímidas reformas han tenido lugar en Alemania y los italianos siguen siendo creativos y productivos no obstante su política caótica y su reglamentación laberíntica, el club fundacional es responsable de la lentitud económica, que ha puesto a tantos jóvenes europeos en contra de sus instituciones. El daño causado por las leyes proteccionistas y los ruinosos sistemas de “bienestar” de estos países se ve agravado por el hecho de que la mayoría de las víctimas, especialmente los desocupados, culpa de su situación a la libre empresa: precisamente lo que ha estado ausente en muchas áreas, desde la legislación laboral hasta la política agrícola.

Otros culpan a la inmigración. Sin embargo, todo indica que, en general, la inmigración ha sido benéfica. Por lo pronto, muchos de los países que mejor han venido desempeñándose en épocas recientes, como Irlanda, el Reino Unido y Suecia, son también los que permitieron a los recién llegados a la Unión trabajar dentro de sus fronteras casi desde su arribo. Además, países como España, donde la tasa de fertilidad se había desplomado, están comenzando a revertir esa tendencia precisamente debido a la inmigración. La ironía de esto es que los inmigrantes, que son culpados por saquear el Estado de “bienestar”, están en verdad prolongando su inepta existencia: ellos son los que han reducido la brecha entre contribuyentes y beneficiarios.

Al aterrizar en Roma, estaba releyendo “El agente secreto” de Joseph Conrad. Me topé con un pasaje famoso en el que un diplomático extranjero, tal vez ruso, instruye al agente británico para que coloque una bomba en Londres con el objeto de conmocionar a los británicos para hacerlos menos proclives a la legalidad y el Estado de Derecho en una época —la década de 1880— en la que el terrorismo anarquista hacia necesario, en su opinión, reforzar la autocracia. “Este país es absurdo con su sentimental estima por la libertad individual”, le dice Vladimir a Verloc, el agente.

Uno puede imaginar fácilmente al Presidente ruso, Vladimir Putin, diciéndole hoy algo parecido a alguno de sus homólogos de la Unión Europea. Sin embargo, cuando uno oye a los líderes europeos elogiar los logros de la Unión durante los pasados cincuenta años —la paz y la prosperidad—, uno tiene la impresión de que valoran la parte centralista y burocrática de la integración europea por encima del verdadero motivo detrás de la ausencia de guerras entre los Estados miembro y de una riqueza de la cual, pese al atolladero de los años recientes, sus ciudadanos disfrutan ampliamente. El verdadero motivo de su paz y su relativa prosperidad tiene que ver con esa “sentimental estima por la libertad individual” que ha continuado gobernando a las sociedades europeas pese a los aspectos verticales y burocráticos de la integración. A dicho principio debemos lo que, no obstante algunas restricciones subsistentes que eventualmente desaparecerán, podemos describir como el libre flujo de personas, bienes, capitales, servicios e ideas entre las 27 naciones miembro.

A ese mismo principio debemos, también, la formidable batalla que los miembros más esclarecidos de la Unión, particularmente los europeos centrales, están oponiendo a quienes tienden hacia la “Europa fortaleza” —proteccionista, anti-estadounidense y fuertemente centralizada— y a quienes abrigan ilusiones de grandeza nacionalistas.

En el mundo actual, la única manera de asegurar que la Unión Europea siga siendo prospera y pacífica es hacerla tan abierta, flexible y descentralizada como sea posible. Eso implicará ser menos insistentes en el empeño por forzar desde arriba una identidad europea en la imaginación de los ciudadanos disconformes mediante el diseño de esquemas grandilocuentes y preocuparse más por la remoción de las barreras que provocan que tantos jóvenes sean incapaces de aprovechar a fondo la expansión de las opciones que ha traído consigo la globalización.

Tarde o temprano, Jano, el Dios de los portales, tendrá que decidir si cruza el umbral. La tarea, en los próximos cincuenta años, es empujarlo y cerrar la puerta detrás para siempre.

(c) 2007, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.