La mayor parte de los estadounidense manifiestan apoyo por la empresa privada. En este país, los socialistas absolutos son relativamente raros, excepto en los predios universitarios, e incluso los progresistas, que favorecen la reglamentación generalizada y la tributación gravosa, a menudo declaran que apoyan una economía de libre empresa—simplemente se oponen al “capitalismo desenfrenado”. Para muchos amigos sinceros del mercado libre, sin embargo, el mismo brilla tan solo como una estrella entre un montón de otras en su firmamento ideológico, y con respecto a un servicio críticamente importante, como es la protección frente a las amenazas externas, son partidarios de un proveedor gubernamental monopólico con una reputación establecida por su ferocidad temeraria e innecesaria. Así, entre los notables defensores de la empresa privada se incluyen tanto los halcones (Ej., Thomas Sowell, George Shultz, Walter Williams) como las palomas (Ej., Thomas Gale Moore, David Henderson, Donald Boudreaux) en sus opiniones acerca de la política exterior y militar de los Estados Unidos.

Entre los libertarios en particular, la invasión estadounidense de Irak ha resaltado esta diferencia de modo más visible que cualquier otro acontecimiento previo. Algunos libertarios profesos han apoyado al ataque de los EE.UU. y la ocupación resultante, otros se han opuesto a esas acciones, e incluso otros se han guarecido en algún lugar intermedio. El 22 de octubre de 2004, por ejemplo, una bien publicitada y bien concurrida conferencia libertaria en el Cato Institute, “Lessons from the Iraq War: Reconciling Liberty and Security” (“Lecciones de la Guerra de Irak: Reconciliando a la libertad y la seguridad”) le brindó el podio a defensores de cada una de estas posiciones. (Fui uno de los disertantes invitados). Los partidarios de un libertarianismo “amplio” han aconsejado que los libertarios deberían mantenerse al margen de un conflicto fraticida sobre este tema. Después de todo, afirman, todavía estamos de acuerdo en muchas otras cuestiones. Pese a que por lo general evito las reyertas con los colegas libertarios sobre cuestiones doctrinales—mi disputa crucial es con el gobierno, no con otros libertarios—trazo la línea en la cuestión de la guerra y la paz. A mi juicio este tema resulta fundamental; el mismo define casi a una genuina ideología libertaria.

Los libertarios profesos que apoyan a un agresivo Estado belicoso están, en efecto, abandonando el barco. Están cometiendo la misma equivocación que por mucho tiempo condenó a los conservadores a servir como los contrafuertes de facto del Leviatán, sin importar cuánto puedan quejarse de los altos impuestos o de la excesiva reglamentación.

Mi argumento es que aquellos que le brindan una carta blanca al gobierno en su toma de decisiones en materia exterior y de defensa finalmente descubrirán que les han dado a sus gobernantes la llave que abre todas las puertas, incluidas las puertas que obstruyen la invasión por parte del gobierno de nuestros derechos más apreciados a la vida, la libertad, y la propiedad.

La llave para hacer la guerra es, por así decirlo, la llave maestra para cualquier gobierno, en virtud de que cuando deben analizarse alternativas críticas, la guerra supera a todas las demás inquietudes y, como nos advierte apropiadamente una antigua máxima, inter armas silent leges (entre las armas enmudecen las leyes). Por ejemplo, cualquiera que le haya prestado atención a las acciones de la Corte Suprema de los Estados Unidos, sabe que durante las épocas de guerra los miembros del Alto Tribunal se han colocado en el listado de victimas al dar tumbos y hacerse los distrídos de manera impresionante. Sin al menos una semblanza de un Estado de Derecho y de un poder judicial independiente, todas las esperanza para el mantenimiento de una sociedad libre son en vano.

He venido investigando y documentando las argumentaciones precedentes durante más de veinticinco años, y mis libros Crisis and Leviathan (1987), Against Leviathan (2004), y Depression, War, and Cold War (2006), entre otros publicados, presentan mucha evidencia y análisis que apoya la tesis de la “llave maestra”. Mi reciente libro Resurgence of the Warfare State (2005) demuestra que las relaciones operativas características durante las guerras mundiales y la Guerra Fría están actualmente operando en la denominada guerra contra el terrorismo. La principal conclusión de toda esta investigación es la de que cuando una nación-Estado va a la guerra o realiza grandes esfuerzos para prepararse para la guerra, se pierden todas las apuestas a favor de la preservación de las libertades del pueblo. Tal como lo concluyó el politólogo Bruce Porter en War and the Rise of the State (1994), un estudio de los cinco siglos pasados en Occidente, “Un gobierno en guerra es una fuerza implacable de la centralización determinada a aplastar a cualquier oposición interna que impida la movilización de los recursos militarmente vitales. Esta tendencia centralizadora de la guerra ha hecho que el auge del Estado a través de gran parte de la historia fuese un desastre para la libertad y los derechos humanos”. Los libertarios militaristas harían bien en ponderar estas conclusiones. No por nada los libertarios mansurrones han hecho un auténtico mantra de la declaración de Randolph Bourne de que “la guerra es la salud del Estado”.

Una respuesta obvia de parte de los libertarios militaristas apela a un axioma del liberalismo clásico: necesitamos que el Estado nos proteja de las genuinas amenazas externas; además, la provisión de dicha protección es la responsabilidad más básica del Estado. Lamentablemente, esta réplica, la cual descansa más en el pensamiento ilusorio que en una comprensión realista del Estado, plantea más interrogantes que respuestas (y, de modo incidental, revela un defecto fatal en la doctrina del liberalismo clásico).

Primero, ¿qué le hace pensar a alguien que el Estado nos protegerá, como algo opuesto a los líderes del Estado y su aparato de dominación? Durante más de un siglo, prácticamente todas las actividades militares del gobierno de los Estados Unidos han estado dedicadas a la protección de alguien o algo distinto de usted y de mi (o, anteriormente, de nuestros antepasados). España no amenazaba a los estadounidenses en 1898, y los filipinos no los amenazaron entre 1899 y 1902. Alemania no amenazaba seriamente derecho estadounidense alguno en 1917—el derecho a viajar sin interferencias en una zona de guerra de los navíos británicos o franceses cargados con municiones no califica, a pesar de la lógica tortuosa de Woodrow Wilson—y el gobierno del Kaiser realizó esfuerzos conciliatorios en reiteradas ocasiones para mantener relaciones pacíficas con los Estados Unidos desde 1914 hasta 1917. Alemania no buscaba la guerra con los Estados Unidos en 1940 y 1941 (hasta que su alianza con Japón la llevó a una declaración de guerra el 11 de diciembre de 1941); en verdad, el régimen de Hitler, esperando mantener a los Estados Unidos a raya, hizo gala de una templanza destacable frente a los intentos de Franklin D. Roosevelt por provocar un incidente naval en el Atlántico Norte que justificase la guerra.

En décadas más recientes, Corea del Norte, Vietnam del Norte, Panamá, Serbia, e Irak, entre otros, no amenazaron a los derechos estadounidenses antes de que los Estados Unidos lanzaran guerras contra ellos. Si, al hacer la guerra, el gobierno solamente procura proteger a los estadounidenses de los extranjeros que amenazan sus vidas, libertades, y propiedad aquí en nuestro propio territorio, entonces debemos concluir que el gobierno ha evidenciado asombrosamente un mal criterio al escoger sus blancos. ¿Por qué desearía alguien confiar en un protector que de manera manifiesta no se comporta con honestidad?

Segundo, incluso si necesitásemos la protección del gobierno de un ataque extranjero, ¿puede el gobierno proveer los bienes? ¿Evitó el ataque japonés contra Pearl Harbor? ¿Evitó los ataques terroristas del 11 de septiembre? Por supuesto, los funcionarios estatales constantemente nos dicen que nos están protegiendo, pero hablar es sencillo, y en su caso, a menudo falso, especialmente cuando se trata de cuestiones ajenas a nuestra experiencia cotidiana y por ende más allá de nuestra facultad de verificarlas con facilidad.1

Para plantear un interrogante incluso más fundamental, podríamos preguntar: ¿por que los japoneses atacaron Pearl Harbor en primer lugar? ¿Había el gobierno de los Estados Unidos, tal vez, iniciado una guerra económica para ponerle a la economía japonesa un collar de fuerza del cual el gobierno japonés pudiese solamente librarla, dado el ultimátum estadounidense con relación a la guerra chino-japonesa, mediante una humillante retirada de los negocios de Japón del continente asiático o mediante la liberación del embargo económico estadounidense-británico-holandés al tomar riesgosas contramedidas militares? Más recientemente, ¿qué ha hecho el gobierno de los Estados Unidos en el Medio Oriente para hacer que tantos musulmanes estén deseosos de morir en aras de tomar revancha contra los Estados Unidos? Cualquiera que haya seguido las noticias o se haya sumergido en la literatura histórica comprende que el gobierno estadounidense ha venido vigorosamente entrometiéndose en los asuntos del Medio Oriente, haciendo enemigos a la derecha y a la izquierda en el proceso, durante más de medio siglo.

Los funcionarios del gobierno estadounidense siempre nos dicen, por supuesto, que el mismo es tan puro como la blanca nieve en sus tratos con individuos en el exterior, que los estadounidenses estamos invariablemente ocupándonos de nuestros propios asuntos y dispensando nada más que dulzura y luminosidad a todos sobre la tierra sin consideración de raza, color, o credo, cuando enajenados extranjeros nos atacan sin razón alguna, excepto porque abrigan un insano odio por nuestra forma de vida. Incluso una superficial exposición a los hechos pertinentes deja al descubierto a la línea oficial del gobierno como si se tratase del más simple de los cuentos de hadas.

Lejos de protegernos, el gobierno se ha pasado más de un siglo ocupado haciendo enemigos para los estadounidenses alrededor del globo. Vaya protección. Si el gobierno fuese un guardia de seguridad privado, lo habríamos despedido en 1898 y jamás requerido sus servicios de gatillo fácil nuevamente.

Los estadounidenses necesitan de manera desesperada clarificar una distinción básica: proteger los justos derechos de los estadounidenses aquí en los Estados Unidos y ejercitar una hegemonía que abarque a todo el globo sobre otros pueblos son dos cosas distintas.

Estas observaciones conducen a un planteo aún más fundamental: ¿qué es lo que hace que alguien pueda pensar que los funcionarios del gobierno están siquiera intentando protegernos? Un gobierno no es algo análogo a un guardia de seguridad contratado. Los gobiernos no surgen como organizaciones de servicio social o como empresas privadas que procuran complacer a los consumidores en un mercado competitivo. En cambio, nacen de la conquista y se nutren a través del saqueo. Son, en síntesis, pandillas bien armadas determinadas al crimen organizado.

Que los libertarios hayan perdido de vista la naturaleza fundamental del Estado y que por lo tanto hayan esperado que sus cabecillas desinteresadamente los protejan de las genuinas amenazas externas, al igual que una gallina protege a sus pollitos, desafía la comprensión. Imagínese: individuos que reconocen plenamente que no pueden confiar en el gobierno para que haga algo tan sencillo como reparar los baches, así y todo consideran que pueden confiar en ese mismo gobierno para que proteja sus vidas, libertades, y propiedad. Uno está tentado de concluir que al cometer esta colosal equivocación los mismos han demostrado que no eran libertarios en primer lugar.

En definitiva, el tema de la guerra y la paz sirve como una prueba de tornasol para los libertarios. Los libertarios belicistas ipso facto no son libertarios. Los verdaderos libertarios no esperan que los cerdos vuelen: no se creen las mentiras del gobierno respecto de la multitud de demonios extranjeros prestos para atacarnos; no le dan crédito a la promesa gubernamental de protegernos de cualquier monstruo real que pueda existir más allá de nuestras fronteras; ni siquiera toman seriamente la declaración del gobierno de que su objetivo primario es el de afianzar nuestros derechos contra una invasión extranjera u otro perjuicio originado en el exterior.

Durante las épocas de guerra, los gobiernos invariablemente pisotean los justos derechos del pueblo, procurando mediante la propaganda hacer que los abusados ciudadanos crean que están negociando libertad por seguridad. Sin embargo, una y otra vez, después de que las aguas vuelven a su cauce, las guerras del gobierno de los Estados Unidos han arrojado el resultado neto de que los estadounidenses gozaban de menos libertades en la era posterior al conflicto que las que disfrutaban en la era previa al mismo. Debe esperarse que este efecto trinquete acompañe a todo gran emprendimiento militar que el gobierno de los EE.UU. conduzca. En toda guerra con un resultado decisivo, los pueblos de ambos bandos pierden, el gobierno del bando perdedor pierde, y el gobierno del bando que resulta ganador triunfa. ¿Qué clase de libertario desea tomar ese tipo de bebida envenenada?

Nota

  1. Considérese el reciente y altamente publicitado anuncio del gobierno de que había arrestado a los miembros de una “célula terrorista interna” en Miami, impidiéndoles en consecuencia volar la torre Sears en Chicago. Incluso antes de que el gobierno hubiese finalizado su conferencia de prensa de alto perfil, estruendos de risas estaban sonando por todo el país: los siete “terroristas” carecían de explosivos, entrenamiento, contactos con algún verdadero grupo terrorista y, fundamentalmente, del ingenio para volar un rascacielos. El Subdirector del FBI John Pistole, describiendo al supuesto complot como “esperanzado antes que operacional”, tuvo que ahogar sus risitas nerviosas. Estos hombres merecen, quizás, una semana de cárcel por el delito de ser unos bichos raros, en tanto que los agentes del gobierno, incluido los agentes encubiertos que plantaron las semillas en las receptivas pero patéticamente pueriles mentes de estos hombres, podrían con justicia ser sentenciados a diez años tras las rejas por abusar de su autoridad. Uno debe preguntarse: si verdaderos terroristas amenazaban al pueblo estadounidense, ¿por qué están los agentes del gobierno desperdiciando de este modo a su tiempo tan bien remunerado y otros recursos ?

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review