BEIRUT—El mundo musulmán abriga un profundo resentimiento por la pérdida de la supremacía de la que alguna vez gozó. En lugar de extraer las lecciones acertadas de su decadencia, deja que los líderes políticos y religiosos inventen excusas para justificar ese declive. A menos que los musulmanes conjuren el embrujo cocinado por estos dirigentes, la sociedad civil permanecerá sofocada bajo la confrontación entre las dictaduras anacrónicas y el islamismo, la ideología fraudulenta que ha alejado al islam de su antigua tradición de libertad y tolerancia, y que promete peores formas de despotismo.

Esta es la conclusión melancólica a la que llego después de un recorrido que me ha llevado del norte de Siria al sur de Jordania y del norte del Líbano al extremo norte de Israel, y de conversar con muchos musulmanes y cristianos: comerciantes, vendedores callejeros, pastores, agricultores, ministros del gobierno, empresarios, poetas, y profesores. Los manes de la intromisión occidental—que ha sido abundante—no explican el atraso del Medio Oriente (y, en casos como el del Líbano, la interrupción de una trayectoria que hasta no hace mucho parecía conducir a la prosperidad). Y sin embargo, con muchas excepciones ilustradas, la opinión dominante es que Occidente ha hurtado la gloria del islam mediante la explotación. Según este razonamiento, los musulmanes se han apartado de los caminos de Alá y han sido castigados; de allí la necesidad de volver a los fundamentos del islam.

Existe una tendencia en los Estados Unidos y Europa a confundir todas las variantes del fundamentalismo. El hecho desafortunado de que Arabia Saudita estuviese desesperada por frenar el panarabismo que azotaba a Egipto después de la Segunda Guerra Mundia, la llevó a abrir sus puertas a toda clase de maestros y líderes fundamentalistas. Esto resultó en el entrevero del wahabismo, el fundamentalismo radical originado en el siglo 18, y el salafismo, que se había iniciado en el siglo 19 como un intento interesante de reconciliar al islam primigenio con la modernidad. De haberse desarrollado más la rama modernizante del fundamentalismo, acaso algunas cosas podrían ser distintas hoy.

El islam posee, en efecto, un pasado luminoso. Entre los siglos 8 y 11, el mundo musulmán gozó de un mayor grado de libertad que los otros. El resultado fue la grandeza cultural. De Asia a España (donde se estableció Abderramán cuando los abasíes vencieron a los omeyas y él huyó de Damasco), existía un buen grado una tolerancia religiosa, libertad de comercio, y experimentación científica. El capitalismo y el Renacimiento—el Occidente moderno—no hubiesen sido posibles sin el progreso gatillado por los musulmanes.

El islam hace bien en mirar con orgullo su edad dorada. Pero sólo si saca las conclusiones acertadas de lo que aconteció después tendrá posibilidad, algún día, de alcanzar a los Estados Unidos y Europa (o Israel). Carlos Varona, un arabista español que dirige un centro cultural en Jordania, ha pasado once años investigando por qué declinó el mundo islámico. Sostiene que después del siglo 11, por razones políticas, comenzaron a cerrarse gradualmente las compuertas cuya apertura había dejado fluir un torrente de experimentación. “El pensamiento crítico, la capacidad de los individuos de observar a su propia sociedad desde fuera, fue gradualmente restringido”, afirma. Las circunstancias históricas—el hecho de que ciertas dinastías fueran más intervencionistas que otras, el endurecimiento causado por la lucha contra los cruzados, el acoso de otras potencias orientales—explican parcialmente la extinción de la tradición crítica.

La lección que los fundamentalistas deberían extraer no es que Dios los castigó, dejando que Occidente lo saqueara todo, es decir la conclusión cómoda. La lección adecuada es que el progreso pasa por el tipo de libertades que ciertas dinastías musulmanas permitieron a sus ciudadanos; es decir, por los valores de la responsabilidad individual. No hay necesidad siquiera de “copiar” al odiado Occidente. Los musulmanes pueden hallar en instituciones antiguas, como el “waqf” -un tipo de fideicomiso utilizado por muchas familias para financiar escuelas-, y en el propio Corán (“los hombres tendrán derecho a lo que ganen y las mujeres también”), algunos de los principios que de manera simplista denominamos “occidentales”: la supremacía de la ley sobre la voluntad del gobernante, la separación entre el estado y la sociedad civil, la propiedad privada.

La mitología griega nos dice que Zeus secuestró a Europa, hija de un rey fenicio, en una playa libanesa para llevarla a Creta para fundar una raza. Antes de legar a la humanidad tres asombrosas religiones monoteístas, el Medio Oriente dio a Europa su nombre. Sí, el Occidente ha sido a menudo insensible al drama de los palestinos y ha contribuido a la creación de algunas de las tensiones que afectan a aquellos estados fundados por Churchill y compañía en “una tarde” (Churchill dixit). Pero el modo de corregir esto no es el resentimiento sino que los nietos del Islam venzan a Europa y a los Estados Unidos en el juego que, según la leyenda de Europa, comenzó exactamente aquí.

(c) 2006, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.