La reciente revelación por parte de los demócratas de un programa de seguridad nacional alternativo ilustra las limitadas opciones que tienen los estadounidenses en materia de la política de los Estados Unidos. Los puntos destacables del plan de los demócratas son trillados y obsoletos: la reconstrucción de las fuerzas armadas estadounidenses, la implementación de las recomendaciones de la Comisión del 11/09, el aumento de los recursos para atrapar al escurridizo Osama bin Laden, y el vago “cambio de frente responsable de las fuerzas de los EE.UU.” desde Irak, el que no establece un plazo límite para el retiro de todas las fuerzas estadounidenses. Nadie debería sorprenderse de que un partido que esencialmente sucumbió a la claramente cuestionable aventura de Irak de la administración Bush, y que ha sido tímido en su crítica a la misma desde entonces, no ofrezca un programa realmente alternativo.

Pese a que la globalización ha abierto los mercados alrededor del mundo, el sistema político estadounidense permanece cerrado a la verdadera competencia. Curiosamente, los estadounidenses están orgullosos por igual de poseer una de las economías más libres y vibrantes del mundo y una oligarquía bipartidista que restringe la competencia entre los partidos políticos. Si una mayor competencia resulta mejor para economía, ¿por qué no para la política?

Si bien ninguna exigencia constitucional o legal específica limita el número de los principales partidos políticos, los Estados Unidos han tenido solamente dos partidos dominantes durante la mayor parte de su historia debido al modo en que está redactada la Constitución. La naturaleza de que “el ganador se lleva todo” del sistema político proporciona poderosos desincentivos para que los dos partidos políticos robustos y realmente amplios se desmenucen en partidos más pequeños y más competitivos que verdaderamente defiendan algo. La elección directa del presidente por el pueblo, el colegio electoral presidencial, y la representación en el Congreso en base a las áreas geográficas significan que una sola persona pueda ganar cada elección—dándole a los grupos políticos incentivos para maximizar su fortaleza al permanecer juntos en dos coaliciones dispares.

En contraste, un sistema parlamentario—en el cual los partidos obtienen el número de escaños que poseen en el parlamento en base a su porcentaje de los sufragios (representación proporcional) y eligen a un primer ministro basándose en la capacidad del líder de un partido para formar una coalición de partidos que comanda una mayoría en la legislatura—es más competitivo. Las coaliciones gobernantes formadas tras una campaña electoral dura y desordenada que les brinda a los votantes una posibilidad más amplia entre múltiples partidos son muy distintas de las coaliciones electorales del sistema bipartidista, que provoca que las agrupaciones políticas muten sus diferencias en un intento por permitirle triunfar a su coalición. Algunos critican la inestabilidad de los sistemas de múltiples partidos, pero no resulta fácil vivir libre. La “libertad” es tan solo una palabra agradable de los políticos para la opción, y los sistemas de múltiples partidos ofrecen una mayor opción y menos colusión detrás de la escena entre los partidos. En un sistema multipartidario, la colusión entre los partidos tiene lugar solamente después de que los votantes se han expresado—no antes—y a la luz del día.

Incluso la restringida competencia en el sistema político estadounidense se ha corroído desde la Segunda Guerra Mundial. Las aventuras militares de ultramar durante la Guerra Fría y de allí en adelante han creado una presidencia imperial mucho más fuerte que la que los fundadores de la nación habían previsto. Al igual que en la antigua Roma, el imperio está destruyendo lentamente a la república. En verdad, el pueblo estadounidense, que se supone que en última instancia está a cargo del sistema político, se encuentra gobernado por las burocracias masivas e insensibles de la rama ejecutiva. Y el Congreso, imaginado por los fundadores para ser la rama dominante del gobierno y el principal contralor del poder ejecutivo, le ha cedido gran parte de su poder a esas burocracias, especialmente en materia de las relaciones exteriores y de las decisiones para ir a la guerra. Además, no obstante que el pueblo estadounidense retiene en teoría la capacidad de elegir a sus representantes en el poder, rara vez lo hace debido a que las ventajas de los que se encuentran en el cargo son actualmente enormes y a que los límites geográficos están divididos en distritos electorales pergeñados para darle ventaja a un partido, lo que genera distritos amistosos para los miembros ya en el poder.

Desafortunadamente, el gobierno “del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo” de Abraham Lincoln ha venido pereciendo de un tiempo a esta parte.


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.