El aspecto más importante del reciente pronunciamiento de la Corte Suprema de los Estados Unidos sobre la constitucionalidad de la ejecución de menores, fue el de tomar en consideración la evolución de los puntos de vista internacionales sobre el “castigo cruel e inusual.” El tribunal destacó sabiamente la creciente corriente global de revulsión contra los gobiernos que matan a sus ciudadanos jóvenes, sin importar qué delito cometieron, y falló que las condenas a muerte de menores en los Estados Unidos son inconstitucionales. De manera similar, en el futuro, la corte debería de hacerle caso a la en ciernes condena mundial a la pena de muerte estadounidense para personas de cualquier edad.

Desde 1990, los Estados Unidos han gozado de la deplorable compañía de las pocas naciones—Irán, China, Congo, Yemen, Nigeria, Pakistán, y Arabia Saudita—que aún condenan a muerte a menores por la comisión de delitos. Los Estados Unidos, famosos por la extensión de sus libertades individuales, no deberían figurar en lista alguna junto a tales despóticos abusadores tercermundistas de los derechos humanos. En verdad, el miembro de la Corte Anthony Kennedy, quien redactara la opinión de la mayoría para el tribunal, señaló la “rígida realidad de que los Estados Unidos son el único país en el mundo que continua dándole sanción oficial a la pena de muerte de menores.”

Sin embargo, ¿por qué terminar solamente con la pena de muerte para los menores? Los Estados Unidos son también parte del pequeño grupo de países, muchos de los cuales son severos abusadores de los derechos humanos, que permite que la pena de muerte sea utilizada. Los Estados Unidos deben también salirse de este nefasto club.

Como se debatiera durante el foro de políticas públicas llevado a cabo recientemente en The Independent Institute, “The Death Penalty on Trial,” la creciente oposición mundial a la pena de muerte no es la única razón para terminar con ella dentro del territorio de los Estados Unidos; la oposición a esta pena última está creciendo también internamente. La principal razón es la incompetencia del gobierno para aplicar la sanción. Las pruebas de ADN de prisioneros condenados a muerte han exonerado a un número considerable de individuos. Añádasele a ello el número desproporcionado e injusto de condenas a muerte de afro-estadounidenses. Finalmente, estudios rigurosos han demostrado que la pena de muerte no actúa como un disuasivo de futuros crímenes capitales.

Entonces, en vez de suavizar el apoyo público para la pena capital, ¿por qué muchos estadounidenses aún simpatizan con este castigo barbárico que pertenece a un siglo pretérito? La respuesta es simple: un deseo de venganza. Mucha gente considera que los individuos violentos que cometen crímenes atroces—tal como Christopher Simmons, el acusado de 17 años de edad en la causa que tramita por ante la Corte Suprema, quien irrumpiera en el hogar de una mujer y la asesinara arrogándola atada y amordazada a un río—merece ser ejecutado.

Simmons, e individuos como él, merecen ser severamente castigados por sus hechos atroces. Siendo alguien que se opone a la pena de muerte, me han preguntado si yo desearía tomar revancha contra quien asesinase a un amigo cercano o un miembro de mi familia. Considero que esa pregunta no resulta relevante. La cuestión critica es la de si la sociedad va a encontrarse en una situación mejor si toma venganza o si el estado lo hace por mi. La respuesta es un enfático “no.”

Es peligroso conferirle a los gobiernos—ya sea al estadual o al federal—el poder de matar gente. Y ello no debido solamente a su incompetencia para encarcelar a la gente correcta previamente mencionada. Hoy día, tales gobiernos dentro de los Estados Unidos poseen bastamente más poder que la nación que originalmente pensaron los Padres Fundadores. Fácilmente podrían emplear de manare impropia ese poder a efectos de ejecutar a individuos por razones políticas. Si usted cree que esta posibilidad es remota en los Estados Unidos, piense tan solo acerca de las presiones políticas después del 11/09 para que se hiciese algo respecto de los “terroristas.”

La administración Bush encarceló a individuos indefinidamente sin presentar cargos contra ellos, sin brindarles acceso a un abogado, y sin juzgarlos por ante un tribunal independiente lo que implicaría respetar su derecho al debido proceso. Los tribunales militares irregulares de la administración—los cuales han sido específicamente creados fuera de los sistemas de justicia civiles o militares normales, no cumplen con dichos estándares del debido proceso, y son conducidos por personas quienes en ultima instancia reportan al Presidente Bush—pueden dictar sentencias de muerte. Y, en la estela de otro incidente terrorista catastrófico, la presión política para que el gobierno distribuya condenas a muerte sería intensa.

Sin embargo, números significativos de individuos apresados después del 11/09 sin el debido proceso, han sido ya liberados en virtud de finalmente encontrarse que no eran terroristas. Por lo tanto, tras un eventual futuro ataque terrorista al estilo de aquel del 11 de septiembre, si la pena de muerte no ha sido abandonada o declarada inconstitucional, mucha gente inocente podría ser capturada y ejecutada por causas políticas—es decir, para demostrarle al público que el gobierno está “haciendo algo” acerca del terrorismo. A diferencia del empleo de otras condenas, la pena de muerte no posibilita que los errores sean corregidos tras su aplicación.

En un nuevo siglo y con una opinión mundial cambiante, resulta peligroso permitir que gobiernos usualmente ineptos posean la autoridad de poder matar a sus ciudadanos por alguna razón, especialmente cuando la pena de muerte no disuade futuros delitos violentos, es aplicada de manera injusta sobre la base de la raza o de la religión, y no es reversible.

Al vedar el uso de las condenas a muerte para los menores, la Corte Suprema está siguiendo tendencias esclarecidas en la opinión popular. La corte debería percibir también la creciente desaprobación del público hacia la pena capital en general. Esta práctica anacrónica y barbárica debiera terminarse, de manera tal que los Estados Unidos—una de las naciones más libres sobre la faz de la tierra—puedan volver a unirse al mundo civilizado.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.