El Presidente George W. Bush y el Primer Ministro Ariel Sharon han finalmente visto cumplido su deseo: Yasir Arafat, su formidable rival de tantísimo tiempo, se ha retirado de la escena. En sus mentes, el deceso de Arafat trae aparejadas nuevas y excitantes posibilidades para los beneficios políticos de los EE.UU. y de Israel en el proceso de paz del Oriente Medio. Ellos entienden que los nuevos líderes palestinos—los más moderados Mahmoud Abbas y Ahmed Qurei—serán más dóciles y manejables de lo que era Arafat.

El presidente y el primer ministro están por cierto acertados sobre el particular. Pero el problema es que Abbas y Qurei carecen de todo apoyo entre los crecientemente enardecidos jóvenes palestinos y poseen poco control sobre sus acciones más violentas. Es factible un conflicto entre los militantes de Hamas, la Jihad Islámica Palestina, y la Brigada de los Mártires de Al Aksa y la más moderada facción de los dos nuevos líderes palestinos, en virtud de que compiten por la influencia en el movimiento palestino y tienen puntos de vista diferentes acerca de su política respecto de Israel. Recientemente, en una demostración de la arriesgada posición de Abbas y Qurei, los radicales palestinos abrieron fuego en la vecindad de Abbas.

En otras palabras, Bush y Sharon tendrán dificultades al negociar con un caótico movimiento palestino en una contienda en búsqueda de la sucesión post-Arafat. En esa lucha, nadie—y con seguridad no aquellos dos burócratas mundanos—tiene la estatura de Arafat. Además, a fin de obtener el título de líder indiscutido del pueblo palestino, cualquier candidato tendrá que complacer a la plebe palestina demostrándole cuán enérgicos serán hacia Israel.

En el corto plazo, estas realidades tornan en verdad a las perspectivas de una paz genuina en el Medio Oriente incluso más adversas de lo que se encontraban cuando Arafat se encontraba aún con vida. Cualquier acuerdo israelí agenciado con los Estados Unidos, que fuese alcanzado con Abbas y Qurei, carecería de una legitimidad amplia entre los palestinos y de esa forma sería tan sólo un trato plasmado en un papel. Y si el desorden o una guerra civil surgen entre los palestinos, Bush y Sharon podrían llegar a sentir nostalgia de los días en los cuales Arafat era quien gobernaba.

Dado que al momento, ni el comportamiento israelí ni el palestino indican un deseo de alcanzar la paz, los Estados Unidos deberían dejar de darse porrazos contra la pared en un intento de forzar a juntar a dos partes que están renuentes a hacerlo. Desgraciadamente, ambos lados probablemente se tendrán que agotar a sí mismos en un conflicto, antes de que se vuelvan deseosos de negociar un compromiso de paz de buena fe. Así, el Presidente Bush debería readoptar un más bajo perfil ante la disputa, el mismo que mantuvo al inicio de su primer mandato. Cuando las partes se encuentren genuinamente listas para hacer la paz los Estados Unidos podrían entonces mediar en el resultado. Pero, a diferencia de los Acuerdos de Paz de Camp David, suscriptos en 1978, los Estados Unidos no deberían empujar a ambos lados a fin de concretar algo que es claramente en favor de los mejores intereses de ellos.

Los casi $3 mil millones por año en asistencia que los Estados Unidos ya le otorgan a Israel (cerca del 3 por ciento del PBI israelí) socavan actualmente al proceso de paz al asegurar el poderío militar israelí, al cual Sharon emplea de manera agresiva para frustrar la resolución del conflicto. Los argumentos de que la existencia de Israel se vería peligrada si el apoyo militar estadounidense fuese eliminado son falaces. Israel posee 200 armas nucleares, las que en última instancia garantizan su seguridad vis-a-vis con los países árabes vecinos, ninguno de los cuales son potencias nucleares. Por otra parte, Israel está en paz con Egipto—su vecino más grande y más poderoso. El régimen hostil de Saddam Hussein ha sido removido en Irak. Siria, el único vecino hostil que le queda a Israel, posee una economía que representa menos de una quinta parte del tamaño de la de Israel y no ha sido capaz de reformar de manera significativa a sus fuerzas armadas después de la desaparición de su benefactor soviético.

Históricamente, la seguridad Israelí no ha estado necesariamente correlacionada con la cuantía de ayuda militar estadounidense que recibe. Desde 1949 hasta 1970, un período que incluyó a la aplastante y simultánea victoria de Israel de 1967 sobre múltiples ejércitos árabes, la ayuda militar de los EE.UU. era o bien inexistente o mínima.

Solamente en 1971, y de allí en adelante, el apoyo militar de los Estados Unidos se incrementó unas 20 veces y aún más. Después del incremento cuantitativo en la asistencia militar estadounidense, no obstante, el desempeño de las fuerzas armadas israelíes en verdad se deterioró en las guerras del Medio Oriente de 1973 y 1982, de modo tal que la asistencia militar foránea crea una dependencia en el país beneficiario y vuelve a sus fuerzas armadas más perezosas e ineficientes.

Lo mismo es válido respecto de la ayuda económica. En 2004, los Estados Unidos inyectaron unos estimados quinientos millones de dólares en una ya rica economía israelí. Este dinero proporciona un colchón, que permite que la economía estatista eluda la privatización y la apertura de los mercados, lo que de manera dramática podría incrementar el crecimiento económico.

Si Israel soluciona el conflicto palestino y efectúa las reformas económicas—las cuales deberían ser alentadas mediante el cese de la ayuda militar y económica de los EE.UU., respectivamente—incrementos cuantitativos en la inversión extranjera y la prosperidad israelí y palestina serían los resultados probables.

Los Estados Unidos no deberían obligar a estas dos partes recalcitrantes a sentarse a la mesa de negociaciones, sino que podrían alentar la paz entre ambas modificando sus propias políticas hacia el Oriente Medio.

Traducido por Gabriel Gasave


Ivan Eland es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.