En este año electoral, existen paralelismos significativos entre la Ley Patriota de los EE.UU. de 2001 y las Leyes sobre los Extranjeros y la Sedición de 1798. Sancionada en las postrimerías de los ataques del 11 de septiembre, la Ley Patriota ha aumentado las facultades de las autoridades federales para fisgonear en los asuntos de estadounidenses inocentes. En el verano de 1798, el Congreso de los Estados Unidos sancionó, y el Presidente John Adams, promulgó una legislación similar. Básicamente, las Leyes sobre los Extranjeros y la Sedición prohibían las criticas al gobierno federal y otorgaban al Presidente Adams la facultad de deportar a cualquier extranjero que fuese visto como sospechoso. Los estadounidenses hallados culpables de sedición enfrentaban periodos de prisión de hasta cinco años y multas elevadas. En ciertas circunstancias, los extranjeros residiendo en los Estados Unidos podían ser encarcelados “hasta tanto, en la opinión del Presidente, la seguridad pública pudiese requerirlo.”

Esta legislación hizo de la Primera Enmienda una parodia y privaba a los extranjeros del debido proceso básico conforme la ley. Las Leyes sobre los Extranjeros y la Sedición fueron el primer asalto directo del gobierno federal sobre las libertades civiles estadounidenses. De este asalto y de la respuesta al mismo, podemos aprender lecciones relevantes para nuestro propio tiempo.

Como sucede a menudo con la legislación no liberal, las Leyes fueron el producto de una conmoción temporaria. Allá por el año 1790, muchos estadounidenses temían que los excesos democráticos de la Revolución Francesa fuesen exportados a los Estados Unidos. Creían que agentes franceses se encontraban complotando para la destrucción de la Constitución y para derrocar a la administración de Adams. Abundaban los rumores en Filadelfia de que Thomas Jefferson y James Madison planeaban asistir a una fuerza de invasión francesa que se encontraba navegando a través del Atlántico. Algunos esperaban que la guillotina podía ser establecida para lidiar con los patriotas estadounidenses. En este ambiente, Adams y los federalistas bregaban por una legislación que protegiese al país ante una invasión y que pudiese también, esperaban, asegurar la hegemonía política federalista.

Temiéndole a la Francia revolucionaria, muchos estadounidenses en un comienzo apoyaron a las Leyes sobre los Extranjeros y la Sedición. En palabras de Thomas Jefferson, el pueblo se “convirtió por un momento en un instrumento deseoso de forjar cadenas para sí mismo.” Pero los ataques de los federalistas sobre las libertades civiles pronto enfrentaron la oposición. Reuniones locales eran celebradas en todo el país y el pueblo agregó sus firmas a diversos petitorios. Estas reuniones públicas eran muy concurridas y despertaban mucho interés. En Lexington, Kentucky, por ejemplo, una reunión prevista en una iglesia local para tratar las Leyes tuvo que ser trasladada a una plaza céntrica debido a que 5.000 ciudadanos—el doble de la población de Lexington -participó de la asamblea.

A fin de combatir las Leyes, Thomas Jefferson y James Madison pergeñaron las Resoluciones de Kentucky y de Virginia. En estas Resoluciones, Madison y Jefferson acusaban al Congreso de excederse en sus facultades y declaraban inválidas a las Leyes sobre los Extranjeros y la Sedición. Los tiempos eran tan tensos que Madison y Jefferson ocultaron su autoría debido a que temían enjuiciamientos bajo la temida Ley de la Sedición. Las Leyes eran vistas como un peligro tan grande para la libertad que existía también una discusión acerca de resistir a las medidas mediante la fuerza y la sedición.

Afortunadamente, las medidas drásticas no fueron necesarias debido a que el pueblo contaba con un arma muy poderosa a su disposición: la urna electoral. Además, Jefferson y el Partido Republicano plantearon un gran contraste con Adams y al Partido Federalista. En la denominada “Revolución de 1800," los republicanos ganaron una mayoría de 24 escaños en la Cámara de Representantes y Jefferson fue elegido para la presidencia. Tras asumir el cargo, Jefferson suspendió todos los enjuiciamientos pendientes bajo la Ley de Sedición y perdonó a aquellos condenados bajo esa ley inconstitucional. Jefferson se jactaría más tarde de como esta revolución fue provocada no a través de la espada, “sino mediante el racional y pacifico instrumento de reforma, el sufragio del pueblo.”

Bajo la Ley Patriota de la actualidad, los investigadores gubernamentales pueden con mayor facilidad escudriñar en la actividad en Internet, los agentes del FBI están encargados de reunir inteligencia interna, los funcionarios del Departamento del Tesoro se avocan a la creación de un sistema de obtención de inteligencia financiera para ser utilizado por la CIA, y a la CIA, desaparecida del campo de la inteligencia interna debido a los abusos en la era de Vietnam, le está permitido reanudar sus operaciones domésticas. Al margen de la Ley Patriota, la administración Bush sostuvo sin éxito ante la Corte Suprema que la misma podía detener a ciudadanos estadounidenses y a nacionales extranjeros en territorio de los EE.UU. indefinidamente y sin acceso a un consejero legal—todo cuando la garantía del habeas corpus no había sido ni siquiera suspendida. Incluso John Adams detentó tal facultad solamente sobre los extranjeros, y no sobre los ciudadanos.

Los libertarios civiles han sido muy críticos de la Ley Patriota, considerando que el equilibrio entre la libertad y el poder se ha inclinado demasiado hacia este último. Pero, con una elección a la vuelta de la esquina, el pueblo estadounidense puede tener la última palabra sobre esta cuestión. Bien, tal vez no.

A diferencia de 1800, el pueblo no tiene ninguna opción significativa. El Senador John Kerry, el único verdadero retador del Presidente, votó en favor de la Ley Patriota y fue el autor de varias de sus disposiciones. Según la campaña de Kerry, el problema no es con la Ley Patriota en sí misma, sino con aquellos que la hacen cumplir, por Ej., el Fiscal General John Ashcroft. Su mensaje para los estadounidenses es el de mantener a las facultades en su lugar y que las mismas le sean confiadas a él, las que él admite que han sido abusadas. La urna comicial es un arma poderosa en manos del pueblo cuando el mismo posee verdaderas alternativas. Con la franquicia el pueblo puede defender sus libertades y reformar al gobierno. Para parafrasear a Jefferson, puede consumar una revolución no sangrienta. Sin embargo, cuando ambos partidos ofrecen al pueblo candidatos con visiones indistinguibles sobre asuntos que se relacionan con sus libertades fundamentales, la franquicia es un arma impotente. Y si la democracia vacila tanto, se deja a los individuos con pocas opciones atractivas en defensa de sus libertades.

Traducido por Gabriel Gasave


William J. Watkins, Jr. Es Investigador Asociado en the Independent Institute en Oakland, California y autor del libro del Instituto, Reclaiming the American Revolution.