El mito de las políticas “fracasadas”

1 de March, 1995

Cualquiera que escucha los programas de noticias, oye mucho respecto de políticas que fracasaron. Los republicanos conservadores en el Congreso afirman que se encuentran procurando revertir las fallidas políticas promulgadas por los demócratas liberales. Aunque los demócratas defienden sus acciones, admiten que ciertas políticas pueden haber fallado y que deberían ser revisadas.

Pero los políticos que hablan acerca de políticas fallidas tan sólo están lanzando una cortina de humo. Las políticas gubernamentales tuvieron éxito al hacer exactamente lo que se suponía que debían hacer: canalizar los recursos sustraídos al público en general hacia los grupos de interés políticamente organizados e influyentes.

Durante muchos años, la educación pública ha sido un bochorno nacional marcado por una declinación de los resultados de las evaluaciones y por estudiantes que se desempeñan bien por debajo del nivel de los de otros países. Seguramente los sombríos resultados de la escolaridad gubernamental nos permiten concluir que la misma ha fracasado.

Pero esa conclusión no saldrá a flote. ¿Por qué tolerarían durante décadas un sistema fracasado aquellos individuos que se apropian de los fondos educativos y que administran las escuelas? En verdad, el sistema ha sido un gran éxito. Por su puesto que no para los estudiantes y sus progenitores, sino para los verdaderos beneficiarios del mismo: los maestros, el personal de apoyo, los administradores y los políticos.

Estas personas constituyen un bloque de votantes de clase media, organizado, políticamente astuto y conectado con los medios de comunicación. Forman un grupo de interés político formidable y altamente concentrado. Para ellos, el sistema escolar financiado a través de los impuestos funciona casi a la perfección, como lo atestigua el incremento del gasto por alumno en las escuelas públicas (ajustado por inflación) el que pasó de $2.035 en 1960 a $5.247 en 1990. A cambio, los empleados de las escuelas públicas recompensan a los políticos amistosos con contribuciones a sus campañas, votos, y con la tarea de obtener sufragios.

El sistema de bienestar es otra desgracia nacional. Por décadas, los comentaristas de distintas creencias políticas han reconocido que nuestro sistema de bienestar financiado con impuestos promueve la dependencia, la disolución familiar, la delincuencia juvenil, y otras patologías. Desde 1965, un incremento de más de cinco veces (ajustado por inflación) en el gasto anti pobreza tan solo subsidió el crecimiento de una desdichada subclase.

Insumiría poco más de $50 mil millones el colocar a todos los pobres por encima de la línea de pobreza oficial, no obstante ello el porcentaje de la población clasificada como pobre difícilmente varíe, mientras que el gasto anual del bienestar alcanza cuatro veces esa cantidad. ¿Hacia dónde está yendo el dinero?

Adivinó. El dinero va hacia los planificadores, los investigadores, los trabajadores sociales, los médicos de la salud pública, las enfermeras, y los técnicos, los administradores de las viviendas públicas, los organizadores comunitarios, los administradores, y los más variados funcionarios obsecuentes. Al igual que los maestros de los establecimientos públicos, estos individuos tienen conexiones políticas, votan en cada elección por los candidatos que apoyan más gasto de bienestar, y nunca dejan de acusar de estar perjudicando a los niños a quienes desearían recortarles el presupuesto.

Los liberales no son los únicos promotores de tales chanchullos. Una gran favorita de los conservadores es la Veterans Health Administration o VHA (Administración de la Salud para los Veteranos), con unos 240.000 empleados y un presupuesto de $16 mil millones. La VHA opera 171 hospitales, 362 clínicas para pacientes ambulatorios, 128 centros de enfermería, y 35 instalaciones residenciales. La misma ofrece uno de los peores servicios de atención de la salud en los Estados Unidos, pero siempre que alguien sugiere su privatización, los patriotas angustiados protestan por la traición a los bravos hombres que combatieron en defensa de nuestra libertad.

En realidad, esta vasta burocracia atiende por año solamente a cerca del 10% de todos los veteranos, y la mayoría de ellos califican en virtud de sus bajos ingresos, no por discapacidades relacionadas con sus servicios. Entre los verdaderos beneficiarios se incluyen los más de 7.000 empleados con salarios por sobre los $100.000 al año.

Los demócratas y los republicanos por igual apoyan la “Guerra contra las Drogas.” La policía federal, estadual, y local realiza más de un millón de arrestos vinculados a las drogas al año. Las causas atinentes a las drogas atiborran los tribunales. Más del 60% de las celdas en las prisiones federales y cerca del 30% de las celdas en las prisiones estaduales albergan a delincuentes por temas de estupefacientes. Los corsarios de las drogas que irrumpen sin tocar la puerta invalidan a la Cuarta Enmienda cada día. No obstante, las drogas ilícitas continúan lloviendo sobre el mercado, y las mismas se encuentran libremente disponibles a través del país. Luce como otra política fracasada.

Pero los políticos afirman que más dinero permitirá ganar la guerra. Para el año fiscal 1996, el Presidente Clinton ha solicitado un record de $14.6 mil millones para este ejercicio inútil. Los gobiernos estaduales y locales dilapidarán también sumas enormes. ¿Quién se beneficia? Por su puesto que los políticos que fingen y los defensores puritanos, pero también la Drug Enforcement Administration o DEA, el Servicio de Aduanas, la Guardia Costera, el FBI, y el resto de los guerreros de las drogas. La policía ama a la guerra contra las drogas, debido a que las leyes de confiscación de activos que la misma inspiró le permite incautar y conservar a la propiedad privada con total impunidad. Los policías corruptos obtienen coimas fabulosas, y de esa forma la corrupción avanza rampante.

La vivienda pública seguramente califica como otra política fracasada. El propio término “proyectos”—abreviatura para los proyectos de viviendas públicas—se ha convertido en un sinónimo de SQUALOR, crimen, y desesperación. Los individuos luchan por mantener a sus proyectos fuera de sus vecindarios y por evitarlos en sus viajes diarios al trabajo.

Durante 25 años casi todos han lamentado el fracaso de los programas de viviendas públicas, y no obstante ello los mismos persisten. Como un virus que muta más rápido de lo que se lo puede exterminar, los mismos saltan de una forma de subsidio a otra, siendo cada una un paso hacia adelante en la consiguiente desilusión.

Los edificios poseídos y operados gubernamentalmente, los subsidios hipotecarios, las garantías de un ingreso determinado en concepto de renta para los propietarios de viviendas reservadas para inquilinos que califican, complementos del alquiler para los inquilinos, prestamos a tasas subsidiadas y descuentos impositivos para los constructores—un fiasco sigue al otro en este camino hacia ninguna parte. A pesar de este record abominable, el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los EE.UU. o HUD como se lo conoce en inglés, se encuentra en la actualidad dispensando $26 mil millones al año.

¿Por qué los funcionarios electos y los expertos en vivienda del gobierno continúan apostándole en grande a este caballo desafortunado? Tal vez porque los contratistas adinerados y los sindicatos de trabajadores de la construcción hacen que el mismo siga valiendo la pena. Los funcionarios gubernamentales pueden fingir que ayudan a los pobres mientras les otorgan patronazgo y encantadores contratos a sus amigotes. Por cada funcionario del HUD que es atrapado, ¿cuántos se escapan?

Si fuesen serios respecto de la provisión de viviendas para los arrendatarios de bajos ingresos, los políticos abolirían los controles de alquileres, las leyes de zonificación, las reglamentaciones medioambientales y los códigos de edificación, que son las verdaderas causas del alto costo de la vivienda económica.

La ayuda al exterior se ubica en una posición alta en casi todos los listados de políticas fracasadas. Los países que hurgan en el dinero para el desarrollo, por lo general generan líderes con propiedades frente al mar en la Riviera francesa y grandes cuentas bancarias en Suiza, mientras los súbditos… —bien, no hagamos hincapié en las cosas desagradables. Un reciente titular en los periódicos da cuenta de la historia típica: “En el Zaire, un Gobierno Corrupto y Autocrático, Respaldado por los EE.UU., Ha Llevado al País Derecho a la Ruina.”

Para ser justos, debiéramos reconocer que en todo momento, gran parte del dinero fue entendido como nada más que sobornos a los líderes extranjeros por su cooperación durante la Guerra Fría. Sin embargo, los dictadores de repúblicas bananeras podrían haber sido enlistados por mucho menos. ¿Cómo puede uno justificar los cientos de miles de millones de dólares vertidos a hoyo pestilente de la ayuda al exterior?

La clave es percatarse de que el dinero usualmente se entregaba con ciertos compromisos. A los extranjeros no se les otorgaba el dinero para que lo gastasen a su antojo, sino que el mismo debía ser gastado en los Estados Unidos y en bienes específicos. Como lo dijera Jonathan Kwitny, “es todo parte de un gigantesco engaño internacional.”

El dinero abandona los bolsillos de los contribuyentes estadounidenses, viaja hasta el gobierno de los EE.UU., luego (a menudo vía las organizaciones internacionales de préstamos tales como el Banco Mundial y el FMI) se dirige hacia los gobiernos extranjeros, los cuales les pagan gran parte del mismo a los bancos y a los exportadores estadounidenses. Obsérvese entonces, que lo que usted y yo perdemos, el Citibank y Bechtel lo ganan. Ni por un momento dichas corporaciones privilegiadas y sus políticos mantenidos consideran a la ayuda al exterior como una política fracasada.

A juzgar por los disturbios en el Sur centro de Los Angeles, para no mencionar al toque de tambor de los medios de supuestas inequidades raciales, la política de los derechos civiles también ha fracasado. Han transcurrido tres décadas desde la sanción de la Ley de los Derechos Civiles de 1964, la cual sostenía la promesa de unos Estados Unidos daltónicos. No obstante, los negros y los blancos se miran los unos a los otros con incluso más sospecha, y la acción afirmativa es una de las cuestiones más mordazmente debatidas en nuestro discurso político. Olvidándose de la controversia, instituciones tan diversas como las universidades, las corporaciones empresarias, las agencias gubernamentales, y las organizaciones cívicas siguen adelante con esta política divisiva.

Como siempre, el rompecabezas tiene una solución con dos partes, una ideológica, y la otra más terrenal. Debido a que nuestra Nueva Clase que se golpea el pecho se ha dedicado durante largo tiempo a acusar de racistas a todos los estadounidenses blancos, los blancos que jamás han agraviado a un solo negro se han visto intimidados. Temen sostener su inocencia o protestar en público contra la acción afirmativa. Gran parte del descontento del público nunca es expresado de manera visible por lo que las políticas oficiales parecieran contar con más apoyo del que realmente tienen.

Sacando ventaja de esta timidez y del clima de opinión aparentemente favorable, los miembros del establishment de los derechos civiles de los negros han ganado publicidad, cargos, poder, y una cantidad no pequeña de dadivas gubernamentales. No importa cuán mucho o cuán poco progresan los negros como grupo, estos líderes auto designados continúan achacándole todos los problemas de los negros al racismo, y desechando a todos los críticos negros como Tíos Tom.

Incluso si todo el racismo genuino se evaporase como el rocío matinal, los individuos cuyas identidades y carreras dependen de combatir al racismo de los blancos continuarán exigiendo una política sobre los derechos civiles “fuerte”, cumplimentada con el tratamiento preferencial de los negros subsumido bajo el actual concepto de la acción afirmativa. Para estos hostigadores raciales profesionales, las “fallidas” políticas raciales del gobierno deberían ser contabilizadas como un gran éxito.

Muchas otras vacas sagradas pastorean en los campos de las políticas fracasadas, y una historia similar podría contarse sobre cada una de ellas. Todos los casos contienen dos elementos en común.

Uno, obviamente, es que las supuestas políticas fallidas son políticas gubernamentales. Siendo el gobierno, en la acertada expresión de Ludwig von Mises, el aparato social de compulsión y coerción, el mismo puede obligar a la ciudadanía a tolerar las políticas incluso si estas son fracasos desde la perspectiva del público en general. Pero Mises también enseñaba que, en última instancia, ningún sistema de gobierno puede durar a menos que el mismo reciba el apoyo de la opinión pública.

Por lo tanto, el segundo elemento en común de todas las supuestas políticas fracasadas es: el engaño. Como lo señalara en muchas ocasiones el gran discípulo de Mises, Murray N. Rothbard, el gobierno no solamente es fuerza, sino que también es fraude.

Como regla, las políticas gubernamentales simplemente no son lo que pretenden ser. Causa entonces poca sorpresa si los programas de asistencia externa no ayudan a muchos extranjeros, si las escuelas del gobierno no educan muy bien a los estudiantes, si el bienestar gubernamental no eleva al estibador proletario, y así sucesivamente. Estos objetivos ostensibles son meros disfraces políticos, que finamente ocultan el verdadero funcionamiento de los programas.

Cuando tengamos una visión realista del proceso político, veremos que las llamadas políticas fallidas son casi siempre éxitos espectaculares. De otra forma no perdurarían. Es políticamente conveniente, por supuesto, hablar de ellas como si uno hablase de un periodo de gripe—como de algo terrible que ha caído sobre nosotros y para lo cual debemos aún encontrar una cura.

Pero muéstrenme una política gubernamental que colisione con los intereses de un número sustancial de poderosos funcionarios gubernamentales y de sus ingeniosos seguidores en el sector privado, y yo les mostraré una política que pueda ser abandonada de la noche a la mañana.

Traducido por Gabriel Gasave

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