Las recientes audiencias del Comité de Relaciones Exteriores del Senado destacan un desarrollo que debería haber inspirado a un gran debate público, pero que no lo ha hecho. Desde sus comienzos, la administración Bush ha estado intentando emprender la guerra contra Irak, y ahora el país entero parece resignado a un ataque de EE.UU.. Dentro del gobierno, la discusión se refiere a cuestiones de oportunidad, estrategia, movilización de recursos militares, disposición de bases, y así sucesivamente. Difícilmente alguna persona prominente ha cuestionado el razonamiento subyacente del ataque.

Pese a ello, la justificación para esta guerra sigue siendo extremadamente problemática. "Si hacemos esto," dijo Anthony Cordesman, gurú militar y especialista en Irak, "será de muchas maneras nuestra primera guerra preventiva. No tendremos una cuerpo del delito." En otro momento, tal ataque hubiese sido etiquetado como una agresión descarnada; hoy en día, es digerida con facilidad como la Doctrina de Bush. ¿Están todos realmente en favor de un unilateral y no provocado asalto de EE.UU. a un pequeño y lejano país, el cual nunca nos ha atacado y que no plantea actualmente una amenaza seria contra nosotros?

Desde la acumulación de fuerzas previa a la Guerra del Golfo, el gobierno de EE.UU. se ha encargado de demonizar a Saddam Hussein. No ha sido requerido ningún esfuerzo hercúleo a lo largo de estas líneas, debido a que al decir de todos Saddam es, de hecho, un malhechor homicida que gobierna Irak con un puño de hierro. Es forzar los límites de la ingenuidad, sin embargo, aceptar caracterizaciones de él como otro Hitler. Tan sólo con buscar un poco, podríamos haber descubierto a líderes aún más despreciables en otros países—Kim Il Jong, por ejemplo, cuya principal ocupación parece ser la de matar de hambre a los coreanos del Norte.

La presencia de un malhechor homicida en control de un país pequeño es apenas una noticia de primera página. Tales gobernantes existen a montones. Sin embargo, los Estados Unidos no se encuentran a punto de atacarlos a todos. ¿Qué tiene Saddam que lo hace tan especial?

Se afirma, por supuesto, que su gobierno busca activamente desarrollar armas de destrucción masiva—químicas, biológicas, y nucleares. Una vez más sin embargo, la misma afirmación podría ser hecha respecto de muchos países. Por otra parte, muchos de esos países han tenido éxito ya en desarrollar dichas armas. No obstante, los Estados Unidos no proponen lanzar ataques contra la India, Pakistán, China, o Rusia, para no mencionar a Francia o el Reino Unido.

La línea argumental parece ser la de que Saddam Hussein no solamente busca obtener las armas de destrucción masiva sino que, una vez que las posea, las utilizará inmediatamente contra los Estados Unidos. Esta asunción casi nunca explícita, cuando es explicitada, posee menos que un abrumador poder persuasivo. ¿Por qué Saddam llevaría a cabo tal acción? ¿Qué ganaría con ello?

Bien, muy probablemente, él ganaría menos que nada. Como el ex inspector de armas de la ONU, Richard Butler, dijera al Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Saddam entiende que siendo el primero en emplear armas de destrucción masiva contra los Estados Unidos o sus aliados garantizaría su propia destrucción. Cualquier otra cosa que uno pueda pensar acerca de Saddam, nadie puede negar que él ha sido un astuto líder, profundamente preocupado acerca de su supervivencia personal. Difícilmente califica como un potencial bombardero suicida.

Nadie ha presentado evidencia alguna de que los iraquíes poseen en la actualidad armas de destrucción masiva o los medios eficaces, tales como mísiles balísticos, para enviar dichas armas a largas distancias. El propio Senador Richard Lugar admite "No hemos encontrado la evidencia." Durante la Guerra del Golfo, cuando los iraquíes se encontraban bajo un ataque feroz, los mísiles Scud que lanzaron contra Israel estaban equipados solamente con explosivos convencionales, y no con cabezas misilísticas químicas o biológicas, las que todos temían que Saddam pudiese utilizar. ¿Por qué él actuaría más temerariamente en el futuro, cuando no bajo ataque, de lo que lo hiciera durante el ataque masivo contra su país en 1991?

En las recientes audiencias del Senado, el Senador Lincoln Chafee identificó la cuestión crucial cuando dijo, "la clave aquí es la existencia de la amenaza. Y hay cierta disputa."

¿Pero existe una disputa genuina? Todo lo que ha sido exhibido es que Saddam, como muchos otros líderes nacionales, está trabajando para desarrollar armas de destrucción masiva, e incluso esa parte de la historia ha sido estirada fuera de proporción por la administración y sus amigos en los medios. Existe una gran diferencia, especialmente en un país pequeño y empobrecido como Irak, entre trabajar para desarrollar dichas armas y tener éxito en desarrollarlas, así como los medios eficaces para lanzarlas contra los Estados Unidos—dejando de lado la cuestión fundamental de la motivación iraquí para tal ataque suicida.

La verdad del asunto parece ser que la administración Bush, aparentemente por razones de conveniencia política, se encuentra obsesionada con derrotar al régimen de Saddam. Para alcanzar este anhelado fin, está impaciente por lanzar un gigantesco ataque contra un país al cual los Estados Unidos devastaron primero en 1991 y al que han estado provocando con agresivos sobrevuelos del territorio iraquí y el patrocinio de facciones anti-Saddam y de conspiradores por más de una década. Es casi como si la principal queja de la administración Bush fuese pura frustración, derivada quizás del anhelo del presidente de justificar a su padre, finalizando el trabajo que George H. W. Bush no concluyó. ¿Quién sabe? Dado la cuestión manifiestamente mezquina que la administración ha realizado para su guerra propuesta, uno puede solamente echar mano a la especulación sobre sus verdaderos motivos.

En 1821, el secretario de Estado John Quincy Adams declaró que este país "no va al exterior en busca de monstruos por destruir." Ahora, sin embargo, parece que hacer eso, a través de agresivos ataques "preventivos," debe ser la política oficial del gobierno. Si el pueblo estadounidense accede a esta política, sufriremos el destino que el propio Adams temía que resultaría. "Las máximas fundamentales de la política de [los EE.UU.] insensiblemente cambiarían de la libertad a la fuerza," dijo. Los Estados Unidos "podrían convertirse en los dictadores del mundo. Ya no serían los gobernantes de su propio espíritu."

Traducido por Gabriel Gasave


Robert Higgs es Asociado Senior Retirado en economía política, editor fundador y ex editor general de The Independent Review