Si realmente estamos en peligro, ¿Por qué el gobierno no actúa como si estuviésemos en peligro?

28 de October, 2002

El Presidente George W. Bush, el Vicepresidente Dick Cheney, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el Consejero de Seguridad Interior Tom Ridge, y otros líderes del gobierno, hoy en día rara vez pierden la oportunidad de recordarnos el grave peligro al que nos enfrentamos. En un discurso del 16 de julio, el Presidente declaró: “Somos hoy una nación en riesgo de una nueva y cambiante amenaza.” Observando que “la amenaza terrorista a los Estados Unidos adopta muchas formas, posee muchos sitios en donde ocultarse, y es a menudo invisible,” el Presidente enfatizó “nuestra perdurable vulnerabilidad.” Evidentemente, el peligro no ha disminuido mucho últimamente. Acabo de revisar el indicador de amenaza en el Web Site de la Oficina de Seguridad Interior y lo encontré, tal como el 27 de octubre, amarillo, lo que significa un nivel “elevado.”

Obviamente, nos encontramos en un mundo de conflicto. De todos modos, obviamente, el gobierno acepta la plena responsabilidad de aliviar la amenaza que sus líderes dicen que enfrentamos. Como el propio Presidente lo expresara en el discurso del 16 de julio, “El gobierno de EE.UU. no tiene una misión más importante que la de proteger a la patria contra un futuro ataque terrorista.”

Pero usted tiene que preguntarse: si realmente estamos en tal peligro, ¿por qué el gobierno no actúa como si estuviésemos en él? El peligro se supone que enfoca la mente y agudiza nuestras respuestas. Las acciones del gobierno federal, sin embargo, continúan siendo cualquier cosa excepto enfocadas. “Esparcidas al infierno y regresadas” las describe más exactamente.

Considere, por ejemplo, que hace no mucho tiempo el Congreso sancionó y el Presidente promulgó una ley agraria que incrementará el gasto en unos $83 mil millones durante la próxima década. Todos las partes desinteresadas reconocen que la mayor fracción de esta extensa suma no constituye otra cosa que bienestar para los ricos terratenientes y para los intereses relacionados con el negocio agrícola. Sin importar cómo podríamos caracterizarlos, sin embargo, una cosa es segura: cada dólar gastado en los subsidios agrícolas es un dólar no gastado en combatir al terrorismo. Si los terroristas nos amenazan tan seriamente, ¿por qué el gobierno está malgastando recursos fiscales preciosos en el bienestar para el negocio agrícola?

Incluso una porción pequeña del dinero que está siendo transferido a los granjeros podría destinarse para modernizar el anticuado sistema informático del FBI—usted sabe, aquel que no pudo compaginar y comunicar toda la información que el gobierno poseía sobre los hombres que más tarde secuestraron los aviones el 11 de septiembre de 2001. El FBI afirma ahora que invertirá en nuevas computadoras, y que añadirá unos 900 agentes a su plantel, algunos de ellos realmente bien diestros en idiomas extranjeros (que algunos hablen Árabe podría ser bueno para un cambio), pero la Oficina continúa quejándose de que se encuentra fuertemente presionada por los recursos presupuestarios.

Antes que financiar otra ala en el palacio rural del granjero Smith, ¿por qué no utilizar algo del botín agrícola para comprar información acerca de lo que están tramando los terroristas en sus numerosos refugios alrededor del mundo? Apenas $10 mil millones del dinero del subsidio agrícola – un mero vuelto insignificante para los muchachos de la Oficina Agrícola—serían muy útiles para aflojarle la lengua a los informantes en los callejones traseros de Karachi, Lahore, y Kuala Lumpur. Esa información podría haber ayudado a ahorrar vidas estadounidenses, lo cual es un poquito más de lo que usted puede decir sobre repartir mega-mil millones para el arroz, el maíz, y para los reyes del algodón de este país.

El programa agrícola, sin embargo, no es ni por asomo el único ejemplo de la conducta deforme del gobierno. Evidentemente no se le ha ocurrido a nadie en el gobierno que las agencias responsables de ocuparse de la amenaza terrorista podrían necesitar del dinero público más que, por ejemplo, la educación federal y los programas de entrenamiento, los cuales han absorbido más de $40 mil millones al año—y no preciso recordarle al lector cuán eficaces esos dólares han sido en mejorar la lectura, la escritura, y las habilidades aritméticas de la población estudiantil. O quizás podríamos reasignar algunos de los $11 mil millones escurridos cada año para “el desarrollo comunitario y regional.” ¿No es más apremiante frenar a la siguiente pandilla de bombarderos locos que financiar más sendas para bicicletas?

El Departamento de Justicia entero, el cual incluye al FBI y a otras agencias asignadas a la prevención del terrorismo, emplea a unas 126.000 personas (reportadas al final del ejercicio fiscal 2000). ¿Por qué el gobierno no puede incrementar sus planteles de necesarios trabajadores protectores, recortando algunos de los 104.000 empleos del Departamento de Agricultura (o, exceptuando esa posibilidad, distrayendo a alguno de los hombres-G de la cruel y vana guerra contra la droga)? Muy pronto el personal del USDA (sigla en ingles para el Departamento de Agricultura de los EE.UU.) excederá el número de granjeros a tiempo completo en el país. ¿No debería una nación verdaderamente amenazada con un peligro mortal tratar de ocuparse del mismo, antes que gastar sus recursos en continuar otro estudio de las fluctuaciones en la cosecha de naranjas chinas?

El 23 de octubre, el presidente promulgó la Ley de Partidas del Departamento de Defensa para el ejercicio fiscal 2003. La misma provee al Pentágono con $355 mil millones, un descomunal 12 por ciento más que el presupuesto del año pasado. La ley de la construcción militar proporciona uno $10,5 mil millones adicionales, la ley del departamento de energía adicionará unos $15 mil millones para los programas militares de armas nucleares, y eventualmente el Congreso soltará otros $10 mil millones para una cuenta de “contingencia” que el presidente desea utilizar como un fondo militar para sobornos.

A fin de que usted piense que esta enorme vasija de dinero tiene alguna relación con la lucha contra el terrorismo, debe considerar las específicas cuentas que financia, tales como los $7,4 mil millones para el agujero negro presupuestario conocido como el misil balístico de defensa; los $1,5 mil millones para otro submarino de ataque de la clase Virginia, para utilizar contra la casi inexistente marina rusa; los $4,7 mil millones para el R&D en el F-22 más veintitrés de los actuales aviones de combate de alto rendimiento, para emplear contra la casi inexistente fuerza aérea rusa; los $1,6 mil millones para once aeronaves V-22 Osprey de rotor inclinado, un artilugio tan mal diseñado que presenta una amenaza mayor para sus ocupantes que para cualquier enemigo; y los $3,2 mil millones para unos cuarenta y seis aviones de combate F/A-18E/F más, a fin de mantener la superioridad aérea—ya, pensarán en alguien.

“Nuestro enemigo,” ha dicho George W. Bush, “es inteligente y resuelto.” De acuerdo, quizás. Pero el presidente insistió: “Nosotros somos más inteligentes y más resueltos.” Desdichadamente, esta afirmación no se corresponde confortablemente con los hechos. Un gobierno más inteligente y más resuelto no desperdiciaría los recursos necesarios para prevenirse de los terroristas, empleando los fondos disponibles para financiar vacaciones de invierno en Martinica para los granjeros ricos, o para apoyar financieramente a otro eminentemente prescindible proyecto de “desarrollo comunitario,” o para mantener a cientos de miles de empleados prescindibles en la nómina de pago en el USDA. Un gobierno más inteligente y más resuelto a no desperdiciar varios miles de millones de dólares anualmente en producir, desplegar, y mantener un arsenal de sistemas de armas diseñados solamente para enfrentar a una URSS que ya no existe más.

Resulta demasiado claro que o bien no nos encontramos realmente ante un peligro grave, y por lo tanto las acciones del gobierno, aunque suficientemente objetables de muchas maneras, no son letalmente reprensibles, o realmente estamos en un grave peligro y, dada esa condición, el gobierno está actuando de una manera totalmente irresponsable y completamente inmoral. Si pandillas semi-organizadas de maniacos suicidas que rondan los millares están dispuestas a matarnos a todos, el gobierno no debe perder el tiempo con subsidios del jardín de infantes y la preservación de la levemente moteada lechuza sureña. Debe ponerse serio.

A comienzos del siglo veinte, un colorido personaje llamado Smedley D. Butler alcanzó el rango de general mayor en el Cuerpo de Marines de los EE.UU., sirviendo en diversos sitios alrededor del mundo y siendo dos veces galardonado con la Medalla de Honor del Congreso. En 1935, en su retiro, escribió un folleto titulado “La Guerra es un Trinquete,” en el cual acudió a sus experiencias personales para explicar cómo ciertas personas—políticos, banqueros, fabricantes de municiones—obtienen ganancias con la guerra, mientras otras personas—soldados comunes y contribuyentes—soportan los costos de la guerra en sangre y en tesoros. La guerra no es lo que es ensalzado por aquellos que conducen a la nación hacia ella, argumenta. Es apenas un trinquete.

Butler tenía en mente la participación de los EE.UU. en la Primera Guerra Mundial así como las intervenciones de EE.UU. en Asia, América latina, y el Caribe. Falleció en 1940, así que nunca atestiguó el intervencionismo global aún más amplio en el cual los Estados Unidos se han involucrado durante los últimos sesenta años. Si estuviera actualmente vivo, sin embargo, no tengo ninguna duda sobre cómo percibiría a la supuesta guerra del gobierno contra el terrorismo. Incluso tengo una corazonada acerca de la palabra que él utilizaría para describirla.

Traducido por Gabriel Gasave

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