Dios nació en Irak

10 de abril, 2003

Los “cirujanos” del Pentágono parecen olvidar que la tradición judeo-cristiana –el concepto de libertad que exportan a Irak con “quirúrjica” precisión en nombre de Dios- nació precisamente en Irak hace cuatro mil años. Para colmo de la ironía metafórica, la cirujía es un invento árabe que los italianos refinaron.

La tradición judeo-cristiana cree que Abraham fue el primero en afirmar que sólo hay un Dios y que ese Dios no dicta los asuntos humanos, pues el hombre es libre. Era un pastor de Ur, en el antiguo Irak. Moisés hizo suyo el mismo mensaje en Egipto. Jesús lo repitió en Palestina. Ese es el legendario origen de la libertad judeo-cristiana. Irakíes, egipcios y palestinos inventaban la libertad cuando Estados Unidos era un campo de bisontes.

Hacia el siglo 7, Mahoma, vendedor itinerante, repitió el mensaje en Arabia Saudita, afirmando que los hombres son libres y que el dirigismo político había corrompido la relación entre los individuos y Dios. Su palabra sediciosa viajó por los bazares del Oriente y el Medio Oriente. Un siglo después la civilización musulmana campeaba desde el Océano Indico hasta el Atlántico. La puerta del Occidente llevaba un nombre árabe: Gibraltar.

La civilización sarracena duró varios siglos. El Renacimiento y la incorporación de América al mundo conocido -y por tanto los “cirujanos” del Pentágono- son hijos de esa madre.

En esa civilización no había autoridad central, embajador Negroponte, por tanto, aunque habia jefezuelos, no había propiamente imperio. No había religión políticamente organizada, sino libertad de cultos. La gente se dedicaba a lo suyo, ya fuera la agricultura, la industria, el comercio o la ciencia. Los agriculturos, sin interferencia política, fertilizaban la tierra sin tregua y rotaban los cultivos. El resultado: la abundancia de alimentos. Las urbes, sin intervención política, fabricaban acero atemperado, porcelana, productos de algodón y cuero, y mucho más. Ciudades enteras brotaron del comercio, desde el Lejano Oriente hasta el sur de España y de Italia, también en manos sarracenas.

Las universidades proliferaban, sin departamentos académicos, curricula o exámenes: sólo en base a contratos entre los que sabían y los que aspiraban a saber. El resultado de la libertad académica fue la ciencia. Los clásicos se enseñaban en árabe. El uso del cero hizo posible la ingeniería, la astronomía, la química. Los sarracenos descubrieron la anestesia local, y proliferaron las escuelas médicas y los hospitales. En Bagdad, Damasco y Alejandría bullía la civilización.

No es un accidente que los dos países de Europa Occidental con mayor contacto con el mundo sarraceno –Italia y España- fueran también la cuna del Renacimiento y del capitalismo (Venecia), en el primer caso, y la potencia clave en el “descubrimiento” de América en el segundo. El legado material y científico de esa cultura libre permitió a los Reyes Católicos, después de expulsar a los sarracenos, ensanchar las fronteras del mundo conocido. Porque se trataba de una monarquía autoritaria que desperdició ese hermoso legado, España decayó. La libertad se desplazó a otras partes de Europa –y, finalmente, a los Estados Unidos.

Fueron los extranjeros los que destruyeron la libertad árabe musulmana. Las Cruzadas (un caso temprano de fanatismo “quirúrgico”) lo intentaron, sin lograrlo. La tragedia empezó en el siglo 15, cuando los turcos fundaron el Imperio Otomano. El resultado: un desastre que con el tiempo desembocó en la Primera Guerra Mundial. Se produjo entonces, con el fin del Imperio Otomano, una nueva interferencia extranjera, a manos de los herederos de las Cruzadas (esta vez se llamaban “democracias europeas”). En los años 20, Gran Bretaña y Francia tasajearon el continente y fabricaron Estados coloniales que luego se volvieron monarquías independientes, es decir satrapías corrompidas.

La obsesión por el petróleo y otras consideraciones estratégicas primaron sobre las aspiraciones de libertad de los árabes. Estados Unidos y Europa preservaron gobiernos pútridos con el fin facilitar la influencia “occidental” a la par que los soviéticos fomentaban el comunismo en la región. El terrorismo islamista se multiplicó a resultas de todo ello y se alejó toda posibilidad de recuperar la tradición sarracena. Saddam Hussein, a quien Estados Unidos y Europa armaron y sostuvieron, se convirtió en la garantía contra el fundamentalismo, como antes lo había sido el Sha de Irán. Allí están los resultados.

No hay garantía de que, si se los hubiera dejado en libertad, los árabes habrían regresado a ella. Pero una cosa es segura: la intervención de los europeos y americanos (además de los rusos) se encargó de que nunca lo supiéramos.

Una lucidez a este respecto debería hacer meditar con rubor a cualquiera sinceramente inclinado a pensar que las bombas quirúrgicas pueden devolver la libertad que las propias bombas quirúrgicas arrebataron.

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