La represión financiera contra sus oponentes
Para los tiranos, la propiedad privada es una de las primeras barreras que deben eliminar en su búsqueda de poder despótico. Peor aún, los activos que los dictadores roban a sus legítimos dueños suelen ser utilizados para apuntalar sus regímenes, extendiendo su dominio de hierro al transferir esa riqueza a manos de sus secuaces. Los valientes opositores a la tiranía son castigados mientras sus innobles cómplices son enriquecidos, ya que el dinero y la propiedad primero se convierten en objetivos del asalto estatal y luego en recompensas para los leales al régimen. Además, muchos gobiernos democráticos están siendo convertidos en cómplices involuntarios de las dictaduras, pues estos regímenes manipulan de manera cínica los sistemas de vigilancia financiera diseñados para combatir el crimen y el terrorismo, utilizando estas poderosas herramientas para hostigar, espiar y obstaculizar a los disidentes, tanto dentro como fuera de sus fronteras.
He sido testigo directo de este lamentable espectáculo. A los ocho años, en 1984, fui abruptamente confrontado con la cruda realidad de vivir bajo un régimen autoritario cuando un grupo de militantes sandinistas irrumpió en la tienda de mi madre, un negocio modesto que ella y mi difunto padre habían construido con dedicación y esfuerzo. Alegando a gritos que vendía mercancías “fuera del control estatal,” vaciaron sus estantes en camiones del temido Ministerio de Comercio Interior y se marcharon. Fue un saqueo organizado, disfrazado como una política de centralización económica impuesta por el aparato represivo sandinista. Mi familia no estaba involucrada en política, pero eso no impidió que el régimen expropiara arbitrariamente otras propiedades nuestras. La experiencia de mi familia no fue aislada; fue parte de un patrón amplio de confiscación y represión económica y financiera que el régimen sandinista usó para sofocar la disidencia.
El ataque sistemático de los sandinistas contra la propiedad privada parecía sacado directamente del manual de los dictadores. Las cuentas bancarias, negocios y bienes raíces pertenecientes a cualquier nicaragüense etiquetado como “contrarrevolucionario” eran confiscados por el estado. La banca privada fue abolida, y el control del partido-estado sobre el sistema financiero se extendió más allá de las transacciones económicas, abarcando todo lo que representara valor. Como resultado, cientos de miles de nicaragüenses, incluido yo, fuimos forzados a huir del país sin nada. A los doce años, emprendí el camino hacia el norte para escapar de la guerra civil y de los sandinistas, dejando atrás a mi madre y hermanos. Hice un largo viaje por tierra hasta un centro de refugiados en la frontera entre Estados Unidos y México, con apenas unos cuantos dólares que mi madre había reunido con mucho esfuerzo y escondido en mis zapatos.
El 14 de febrero de 1988, Ortega y los sandinistas devaluaron la moneda de Nicaragua, el córdoba, en un factor de mil. Fue un acto masivo de robo a la ciudadanía, que en un instante eliminó los ahorros de millones de nicaragüenses. Las familias se vieron obligadas a entregar su dinero a cambio de lo que equivalía a una décima parte de un centavo por dólar. Mi madre, quien había pasado años reconstruyendo su negocio tras la expropiación de 1984, se encontró nuevamente despojada de todo por el régimen.
En febrero de 1990, Nicaragua celebró sus primeras elecciones libres desde el final de la larga dictadura de la familia Somoza (1936–79). Violeta Barrios de Chamorro, viuda del asesinado editor de La Prensa y líder de la oposición anti-Somoza, Pedro Joaquín Chamorro, derrotó a Ortega con un 55% de los votos frente al 41%. Entre las elecciones y su toma de posesión en abril, los sandinistas transfirieron los registros de alrededor de 28,000 propiedades — equivalentes a más de una quinta parte de la superficie total del país — a muchos de sus más leales partidarios. Los nicaragüenses bautizamos esta nueva ola de saqueo como “La Piñata.” En medio del caos, cualquier ciudadano acusado de ser “contrarrevolucionario” podía ser objetivo de confiscación.
Cuando regresé a Nicaragua como adolescente en 1990, volví a una nación devastada no sólo por la guerra, sino también por la destrucción sistemática de valor y el robo de activos. Más de diez años de conflicto civil, hiperinflación y centralización económica coercitiva habían hundido el PIB per cápita a los niveles de la década de 1950. Décadas de crecimiento económico se habían borrado, y habíamos quedado como uno de los países más pobres del hemisferio occidental. Los ahorros de los nicaragüenses, incluidas sus pensiones, habían desaparecido. Mientras tanto, la élite sandinista y sus seguidores más cercanos se habían convertido en algunos de los terratenientes más ricos del país. El Protocolo de Transición aprobado por la presidenta electa Chamorro para garantizar una transferencia pacífica del poder permitió a los sandinistas conservar estas propiedades. Algunos propietarios originales recibieron compensaciones parciales que, además de ser insuficientes para resarcirlos, generaron una deuda pública superior a los US$2 mil millones, una carga que los contribuyentes nicaragüenses aún están pagando.
Los sandinistas utilizaron los activos que habían confiscado a través de la represión económica para ayudarse a allanar el camino de regreso al poder. Ortega se postuló para la presidencia y perdió en 1996 (cuando no pudo superar el 38% de los votos) y nuevamente en 2001 (cuando quedó a punto de alcanzar el 43%). Sin embargo, en 2006, los partidos democráticos se dividieron, y Ortega ganó una elección de cuatro candidatos con apenas el 38% de los votos.
El regreso de los sandinistas
Los sandinistas regresaron, y el dicho “un leopardo no cambia sus manchas” nunca tuvo una ilustración más acertada. El Frente Sandinista (FSLN) volvió rápidamente a dirigir su atención hacia la propiedad privada para expropiarla. En 2018, en medio de las protestas pacíficas masivas contra Ortega, fui falsamente acusado de orquestar un complot para “desestabilizar” el país. Estas acusaciones llevaron a dos intentos de asesinato, y el régimen confiscó todos mis bienes, así como los del centro de investigación e incidencia cívica que yo dirigía, el Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP). El 7 de julio de 2018, Daniel Ortega me acusó públicamente de financiar “actos terroristas.” El estado congeló y luego confiscó todas mis cuentas bancarias en Nicaragua, y fui incluido en listas de vigilancia internacional, incluida la de Interpol. A pesar de las intervenciones de organismos internacionales como la ONU, algunas de estas medidas aún me siguen afectando.
Las acusaciones del régimen se intensificaron después de que testifiqué ante el Consejo de Seguridad de la ONU en septiembre de 2018. A pesar de los riesgos, regresé a Nicaragua meses después, en 2019, para enfrentar nuevos cargos: esta vez, de ser un “agente extranjero” y de “socavar la seguridad y soberanía nacional.” Tras anunciar mi intención de postularme como candidato presidencial en las elecciones de noviembre de 2021, fui encarcelado en junio de ese año junto con otros seis aspirantes a la presidencia. Fui condenado a trece años de prisión y pasé 611 días en una cárcel de máxima seguridad bajo condiciones inhumanas, hasta que, en febrero de 2023, gracias a la presión internacional, fui liberado, aunque no sin enfrentar una nueva orden de confiscación de todos mis bienes y los de mi familia, junto con una orden de deportación. Al aterrizar en Estados Unidos, me enteré de que tanto a mí como a los otros 221 presos políticos deportados nos habían despojado arbitrariamente de nuestra nacionalidad y declarado apátridas por el régimen sandinista.
Este es solo un ejemplo dentro del patrón más amplio de represión que Ortega ha implementado para aplastar la disidencia. En los últimos años, más de 450 nicaragüenses han sido declarados apátridas y expulsados, con sus propiedades confiscadas bajo acusaciones fabricadas de lavado de dinero, terrorismo o participación en el crimen organizado. Ortega ha cerrado más de 5,700 organizaciones no gubernamentales y 26 universidades. Además, más de 80 sacerdotes católicos y 60 pastores evangélicos han sido exiliados tras ser acusados de utilizar donaciones para financiar actividades subversivas.
Sin embargo, incluso en el exilio, la persecución de los expresos políticos y sus familias continúa. En septiembre de 2024, por ejemplo, la única casa que mi madre aún poseía en Nicaragua fue confiscada como represalia por el trabajo prodemocrático que sigo realizando desde el extranjero. A mi familia inmediata se le prohíbe enviar dinero fuera de Nicaragua o recibir fondos desde el extranjero. Asimismo, el estado ha confiscado los ahorros de pensión de todos los prisioneros políticos liberados.
El caso nicaragüense es uno de los ejemplos más extremos de represión económica, financiera y de activos en la historia reciente, pero no es único. Otros casos incluyen Cuba, donde el régimen de Fidel Castro nacionalizó propiedades en masa, muchas de ellas pertenecientes a ciudadanos estadounidenses, bajo el pretexto de la Revolución. En Zimbabue, Robert Mugabe confiscó las tierras de agricultores blancos en un supuesto esfuerzo de redistribución, lo que terminó provocando el colapso económico nacional. En Venezuela, primero Hugo Chávez y luego Nicolás Maduro expropiaron industrias, tierras y activos de la oposición, utilizando el sistema financiero y las leyes contra el lavado de dinero para perseguir y neutralizar a los disidentes.
En la Unión Soviética y otros países del bloque comunista, la expropiación sistemática era la norma. En la República Popular China, el partido-estado comunista confisca los activos de ciudadanos uigures en la provincia de Xinjiang, acusándolos de extremismo y reforzando su control mediante la vigilancia financiera. Estos casos, junto con el de Nicaragua, revelan un patrón recurrente en los regímenes autoritarios: la utilización de la confiscación y el control financiero para consolidar el poder y sofocar la oposición.
La represión económica, financiera y de activos constituye una estrategia sistemática empleada por los regímenes autoritarios para consolidar y mantener el control político. Esto se logra a través de instituciones financieras y marcos legales diseñados para restringir, monitorear y penalizar a disidentes y críticos. Esta forma de represión implica la instrumentalización de todas las herramientas financieras disponibles, tanto nacionales como internacionales, para neutralizar la oposición política, cívica o social, mientras se socava la autonomía económica de individuos y grupos críticos.
En su forma más básica, este tipo de represión económica y financiera se manifiesta mediante la confiscación de activos físicos, como tierras, propiedades y negocios, bajo pretextos legales que justifican la expropiación. Sin embargo, con el avance de la tecnología financiera y la digitalización de las economías, los regímenes autoritarios han incorporado métodos más sofisticados que permiten un control aún más profundo y preciso sobre la población. La lista de tácticas incluye:
1) Vigilancia financiera y violación de la privacidad bancaria. Los estados autoritarios acceden (legal o ilegalmente) a los datos bancarios de individuos y organizaciones, incluyendo el gasto en tarjetas de crédito y cualquier flujo financiero susceptible de ser monitoreado. A través de mecanismos de cooperación internacional diseñados para combatir el crimen y el terrorismo, y mediante el uso de Unidades de Inteligencia Financiera (UIFs, agencias estatales creadas para rastrear transacciones financieras sospechosas), los regímenes pueden rastrear en tiempo real el movimiento de dinero de disidentes, tanto a nivel nacional como internacional.
2) Acusaciones de lavado de dinero y financiamiento ilícito. Estas son algunas de las tácticas más efectivas para deslegitimar y criminalizar a los oponentes del régimen. Bajo el pretexto de combatir el crimen o el terrorismo, los gobiernos congelan cuentas, confiscan activos y restringen la capacidad de operar de individuos y organizaciones. Los grupos considerados hostiles al régimen y que reciben fondos de donantes internacionales son particularmente vulnerables a estas acusaciones.
3) Confiscación de activos físicos y financieros. Además de la vigilancia y el control financiero, los regímenes autoritarios confiscan activos tangibles, como propiedades, viviendas, negocios y otros recursos. Estas expropiaciones suelen justificarse mediante leyes diseñadas para combatir el lavado de dinero o proteger la seguridad nacional, pero en la práctica sirven como herramientas para despojar de sus bienes a los opositores del régimen.
4) Manipulación de instituciones financieras nacionales e internacionales. Los regímenes autoritarios cooptan tanto las instituciones financieras nacionales (bancos privados, bancos centrales, ministerios de finanzas) como las organizaciones internacionales, utilizando regulaciones como las del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) para imponer sanciones y aislar financieramente a los críticos. Esto les permite bloquear el acceso a los sistemas financieros globales, impidiendo a los opositores recibir donaciones, realizar transferencias internacionales o incluso llevar a cabo transacciones básicas.
El impacto de la represión económica y financiera
El tipo de represión que he descrito es extremadamente efectivo, ya que no solo castiga a los disidentes actuales, sino que también elimina las bases económicas necesarias para cualquier resistencia futura. Al privar a los opositores de medios materiales, los regímenes autoritarios los empujan a una situación en la que no pueden siquiera organizarse, mucho menos actuar. Además, al violar la privacidad bancaria y criminalizar fuentes legítimas de financiamiento, como el apoyo internacional, estos regímenes aíslan a los críticos y debilitan aún más su capacidad de resistencia.
Históricamente, la confiscación ha sido una herramienta recurrente de los regímenes autoritarios. En la antigüedad, la Edad Media y los inicios de la era moderna, los ejércitos y flotas de reyes, kanes y emperadores saqueaban a los vencidos. Las dictaduras modernas, en cambio, emplean leyes y burocracias para realizar el mismo saqueo, consolidando el poder del gobernante, aunque ahora lo hacen desde un escritorio o una terminal de computadora, en lugar de desde el lomo de un caballo o la cubierta de un barco de guerra.
Aunque la monopolización de la violencia estatal ha sido ampliamente estudiada, la represión económica y financiera como arma estatal ha recibido mucha menos atención. La teoría de Stathis Kalyvas sobre la lógica de la violencia en las guerras civiles sugiere que dicha violencia no es una explosión irracional, sino más bien una estrategia deliberada de control territorial y dominación social. De manera similar, en contextos de conflicto civil, la confiscación de propiedad privada — especialmente en regímenes autoritarios — puede ser vista como una extensión de esta lógica estratégica, donde la violencia física es reemplazada o complementada por la represión económica y financiera.
El caso de la “Piñata Sandinista” en Nicaragua ilustra esta dinámica. En lugar de buscar saquear indiscriminadamente, los sandinistas utilizaron al estado para legitimar el robo de los activos de sus oponentes. De esta manera, la represión económica, financiera y basada en activos opera de manera análoga a la violencia selectiva que describe Kalyvas: los activos de aquellos considerados contrarrevolucionarios fueron expropiados bajo decretos legislativos, dando un barniz de legalidad al saqueo institucionalizado. Hacerlo sirvió tanto para consolidar la lealtad de los seguidores del régimen (enriquecidos por el saqueo del régimen) como para debilitar estructuralmente cualquier oposición democrática.
En la era digital y con la integración de los sistemas financieros globales, los regímenes autoritarios han encontrado formas más sofisticadas de reprimir a sus oponentes. El caso de Nicaragua es, una vez más, ilustrativo. Ortega ha utilizado las regulaciones del GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional) para justificar la confiscación de activos y la congelación de más de 300 millones de dólares pertenecientes a iglesias, universidades y disidentes. Esta estrategia le ha permitido cerrar instituciones educativas como la Universidad Centroamericana y perseguir a organizaciones religiosas, todo bajo el pretexto de combatir el lavado de dinero y la financiación del terrorismo.
Los regímenes autoritarios manipulan las cuarenta recomendaciones del GAFI, diseñadas para prevenir el lavado de dinero y la financiación del terrorismo, como herramienta de represión financiera. En Nicaragua, estas recomendaciones se han utilizado para clausurar miles de organizaciones de la sociedad civil y expropiar sus activos. Paradójicamente, a nivel internacional estas medidas pueden parecer un “progreso” en el fortalecimiento de los sistemas financieros. Por ejemplo, un informe del Fondo Monetario Internacional de 2022 elogió los avances de Nicaragua en esta materia, sin reconocer cómo estas mismas reformas han sido utilizadas para reprimir la disidencia política.
Este patrón no se limita a Nicaragua. Países como Bielorrusia, Kazajistán, Rusia y Venezuela también han explotado las regulaciones del GAFI para excluir a los opositores del sistema financiero global. Investigadores y activistas como Alex Gladstein, Jorge Jraissati, Andrew M. Bailey, Bradley Rettler y Craig Warmke han documentado cómo más de una docena de regímenes autoritarios han empleado estas recomendaciones para consolidar su control sobre la oposición.
Aún más alarmante es cómo los regímenes autoritarios han capitalizado las redes de cooperación internacional, como las Unidades de Inteligencia Financiera (UIFs), para perseguir a disidentes que han huido al extranjero. Estas unidades, diseñadas originalmente para rastrear transacciones ilegales, ahora se utilizan para espiar a opositores que buscan refugio en países democráticos. Con demasiada frecuencia, los regímenes autoritarios acceden a datos financieros de otros países, extendiendo su control más allá de las fronteras nacionales. Esto no solo pone en peligro a los activistas, sino que también compromete la soberanía de los países anfitriones, debilitando así el estado de derecho en las naciones democráticas.
Bitcoin: un salvavidas para los activistas
Ante la represión económica y financiera, muchos activistas prodemocracia y defensores de los derechos humanos que operan en entornos opresivos encuentran un salvavidas en los sistemas financieros descentralizados, como Bitcoin. Quienes hemos sido perseguidos por regímenes autoritarios y estamos comprometidos con la transparencia y la rendición de cuentas hemos recurrido a Bitcoin, no para enriquecernos ni para promover una postura anarquista sobre una moneda fuera del control estatal, sino como una respuesta a la exclusión sistemática que enfrentamos en estos contextos represivos.
En países donde la exclusión financiera de los disidentes es severa — como Nicaragua, Bielorrusia, Rusia y Venezuela — Bitcoin se ha convertido en una de las pocas herramientas confiables para que los activistas reciban donaciones y mantengan sus operaciones. Organizaciones como la Human Rights Foundation, World Liberty Congress, la Fundación Nicaragüense para la Libertad, la Fundación Anticorrupción de Alexei Navalny y la Fundación Open Dialogue han liderado el camino en la adopción de estas tecnologías, utilizando Bitcoin para sortear las restricciones financieras impuestas por los regímenes autoritarios.
Aunque Bitcoin brinda un apoyo crucial, los desafíos persisten. Muchas instituciones financieras en países democráticos todavía ven la recaudación de fondos en criptomonedas con desconfianza, asociándola con actividades ilícitas. Esta percepción debe cambiar con urgencia si las democracias aspiran a apoyar efectivamente a los defensores de los derechos humanos que operan en contextos represivos. El uso de Bitcoin por parte de los disidentes destaca la necesidad de tecnologías de libertad que eludan los controles autoritarios y ofrezcan alternativas a los sistemas financieros centralizados, vulnerables a ser cooptados.
Sin embargo, Bitcoin y las tecnologías de libertad son solo una parte de la solución. Para empoderar verdaderamente a quienes luchan por la libertad y los derechos humanos, los sistemas internacionales deben prevenir que los regímenes autoritarios abusen de las normativas contra el lavado de dinero y de los mecanismos de supervisión financiera creados para combatir el crimen y el terrorismo, no la disidencia democrática pacífica. Abordar el uso indebido de estas regulaciones exige una acción global coordinada. Las democracias deben garantizar que los estándares internacionales, como los establecidos por el GAFI, no sean utilizados como herramientas de represión contra la sociedad civil.
Es imprescindible construir un marco financiero protector para activistas y defensores de los derechos humanos, que permita el acceso a recursos sin temor a represalias. La libertad financiera y económica debe ser reconocida como un derecho fundamental en la defensa de la democracia global.
El autor es el presidente de la Red Liberal de América Latina (RELIAL) y miembro del World Liberty Congress (WLC). Es senior fellow tanto en la Universidad de Virginia como en la Universidad Internacional de Florida. Fue secretario general del Ministerio de Defensa de Nicaragua. Mientras era candidato en las elecciones presidenciales de Nicaragua en 2021, fue arrestado y encarcelado hasta febrero de 2023 por el régimen del presidente Daniel Ortega, que le despojó de su nacionalidad nicaragüense y lo deportó tras su liberación. Este artículo se publicó originalmente el Journal of Democracy, se reproduce con permiso de su autor.
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