¿Hacia dónde va la Iglesia católica en América Latina?

Mientras Joseph
Ratzinger pasa el resto de sus días recluido en un antiguo convento,
haciendo algo más interesante para él que arbitrar las intrigas de la
Curia Romana, por ejemplo, leyendo a los filósofos alemanes que tanto
admira, los obispos latinoamericanos tendrán que encarar un asunto
estratégico: el “día después” de la Iglesia católica en esta región del
mundo.
A los obispos de aquí los diferencia del resto de su tribu un peso
que no tienen los obispos de otros continentes: las expectativas que
depositan en ellos quienes creen que el futuro de la Iglesia católica
está en América Latina. Se la tiende a ver como la salvación de una
institución declinante por tres razones: es el lugar donde residen casi
la mitad de los católicos bautizados del mundo; en esta región está el
país con más católicos (Brasil); y aquí el número de seminaristas se ha
multiplicado por seis desde los años 60. La renuncia de Benedicto XVI y
los interrogantes que ella abre con respecto al futuro de la Iglesia
católica han vuelto a dar actualidad a esa percepción apremiante. En
todo lados se repite: América Latina la salvará.
Esta percepción colisiona con dos hechos. El principal es que, aunque
en comparación con el resto del mundo no lo parezca, también aquí la
institución ha declinado. El otro es que no ha surgido todavía en el
catolicismo latinoamericano un liderazgo capaz de adaptarlo a una
América Latina en el que un verdadero Maelström está sacudiéndolo todo.
El declive es obvio en todos los frentes, pero sobre todo el político
y el cultural. Ha sido un proceso largo y ha pasado por diversas
etapas.
Desde las luchas de la Independencia, cuando la Iglesia se dividió
entre quienes seguían la línea oficial, contraria a acabar con la
Colonia, y quienes se sumaron, desobedeciendo al Papa, a los movimientos
sediciosos, la institución ha estado dividida por estos lares. Hubo
momentos en que el sector más tradicional se hizo muy dominante: por
ejemplo, cuando los liberales impulsaron la desamortización de los
bienes eclesiásticos en el siglo XIX o cuando la alianza con las
dictaduras militares de los años 70 lo reforzó mucho en una primera
instancia. En el primer caso fue porque la Iglesia tradicional, viéndose
atacada, hizo espíritu de cuerpo; en el segundo, fue porque la alianza
con el Estado autoritario aumentó su poder. Pero hubo otros momentos
-sobre todo a partir del Concilio Vaticano II y, algo más tarde, como
reacción a la cercanía eclesiástica con las dictaduras- en que el sector
contestatario del catolicismo cobró fuerza. La Teología de la
Liberación fue la más importante manifestación de ello, pero no la única
(la Vicaría de la Solidaridad chilena, por ejemplo, se acercó mucho a
las víctimas de Pinochet, al que había apoyado el sector tradicional de
la Iglesia).
En las últimas décadas, y sobre todo gracias a la intervención de
Joseph Ratzinger a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, el sector tradicional volvió a imponerse. Ya convertido en Papa,
Benedicto XVI siguió colocando fichas más tradicionales en desmedro de
sacerdotes sospechosos. Pero, al igual que sucedió en el pasado, el
predominio tradicional de años recientes no ha forzado la unidad ni la
desaparición de las voces que, como hacía antes la Teología de la
Liberación, dan a los Evangelios una interpretación social y política
tanto como espiritual.
La mejor prueba es el último gran documento de los obispos de América
Latina, surgido de la conferencia de Aparecida, Brasil, en 2007. Los
términos en que se ataca a la globalización y se denuncia sus
implicaciones culturales, económicas y políticas tienen un dejo
“liberacionista” todavía. Quiere decir que aunque Leonardo Boff y
compañía perdieron la batalla palaciega en Roma y la episcopal en
América Latina, los “teólogos de la liberación” obligaron a sus
adversarios a adoptar parte de su discurso.
En cualquier caso, la división continúa, aunque más disimulada, por
la fuerte marcación a presión que viene de Roma (o venía, hasta la
renuncia de Benedicto XVI). Pero esa división no ha sido la única razón
del declive. La creciente secularización de la sociedad (el altísimo
número de católicos latinoamericanos que se suele citar se refiere al de
los bautizados, no al de los verdaderos practicantes), el surgimiento
de unas iglesias protestantes que ya han seducido la conciencia de una
cuarta parte de latinoamericanos y la democratización política del
continente han hecho perder influencia política y cultural a la
institución religiosa. Que Argentina haya aprobado el matrimonio gay;
que el cardenal nicaragüense Obando y Bravo se haya tenido que plegar a
Daniel Ortega en el país más católico de América; que el muy politizado
cardenal peruano, Juan Luis Cipriani, acérrimo partidario de Alberto
Fujimori, no haya podido evitar el triunfo de Ollanta Humala o lograr
que el ex gobernante autoritario salga de prisión; que la Iglesia
mexicana y la Iglesia chilena hayan tenido que reconocer, condenar y
castigar varios casos de abuso sexual contra niños en medio de un cierto
escarnio público dice mucho de la tendencia declinante de una
institución que llegó a ser casi un “para-Estado” en estas tierras.
En semejante contexto, los obispos latinoamericanos enfrentan, para
colmo, una creciente competencia. La primera viene del mesianismo
populista. La izquierda era, en tiempos de Fidel Castro, muy
“comecuras”. Pero ahora ha entendido la utilidad de abrazar la religión
al mismo tiempo que limita, y a veces persigue, el poder de la Iglesia
Católica. Hugo Chávez se apropió del mensaje cristiano en Venezuela
mientras atacaba a los curas venezolanos. Rafael Correa se declara
cristiano de izquierdas. Y así sucesivamente. El mensaje redentor ya no
es monopolio de la Iglesia católica: los mesías populistas lo dan desde
el poder también. El propio Lula, en la izquierda razonable, hizo de la
religión un instrumento político eficaz. Su amistad con Frei Betto acaso
influyó en ello.
Otro factor de competencia para la Iglesia latinoamericana es la
creciente prosperidad de los ciudadanos. ¿Cómo seguir vigentes con un
mensaje reivindicatorio de la pobreza cuando 50 millones de
latinoamericanos pasan a ser de clase media en década y media? Una de
las cosas que había permitido a la Iglesia seguir siendo tan importante
en América Latina mientras perdía fieles en Europa era que, a diferencia
de lo que ocurría en el Viejo Continente, aquí la estratificación
social daba al catolicismo algo así como un voto cautivo. Pero la
movilidad social vertiginosa que se ve en varios países de tradición
católica, el Perú entre ellos, introduce un elemento desconcertante que
obliga a repensar la estrategia. El mensaje de Juan XXIII y de la
Iglesia post Concilio Vaticano II, que reivindicaba al Jesús preocupado
preponderantemente por los pobres, va quedando desactualizado para los
muchos que van dejando de serlo.
Otro factor que añade complejidad a este cuadro es el sacudón del
mensaje protestante en las comunidades pobres. Esas iglesias evangélicas
(“sectas” las llaman a menudo muchos católicos en privado) no sólo
llegan a dichas comunidades con una capacidad organizativa y asistencial
eficiente, sino con algo más peligroso: un mensaje de superación
material. El afán de superación, acicateado por el ejemplo de quienes ya
pueden obtener un crédito hipotecario, un auto, aparatos
electrodomésticos y televisores, se ve potenciado por estos religiosos
que le dicen al aspirante a dejar de ser pobre que no hay que esperar a
irse al cielo para ser rico.
Por último, dificulta mucho la respuesta católica a este estado de
cosas el hecho de que los conflictos sociales y políticos en los que la
Iglesia está potencialmente llamada a jugar un papel descollante están
demasiado focalizados. La causa de las comunidades originarias
enfrentadas al capital extractivo en los países andinos o la causa de
los Sin Tierra enemistados con los rancheros y agricultores amazónicos
son poderosas desde un punto de vista simbólico, pero en términos de
números no prometen demasiado para los sacerdotes cuya visión vaya más
allá de la propia comunidad.
En todos esos países hay sectores medios más numerosos que se verían
escandalizados por una complicidad demasiado abierta de la Iglesia con
grupos políticos que han logrado consustanciarse con la protesta social.
Y aun si se atreviera a correr el riesgo de enajenarse a esos sectores
medios, la Iglesia no puede basar una estrategia de alcance continental
en una problemática que está tan focalizada en algunas partes del
continente.
Allí, en cualquier caso, encontraría la competencia de la izquierda
radical o del populismo, que se ha embanderado en esas causas. En
Bolivia, por ejemplo, Evo Morales mantiene una relación muy tensa con la
Iglesia, a la que ha ido restando fuerza en áreas, por ejemplo la
educación, en las que le interesa influir. Su ascenso al poder se dio,
en su momento, a la cabeza de un movimiento cocalero y una corriente
social nacionalista vinculada al gas. ¿Podía seriamente la Iglesia
latinoamericana en tiempos de Benedicto XVI aliarse con esa corriente?
En el Perú se dio el año pasado una protesta muy traumática en la
región de Cajamarca, por un proyecto minero llamado Minas Conga. Los
líderes políticos que se vincularon con más éxito a la protesta
pertenecían a organizaciones altamente ideologizadas con las que era
imposible para la Iglesia, a pesar de su postura sensible a las
comunidades afectadas por la explotación extractiva, aliarse. Por ello,
la figura religiosa que participó más abiertamente en las movilizaciones
fue un ex sacerdote, Marco Arana, al que la Iglesia tradicional ve con
malos ojos.
¿Qué hacer, en resumen, frente a una América Latina donde la
izquierda populista ha sustituido a la Iglesia como redentora en varios
países; donde la prosperidad ha vuelto consumistas a millones de nuevos
miembros de la clase media; donde las iglesias protestantes predican la
idea de que ser rico en este mundo no es incompatible con irse al cielo,
y donde las causas sociales potencialmente útiles para los obispos no
tienen suficiente público a escala continental y atraen, para colmo, a
radicales con los que no le conviene juntarse? He ahí el gran desafío
actual del catolicismo latinoamericano: adaptarse a los tiempos
transformadores que corren, bajo la presión de ser la rama llamada a
salvar a esta institución que ha perdido espacios en sus bastiones
antiguos.
Todavía no sabemos cuál será la respuesta a todo esto, en parte
porque la propia Iglesia no lo sabe aún. No hay ningún documento
episcopal de alcance continental desde el texto que produjo la
conferencia de Aparecida. Pero sospecho que la próxima reunión (sólo ha
habido cinco desde la primera vez, en Río) se centrará primordialmente
en tratar de elaborar una estrategia. Para ello, claro, serán necesarias
dos cosas: una cierta unidad, lo que nunca ha ocurrido del todo, y un
liderazgo más definido.
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