El peligroso odio de clase
Por Francisco Faig
El País, Montevideo
En 1995 se estrenó la película El Odio. Di- rigida por Mathieu Kassovitz, trataba la situación de los jóvenes marginados de los suburbios de París. La anécdota de un hombre cayendo al vacío y pensando que "por el momento todo va bien" era la imagen del estado de tensión que se vivía entonces. Ese mismo año, con un discurso que denunciaba la grave fractura social, el candidato Chirac fue electo presidente.
Como en esa anécdota, la fenomenal expansión económica nos tiene convencidos, en el Uruguay de hoy, de que vamos bien. Sin embargo, se acumulan las señales de una grave fractura social que enrarece el clima de convivencia colectiva.
Son señales que se perciben fácilmente. En la multiplicación de episodios de justicia por mano propia; en la exasperación ciudadana en el reclamo por seguridad; o en la aparición de distintas tribus urbanas que se enfrentan con inusitada violencia -en torno a pasiones futbolísticas o a identidades barriales, por ejemplo. También, en los pequeños episodios cotidianos que envenenan el aire de la ciudad: desde la mujer conductora a la que destratan los limpiavidrios con tal de tener una moneda, hasta los jóvenes de cierta estética que son impedidos de entrar a un shopping por funcionarios de seguridad, pasando por los "rastrillos nocturnos" de bandas que roban todo lo que pueden a su paso, o por los asesinatos a guardias privados de comercios (que por cierto, cobran miserias).
Así, se ha instalado la lógica antagonista del ellos contra nosotros. Por un lado, con fondo de miedo por la inseguridad, crece la impaciencia del nuevo uruguayo que está harto de no poder vivir tranquilo. Por el otro, con fondo de frustración por un horizonte de perenne marginalidad, se multiplica el resentimiento social que pasa al acto de la mayor violencia con total desparpajo.
Si en la película francesa aquel odio tenía dimensiones raciales, en nuestro cotidiano urbano el odio es de clase. Para unos, el ellos antagonista, diferente y repelente, son los ricos de los barrios acomodados que disfrutan de cierto bienestar. Para los otros, son los "planchas", por lo general jóvenes, que encarnan la figura del siempre potencial agresor.
En la izquierda, están los complotistas que creen que la angustia por la inseguridad es producto de una conjura de la prensa opositora. Están también quienes se aferran a que no estamos tan mal, y nos comparan con cifras escandalosas de la región (mal de muchos, consuelo de tontos). Pero están sobre todo quienes creen, íntimamente, que este odio de clase es entendible y hasta natural.
Así lo expresó hace unos meses el alcalde Luján del municipio que incluye Punta Carretas: como allí hay plata, es de sentido común que haya arrebatos y copamientos. Hizo explícito lo que, en realidad, muchos rumian en la izquierda: este odio de clase que se traduce en mayor inseguridad, miedo y violencia, es una consecuencia inevitable del desarrollo capitalista. Los Luján vibran porque encontraron aquí, finalmente, la traducción vernácula de aquella lucha de clases de la que tuvieron noticia en el pequeño Marx ilustrado que ojearon en el comité.
En este esquema, es muy difícil que el gobierno enfrente con éxito el proceso que vivimos de fractura y desintegración social con violencia creciente. Lamentablemente, aquí también se rompió la promesa del país de primera.
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