Vargas Llosa: peripecias del Nobel
Conocí a Mario Vargas Llosa a mediados de 1962, en un extravagante programa de la radio francesa, y hemos sido amigos desde entonces, pero esto no quiere decir que sea yo un experto en su Premio Nobel o en las peripecias de su post Nobel. Después de recibir la noticia llamé a sus teléfonos tres o cuatro veces, y una voz norteamericana me contestaba que su caja de mensajes estaba llena.
Llamé a mi hija Ximena a Santiago de Chile, desde un otoño de París más o menos temible, y exclamó, despertando: ¡Qué buena noticia, mándale un beso de mi parte! Claro está, los buzones de voz repletos no admiten besos, ni siquiera por encargo.
Después supe que Fernando de Syzslo, gran pintor y gran amigo, había sido nombrado representante especial del Presidente García en las ceremonias de Estocolmo. Habría sido capaz de tomar un avión, asistir a una cena ofrecida por el pintor embajador, y tomar un avión de vuelta a la madrugada siguiente, ya que tenía un compromiso ineludible al mediodía. Pero la nieve impedía todo cálculo y toda certeza, de modo que seguí la ceremonia del día 10 por la pantalla del computador de mi oficina. Comprobé que Mario estaba impresionado, emocionado, profundamente serio, y me imaginé en qué pensaría.
Después me pidieron que hablara en un encuentro del Senado francés con embajadores e intelectuales latinoamericanos, y me referí al Nobel que acababa de recaer en un peruano apasionado por la literatura francesa, flaubertiano, sartreano, camusiano, y que había escrito sus primeras novelas en un departamento destartalado de la rue de Tournon, a pocos metros del solemne recinto senatorial donde transcurría nuestro coloquio, como si la sombra adusta de ese palacio del Luxemburgo lo hubiera inspirado.
Comprendí la euforia de Mario y de todos sus cercanos, euforia compartida, parece, por la mitad del Perú y de todo el continente, pero alguien me contó que se quejaba del asedio que lo perseguía desde entonces, de la falta de calma, de la dificultad que encontraba ahora para concentrarse en su tarea. Mario, sin embargo, es uno de los seres más concentrados que conozco. Aporreaba la máquina de escribir vieja de la calle de Tournon, al fondo de un patio de piedra donde un árbol frondoso levantaba los adoquines con sus raíces, y la vecina viuda de Gérard Phillipe, al pasar las diez de la noche, le daba golpes perentorios en el techo con un palo de escoba. Así, contra viento, marea y escobazos, se escribía La casa verde y se terminaba por ganar el Premio Nobel de Literatura. Las nuevas generaciones literarias pueden ir aprendiendo.
Recibo noticias cada vez menos espaciadas y tenemos programado un encuentro en Buenos Aires en abril. Si me preguntan, contestaría que Mario, después de la euforia inicial, será la persona menos afectada en este mundo por su post Nobel. Seguirá descubriendo libros, autores, personajes, acudiendo al cine con ferocidad, conversando, comiendo pasteles.
En el verano europeo de 2011 podrán ustedes encontrarlo en algún festival de música, en Salzburgo o en alguna ciudad de Italia, y en abril, en plena temporada taurina, en plazas de Madrid o de Andalucía.
No abandonará sus tardes en las bibliotecas de Madrid o de París, ni sus mañanas frente a sus diversas mesas de trabajo. El Premio, seguido de la ceremonia de Estocolmo, serán episodios importantes, pero habrán quedado atrás, como tantas otras cosas, en una vida siempre rica, variada, atestada de sorpresas.
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