Preguntas decisivas
¿Quién soy yo y qué hago aquí? ¿Cuál es mi destino? ¿Es razonable creer en el destino, cualquiera que sea? ¿Por qué hay tanto mal en el mundo? ¿Cómo entender el misterio del dolor, tan estrechamente relacionado con el devenir humano? ¿Podemos confiar en algún tipo de "justicia", más allá de la que precariamente aspiramos a tener en esta vida efímera?
Recuerdo con qué fuerza me golpeó aquella frase que Platón atribuye a su maestro, Sócrates, cuando con una lógica apabullante exclamó: "Si la muerte acabara con todo, ¡qué ventajoso sería esto para los malvados!". Y es verdad. Los seres humanos tenemos claro que la existencia terrena llega a su fin y no siempre conseguimos aquí la reparación de los daños (a veces monstruosos) que algunos causan a otros. ¿Es absurdo, por tanto, el afán de justicia que desde antiguo los hombres identificamos con un poder creador?
Pienso en el horror de los campos de concentración que los nazis diseminaron por Europa durante la Segunda Guerra Mundial… ¡Tanta gente asesinada y torturada! ¡Cuántas vidas cegadas por un odio brutal que se alimentaba de soberbia y se fortalecía en el desprecio a los débiles! Ya que no la obtuvieron sobre esta tierra, ¿hubo justicia para los millones de personas que perecieron en aquel atroz proceso de "limpieza" étnica? ¿Acaso el silencio en que trataron los nazis de esconder su crimen fue el mismo silencio que envolvió a sus víctimas al traspasar el umbral de la muerte?
Me pregunto también por los masacrados del régimen estalinista en la fenecida Unión Soviética, donde municipios enteros fueron desolados a punta de fusil, o por las torturas indecibles de miles de familias purgadas en las cárceles camboyanas durante la tiranía de Pol Pot, o, más recientemente, me cuestionan las decenas de hombres y mujeres asesinados por narcotraficantes en su desesperado camino hacia el "sueño americano"…
¿Dónde encontrarán estas vidas truncadas la dignidad que el mundo les negó? ¿Tiene algún sentido semejante acumulación de sufrimiento? En opinión de C. S. Lewis, el ahora mundialmente conocido autor de "Las crónicas de Narnia", el mal y el dolor sólo tienen explicación si nos atenemos a la posibilidad de que exista un más allá, es decir, una dimensión en la que se reflejen, extendidas hasta una forma de justicia, las decisiones que tomamos en la vida presente. De otra manera, la libertad que los seres humanos tenemos para decidir entre el bien y el mal sería una quimera, una inmensa broma universal, y no estaríamos obligados por ningún motivo a establecer parámetros éticos bajo los cuales ordenar nuestra conducta.
Los que carecen de escrúpulos para dañar a los demás, entonces, tendrían sobradas "razones" para dar rienda suelta a su bestialidad, amparados en el vacío inexpresivo de un mundo naturalmente injusto, y los que nos horrorizamos frente a la barbarie estaríamos mortalmente indefensos, escudándonos en códigos morales que serán, a la larga, puro humo. Todo sistema ético, por básico que fuera, estaría condenado a ser inútil.
Lo curioso es que, desde lo más profundo de nuestro ser, nos resistimos a creer en un universo así. De hecho, en cuanto adoptamos decisiones moralmente vinculantes, ya estamos dando algún grado de validez (aunque sea de manera inconsciente) a ese embrión de idealismo que hallamos en nuestro interior. Hasta pensadores poco fervorosos como Kant se asombraban de la sed de justicia que bulle en la conciencia del ser humano. En la lápida de este célebre filósofo alemán están escritas unas palabras suyas muy reveladoras: "Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí y el orden moral dentro de mí".
Admiramos a los hombres y mujeres que han podido llevar vidas coherentes a partir de ideas o propósitos con los que quisiéramos identificarnos, aunque no siempre lo consigamos. Una Teresa de Calcuta nos obliga a la reflexión porque el bien tras sus obras lo juzgamos incuestionable. Nosotros mismos, a pesar de las distancias, nos reconocemos capaces de amar, de admirar la belleza y de buscar la felicidad. ¿Por qué tenemos sed de tales bienes en medio de un mundo tan caótico y mezquino?
Así lo plantea, genialmente, C. S. Lewis: "Exijo de un amigo que se fíe de mí, aunque para ello no tenga una prueba irrefutable. Si él pidiera esa prueba, indudable es que no confía en mí. De forma similar, Dios nos pide que tengamos la generosidad, la magnanimidad de fiarnos de una probabilidad razonable. Pero, ¿y si creemos y al final no es verdad? El error sería entonces más interesante incluso que la realidad. ¿Cómo podría un universo idiota haber producido criaturas cuyos sueños son mucho mejores, más vigorosos y sutiles que él mismo?".
El autor es escritor y columnista de El Diario de Hoy.
- 28 de diciembre, 2009
- 17 de octubre, 2018
- 4 de diciembre, 2024
- 28 de junio, 2015
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