De cuántas maneras hacen la guerra los gobiernos a sus pueblos (I y II)

Por Armando de la Torre
Hacen uso de tres principales: el engaño, la fuerza o la expropiación de sus bienes.
A ello habría de añadirse su ineptitud generalizada en los desempeños, que con frecuencia raya en analfabetismo funcional. Agréguese a todo esto el nepotismo clientelista, caldo de cultivo para innumerables parásitos, y la corrupción ínsita en los frecuentes cambios de asignación de las partidas presupuestarias. Si encima le sumamos el deliberado recorte de los fondos imprescindibles para el buen funcionamiento de la justica, de la seguridad de los contribuyentes y del bien común de infraestructura física, nos acercaríamos a un buen estimado del “costo de tener gobierno”.
En Guatemala es elevadísimo, casi tanto como en Cuba, en Venezuela o en Nicaragua₊
Empecemos por las mentiras de una propaganda oficial abultada porque no se fían de los medios masivos de comunicación independientes, al tiempo que reducen los fondos para la educación, la salud y la protección de las personas. No hay atajo más eficaz para arrebatarnos nuestros derechos fundamentales que desde un principio hacernos canalizar nuestros votos hacia los candidatos equivocados y sin que nos hubiésemos dado cuenta. Servidumbre, al fin y al cabo, camuflada, que puede desembocar en la esclavitud absoluta, como aún ocurre en los regímenes totalitarios, los de Cuba y Corea del Norte, los más duraderos.
Los pueblos tercermundistas no suelen identificar en esa ausencia de veracidad de sus figuras públicas el peso nugatorio de nuestros derechos que sí le reconocen las democracias maduras. Nuestros gobernantes mienten, mienten, y mienten, sin que se vean llamados a rendir cuentas de ello ante los tribunales o ante los electores.
Bastó, en cambio, una sola mentira de uno de los ministros más populares en Gran Bretaña, John Profumo, para que cayera para siempre en completa desgracia: hubo de renunciar al cargo y consagrarse a servicios comunitarios por un largo periodo.
Y nadie menos que el presidente del país más poderoso del mundo, Richard Nixon, fue obligado a dimitir porque mintió sobre la fecha en la que se había enterado de un fallido intento de espionaje cometido por subordinados suyos y cuando apenas un año antes había sido reelecto por abrumadora mayoría.
George Bush, padre, perdió su reelección cuando aumentó los impuestos después de haber afirmado durante la campaña electoral previa, “lean mis labios, no más impuestos”.
Recientemente el Ministro de Defensa de Alemania se vio obligado a renunciar por no haber sido candoroso, al reportar acerca de los detalles de un bombardeo en Afganistán con cauda de civiles muertos.
¿Se imagina Ud. a alguno de nuestros funcionarios electos sometido a revocatoria por habernos garantizado que combatiría la delincuencia “con inteligencia”? ¿No aseveró acaso otro de ellos, que todo político “es un vendedor de sueños”, es decir, de irrealidades? ¿Queda alguien entre nosotros que todavía espere “la paz firme y duradera” declarada a bombo y platillos en 1996?…
Ni siquiera a acusados de asesinato desde el poder se les requiere que declaren bajo juramento, como en el caso reciente de Rodrigo Rosenberg₊ Ni el retardamiento deliberado de la justicia por parte de jueces y abogados es figura delictiva₊
A nivel popular sigue vigente lo de, “calumnia, que algo queda”. Y al demagogo se le tiene por “listo” y al “veraz” por “tonto” o “ingenuo”. Olvidamos que quien nos logra convencer de sus embustes, últimamente nos arrebata la libertad, pues nos hace actuar de una manera muy diferente a aquella por la que hubiéramos optado de no haber sido engañados.
Aunque todo presidente de la República jure solemnemente al tomar posesión del cargo, “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”₊, reincide en el primero de los embustes oficiales que a lo largo de su período permanecerán impunes.
II
El deportista aficionado compite por el flujo de adrenalina del que disfruta, igual que los niños al jugar. Pero el trabajo disciplinado y productivo no es un juego, es mera rutina para la supervivencia.
Ese fue, por cierto, el gran vacío en la memoria de Marx cuando creyó factible su utopía de la “sociedad sin clases”, esto es, sin competidores, sobre el supuesto de que en una comunidad entre iguales cada uno daría libremente a los demás según sus habilidades y recibiría de ellos según sus necesidades.
Pero desde Darwin está comprobado de que eso no puede ser así.
Esto último, al contrario, lo hemos debido sobrellevar como la aflicción permanente de la condición humana, la bíblica imperiosidad de tener que ganarnos el pan con el sudor de nuestras frentes.
En la específica cuestión tributaria se traduce al regateo incesante entre la fuerza de los contribuyentes al fisco y la de sus gobernantes, siempre enfrentados entre sí por disponer de esos mismos recursos. Más desagradable aún cuando la calidad del gasto público se torna pésima.
Los políticos, con los burócratas a su servicio, abusan de su monopolio del poder coactivo para extraer lo máximo de quienes producimos la riqueza de las naciones. Y si se les soporta, incluso se reservan una tajada de león para sus bolsillos.
Una alternativa seductora se nos planteó con la anarquía, o ausencia del Estado. Sin embargo, se ha evidenciado por hoy otra extravagancia utópica, dados los extremosos precedentes en algunos de sus más exaltados seguidores durante el siglo XIX y principios del XX, que encima, se autotitularon “libertarios”.
Entonces, cuando a través de partidos políticos se nos preceptúan constituciones escritas, se olvidan esas lecciones de las utopías y, en su lugar, ahora se nos obsequia con esquemas teóricos por los que minuciosamente se intenta coordinar nuestras iniciativas según los criterios hipotéticamente racionales de quienes legislan.
Para implementarlas necesitan por eso de nuestros recursos. Y así explicó Federico Bastiat por qué el augusto concepto de Ley había degenerado ya en su tiempo al nivel de excusa legal para que un grupo de ciudadanos expoliara a los demás primordialmente en beneficio de sus propios intereses individuales o gremiales.
Príncipes, presidentes, dictadores, y aun genuinos demócratas, casi siempre creen que tales recursos les son insuficientes para cumplir con las metas expansivas y detalladas que otros políticos les habían asignado mediante Constituciones que hoy se califican de “desarrolladas”.
De ahí que el costo de tener gobierno se haya acrecentado sin tregua, al amparo de tales facultades discrecionales que, en cambio, no suelen utilizar con la misma energía contra los adversarios y violadores de los derechos ajenos, y para el logro de lo cual habría de costearse un sistema de justicia pronta y de veras imparcial.
La lucha durante el siglo XVII de los liberales ingleses estuvo precisamente enderezada a poner límites a los políticos para el uso de la fuerza. Y la primera constitución escrita, un siglo después en suelo americano, se concentró en lo mismo: poner candados a los posibles abusos de quienes detentan la fuerza legal. Ello se constituyó, en realidad, en el intento oblicuo de salvaguardar aquel principio fundante que formularon los griegos bajo el término de isonomía, es decir, el de la igualdad de todos ante la ley, siempre inconciliable con el abuso privilegiante de cualquier poder coactivo.
Para el logro de este ideal, 73,000 votantes guatemaltecos han propuesto al Congreso de la República unas enmiendas (www.proreforma.org.gt) que los satisfechos con el statu quo adversan.
- 12 de julio, 2025
- 15 de agosto, 2022
- 15 de diciembre, 2010
Artículo de blog relacionados
ABC Digital La revolución islámica de 1979 en Irán derrocó a un régimen...
6 de junio, 2010Por Bernardo Maldonado-Kohen JorgeAsísDigital Los paraguas del hartazgo Vaya un reconocimiento hacia los...
19 de febrero, 2015Prensa Libre El Índice de Confianza de la Actividad Económica (ICAE) cae estrepitosamente....
9 de octubre, 2012The Wall Street Journal En un mundo donde el capital es escaso, las...
27 de enero, 2009