La guerra de Afganistán (mentiras y gordas)
Parte de los equívocos sobre la legitimidad de las guerras actuales proceden de los elásticos principios consagrados en la carta de las Naciones Unidas para justificarlas. Así, ese embrión de Gobierno interestatal que pactaron las potencias vencedoras al final de la Segunda Guerra Mundial ampara, dentro de una escala de respuestas graduales, emprender las acciones militares "que sean necesarias para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales", si los miembros del Consejo de Seguridad sancionan las infracciones de un estado como merecedoras de tal acción (Capítulo VII del Tratado de las Naciones Unidas). En consecuencia, de acuerdo a la teoría "positivista" del Derecho Internacional esas acciones quedan investidas de legitimidad por la naturaleza del órgano que las acuerda, por encima de otras consideraciones.
Bajo la farfolla del lenguaje diplomático se esconde, sin embargo, una realidad mucho más desagradable. Las llamadas operaciones de mantenimiento y restablecimiento de la paz comportan, de hecho, hacer la guerra contra el Estado que se identifica como agresor o peligroso infractor de la legalidad internacional; a no ser que sus dirigentes se plieguen (se rindan) a las exigencias planteadas en la resolución del Consejo de seguridad que habilita el uso de la fuerza. Las acciones militares, por muy perfeccionados que sean los medios empleados por los ejércitos, no permiten, a la hora de sembrar destrucción y muerte, discriminar totalmente los objetivos militares de la población civil. De esta manera, en todas las guerras habidas, con o sin refrendo del consejo de seguridad, los daños colaterales se consideran inevitables, incluso cuando las órdenes del mando político militar son escrupulosas y siguen los dictados de una guerra en principio "justa" (en los términos ya elaborados por los escolásticos españoles).
Por otro lado, ese marco jurídico internacional previó la formación de organizaciones de defensa regionales, así como que el consejo de seguridad pudiera encomendarles (Art. 53 de la Carta) las labores de mantenimiento de la paz y seguridad internacionales en sus ámbitos respectivos. Estos extremos nunca han sido aclarados por los dirigentes del PSOE posfranquistas que jugaron al "OTAN, de entrada no", para, una vez en el Gobierno, ganar un referéndum manipulado para no salir de la organización y, con el paso del tiempo, conseguir el nombramiento de Javier Solana Madariaga –uno de sus líderes– como secretario general. Ahí es nada.
Forma parte del contradictorio acerbo del derecho internacional público actual, asimismo, el deslizamiento hacia misiones con objetivos más ambiciosos que los perfilados en el propio tratado de las Naciones Unidas. Durante los años de "guerra fría" ese esquema se había mostrado inviable desde el momento que el imperio soviético luchaba por exportar su "revolución" y someter a sus dictados a buena parte de la humanidad. Después del colapso de la antigua URSS, la única superpotencia militar que quedó en el mundo –cuestión distinta es la evolución que ese status tenga en el futuro como resultado de múltiples factores– ha asumido el papel exclusivo de promoción de acciones de castigo y de intervención militar en distintas partes del mundo. Sin duda esto se debió en parte a los espeluznantes ataques terroristas del 11-S, pero encontramos antecedentes en la primera guerra del Golfo, después de la invasión de Kuwait por Irak, y la antigua Yugoslavia, tanto en Bosnia-Herzegovina como en Kosovo.
En cualquier caso, pese a las limitaciones de su ámbito geográfico, la OTAN obtuvo el mandato de varias resoluciones del consejo de seguridad para dirigir las fuerzas de seguridad internacional de ayuda (ISAF) al gobierno interino de Afganistán. Sucedía en la ocupación del país al fulminante derrocamiento del régimen de los talibanes por el ejército norteamericano, que esgrimió su derecho a la legítima defensa contra los terroristas de Al-Qaeda que perpetraron los ataques del 11 de septiembre de 2001 en su propio territorio. La cobertura, apoyo y refugio que ofrecía ese gobierno al grupo terrorista dirigido por Osama Bin Laden resultaba ostensible.
Dentro de ese contexto, resulta llamativo que no exista una conciencia generalizada entre los españoles de haber sido manipulados una vez más por las tretas sobre las relaciones internacionales con las que los agit-prop del PSOE han pavimentado sus ascensos al poder.
Catapultados al Gobierno tras los monstruosos y no esclarecidos atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, desplegaron unos esfuerzos ímprobos por distinguir la guerra de Afganistán, y la participación de tropas españolas en ella, del conflicto de Irak. Como cabía esperar, no se trataba de una guerra, sino de una "misión de paz, auspiciada por la ONU" y la labor de las tropas españolas se reducía a la reconstrucción y la ayuda al pueblo afgano. El incidente del helicóptero Cougar en 2005, donde murieron 17 militares españoles, fue convenientemente despachado como accidente, sin que mediara una investigación seria.
No es ningún secreto que los políticos norteamericanos, incluido su presidente, coinciden en la necesidad de convencer a los aliados europeos para que aumenten sus contribuciones a misiones internacionales como la de Afganistán. El pasado mes de abril, después de la cumbre de la OTAN, confluyó el interés de los estrategas del PSOE por aprovechar los destellos de una reunión de Zapatero con el entonces rutilante Barack Obama con los planes de éste de sustituir fuerzas norteamericanas por europeas. Esto explica que el taimado inquilino de La Moncloa anunciase, a modo de presente para conseguir la ansiada entrevista, el envío de un batallón de 450 militares y una aportación de 9 millones de euros. Según sus propias palabras, volverían a España una vez terminado el proceso electoral del pasado mes de agosto, ya que "el Gobierno no es partidario de ampliar nuestro actual contingente de efectivos en Afganistán".
No obstante, ese ofrecimiento debió distar mucho de las expectativas norteamericanas. Aunque Obama concedió 45 minutos, elogios y un apretón de manos ante las cámaras al presidente del Gobierno español, a buen seguro dirigió algún mensaje más concreto, ya que al término de la entrevista el mandatario español se preguntaba, con una bobaliconería impropia de los inocentes, qué podía hacer por Obama.
Así estábamos, cuando, nada más celebrarse esas elecciones que pretextaron un aumento temporal de efectivos, se da cuenta de un suceso providencial. Al parecer, una compañía de soldados españoles se veía emboscada en un puerto de montaña por insurgentes y respondía al ataque causando la muerte de 13 talibanes, en un combate que se prolongaría durante "seis horas". Al contrario de lo que sucediera con otro precedente que causó heridas a un sargento, las tropas españolas habían salido ilesas del envite. Como si saltara un resorte, el pasado fin de semana los medios de comunicación ofrecieron emocionantes detalles, como aquel que precisaba que las tropas habían tenido tiempo de convencer a los aliados italianos para que cesaran sus ataques de apoyo con helicópteros cuando los forajidos se refugiaron en una aldea donde se mezclaron con la población civil.
Curiosamente, al tiempo que cundía una satisfacción poco contrastada, el Gobierno filtraba datos imprecisos sobre el número de los soldados que incrementarían el contingente desplegado, dando por supuesto que la decisión estaba ya tomada y no podía discutirse; ¿quién puede oponerse a reforzar la seguridad de las tropas?, venía a decirse falazmente.
Sin esperar mucho más, Zapatero comparecía en una emisora radiofónica para anunciar que era "probable que la ministra de Defensa plantee en el parlamento el envío de unos doscientos efectivos". Demostrando su doble juego, se apresuró a condenar un bombardeo protagonizado por tropas alemanas que causó la muerte de civiles el viernes y a lanzar el señuelo de que cuando le toque la presidencia rotatoria del Consejo europeo planteará una estrategia de salida de Afganistán.
Sin embargo, antes que nada, el presidente del gobierno debe dar cuenta en las Cortes sobre la misión que están desempeñando las tropas españolas en Afganistán; qué ocurrió en 2005 con el helicóptero Cougar y los demás incidentes y las razones por las que ahora considera "necesario" incrementar sus efectivos, después de haberse mostrado contrario hace solo cinco meses, cuando ya contemplaba como temporal la aportación de un batallón para contribuir a la seguridad de las elecciones que ya se han celebrado en el avispero afgano. El intento de despachar el asunto con una comparecencia de su ministra de defensa revela no solo la cobardía de este personaje, sino sus infinitas ganas de eludir sus responsabilidades por todos estos requiebros de su diplomacia secreta. Mientras no cumpla con esas obligaciones, el partido de la oposición tiene una gran oportunidad para no plegarse a la artillería propagandística gubernamental que, en curiosa finta, ahora pide guerra para defenderse "de los ataques de delincuentes, bandas organizadas, o talibanes". Esperemos que no acuda a socorrer al caudillito posmoderno de sus aliados parlamentarios. Cuando, al acabar la previsible sesión parlamentaria, se pregunte a los diputados si aprueban el envío de las tropas adicionales a Afganistán deberían contestar un resonante no.
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