Irán y los británicos

Averell Harriman, el bombero diplomático de Harry Truman, fue encargado por éste de acudir a Teherán en julio de 1951 a mediar entre el primer ministro Mohamed Mossadegh y los británicos por la nacionalización de la Anglo-Iranian Oil Company, una firma creada a partir de la gran visión de Winston Churchill en 1911. Harriman se llevó de ayudante a uno de mis amigos cuya memoria más atesoro: Vernon Walters. Escuché a Walters recontar muchas veces aquellas semanas de negociación con Mossadegh, que les recibía en la cama, ataviado con chaqueta a lo Mao de pelo de camello, fingiendo debilidad infinita y constantes desmayos.

 

No era un arma menor -la de finjir. Recuerda Walters en su «Misiones discretas» (Planeta, Barcelona, 1978) cómo un médico iraní le contó lo que le sucedió siendo él diputado opositor a Mossadegh. Éste coronó la defensa parlamentaria de una ley a la que el médico se oponía «con un lento desmayo, y mientras iba desmayándose, a gemidos iba diciendo que con gusto daría la vida por Irán». El juramento hipocrático hizo al médico acudir en auxilio del caído. Cuando le tomó el pulso, comprobó que estaba perfectamente. «Y ¿qué hizo usted?», preguntó Walters al médico. «Quedé tan impresionado que voté a favor de la ley propuesta».

 

A día de hoy la animadversión que Mossadegh sentía por el Reino Unido sigue incólume entre la sociedad iraní. El régimen juega sobre seguro al acusar a los británicos y norteamericanos de responsabilidad en las revueltas. Es una causa injustificada, como las denuncias que Mossadegh lanzaba contra la Anglo-Iranian porque después de nacionalizarla los ingresos habían caído drásticamente. Nunca se había molestado en enterarse de que más de la mitad de sus activos estaban fuera y no fue posible incautarlos por lo que el negocio fue ruinoso para Irán. Igual que el que Jamenei impone hoy a los suyos.