Humor y política en dosis justas
Por Ian Buruma
Clarín
Beppo Grillo es uno de los cómicos más famosos de Italia. También es uno de los analistas políticos más influyentes de Italia. Su blog atrae 160.000 visitas diarias, y si hubiera podido postularse para el cargo de primer ministro (no pudo, por una causa penal), más de la mitad de los votantes de Italia, según una encuesta realizada el año pasado, habrían votado por él. Grillo es también otro signo del papel importante de los comediantes en la política contemporánea.
Mientras que los analistas serios de la televisión formulan las preguntas normalmente insulsas durante los debates presidenciales en Estados Unidos, los candidatos saben que lo verdaderamente importante es provocar risas en los programas cómicos de David Letterman o Jay Leno.
Por supuesto, el entretenimiento cómico en la política no es sólo un fenómeno moderno. Nerón era un asesino que entendía que tenía que entretener a las masas para ganar el apoyo popular. Luego está la larga tradición del bufón de la corte con licencia para criticar al déspota endulzando sus púas con bromas. La cena anual del Club Gridiron en Washington, donde el presidente es satirizado por la prensa, es una reliquia de esta costumbre. En Estados Unidos, especialmente, los límites entre espectáculo y política (o incluso religión) siempre han sido porosos. Las similitudes entre el show de varieté, el encuentro evangélico y la convención partidaria son sorprendentes.
A los europeos les gusta reírse de los escándalos políticos norteamericanos por considerarlos irremediablemente vulgares. En realidad, la democracia exige un grado de espectacularidad y atrevimiento; los políticos necesitan seducir a la masa de votantes y no sólo a una elite, que puede permitirse ignorar a la plebe. Ser absolutamente tedioso, disertar pomposamente durante horas interminables sin tener en cuenta el valor del entretenimiento es el privilegio de los autócratas. Sólo los gobernantes comunistas pueden obligar a millones de personas a comprar sus obras completas, llenas de ideas inflexibles escritas en una prosa soporífera.
El problema de muchos políticos democráticos hoy es que se han vuelto casi tan aburridos como los viejos autócratas comunistas. Atrás quedaron los socarrones coloridos y los idealistas de espíritu cívico que solían animar la política parlamentaria. Al igual que los burócratas, los políticos profesionales están dominado el arte de no decir nada interesante en público.
¿El futuro les pertenece, entonces, a los payasos, a la blogósfera anárquica, a los antipolíticos y a los hombres del espectáculo populistas que entretienen a las masas con bromas, calumnias e indiscreciones por los canales de televisión que, en algunos casos, son de su propiedad? Si el éxito de un analista televisivo con una nariz de goma roja es una respuesta a los conductores tediosos y aduladores, el éxito político en los últimos años de animadores, demagogos y figuras públicas que hacen de su indiscreción una virtud es un cachetazo en la cara de la clase política profesional que dicen despreciar.
La reciente reelección del gran hombre del espectáculo Silvio Berlusconi ilustra esto a la perfección. Si bien ninguno de los candidatos que aspiran a la presidencia de Estados Unidos puede igualarlo en términos de extravagancia, es fácil detectar tendencias similares. John McCain logró derrotar a sus rivales republicanos más convencionales al aparentar ser totalmente diferente de ellos: un inconformista que dice lo que realmente quiere, un tipo duro con el guiño conocedor del hombre con experiencia.
Barack Obama, al menos cuando empezó su campaña, tenía todo el carisma del feligrés, encendiendo a las multitudes con la chispa retórica de un gran evangelista. Es por ese motivo que logró superar a Hillary Clinton, la operadora consumada de la máquina partidaria. De alguna manera, la candidatura de Obama ilustra los problemas que enfrentan hoy nuestras democracias. La gente no confía en los profesionales. Pero elegir a un payaso tampoco es la respuesta. Obama combina talento para el espectáculo y seriedad de una manera que podría inyectar nueva vida al sistema democrático.
Copyright Clarín y Project Syndicate, 2008.
El autor es ensayista y Profesor de Derechos Humanos en el Bard College
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