La libre empresa y la guerra, una relación peligrosa

22 de January, 2003

Algunos prominentes centros de pensamiento pro-mercado están promoviendo en la actualidad algo más que la libre empresa. Están también vendiendo la guerra de puerta en puerta. Por caso, entre las recientes ofertas del American Enterprise Institute, se encuentra un boletín francamente belicoso, escrito por el asociado residente del AEI, Reuel Marc Gerecht, titulado “Una Guerra Necesaria.” Aunque no encuentro que los argumentos de Gerecht en favor de una conquista militar de Irak por parte de los Estados Unidos sean convincentes, mi propósito aquí no es comentar el ensayo en sí mismo, sino hacer algunas observaciones sobre el fenómeno más general que su argumento ejemplifica, a saber, el deseo de muerte expresado en la adhesión conservadora de la posguerra a la libre empresa y al estado de guerra.

Desde la desaparición del ala Taft del Partido Republicano en los albores de 1950, los conservadores de EE.UU., con pocas excepciones han creído y actuado en base a la creencia de que podemos tener libre empresa y un estado de guerra al mismo tiempo. Se han equivocado.

El descontrolado y voraz complejo militar-industrial, desde sus inicios durante la Segunda Guerra Mundial, ha instaurado de todo menos a la libre empresa. En este vasto agujero negro de la mala administración, del desperdicio y de transgresiones que no sólo han lindado con una conducta criminal sino incluso a menudo incurrido intensamente en ella, nada relevante que fuera decidido por el consumidor ha determinado qué firmas sobrevivirían y cuáles se irían a la quiebra. En cambio, los recurrentes rescates financieros del gobierno han estado a la orden del día. Las grandes firmas de armamentos han procurado desprenderse de gran parte del riesgo normal de hacer negocios en un mercado genuino, trasladándole a los contribuyentes muchos de sus costos excesivos , mientras que aun perciben extraordinarias tasas de retorno sobre la inversión. Mientras tanto, los altos impuestos para apoyar el complejo militar-industrial han castigado a todos aquellos que se esfuerzan por operar una empresa en el mercado libre real.

Este desorden económico no ha sido el peor aspecto de la operatoria del negocio de los contratistas militares. Mucho más maligno ha sido el papel que estas firmas semi-socializadas han jugado como poderosos conocedores en la elaboración de la política estratégica y externa, ejerciendo constantemente fuertes presiones, directas e indirectas, para mantener la postura imperial de los Estados Unidos en el mundo, para continuar el veloz tranco de la carrera armamentística, y para incrementar el ya enorme volumen del presupuesto de defensa. Trabajar para la paz, por no hablar de la libre empresa, nunca ha sido su profesión, como puede atestiguarlo fácilmente cualquier persona que haya asistido a sus conferencias de la asociación de comercio o leído sus anuncios en las revistas de la industria de la defensa.

De haber tenido los conservadores de la posguerra alguna idea sobre lo que fue la participación de los EE.UU. en las dos guerras mundiales se habrían dado cuenta enseguida de la futilidad de intentar combinar a la libre empresa con la preparación para la guerra o su incursión en ella.

En la Primer Guerra Mundial, el gobierno impuso una variedad de controles sin precedentes sobre las empresas. Nacionalizó por completo las empresas en las industrias del ferrocarril, el teléfono, y el telégrafo y, para todos los propósitos prácticos, también aquellas involucradas en la industria de los fletes oceánicos. Fijó los precios de las materias primas industriales, intervino extensamente en las relaciones entre los trabajadores y la conducción gerencial, y promovió la sindicalización y la negociación colectiva. Subió los impuestos sobre la rentas corporativas para disminuir su crecimiento y agregó un enorme impuesto a los beneficios excesivos de las empresas. El resultado neto de todo lo establecido por el gobierno-impuestos, toma de posesión, e intromisión versátil-se hizo conocido entre los contemporáneos como “socialismo de guerra”.

Pese a que el gobierno aflojó su opresión sobre la empresa privada después de que la guerra finalizara, las relaciones gobierno-empresas nunca volvieron a su estado de la preguerra. Cuando el Congreso devolvió las compañías ferroviarias a sus dueños privados en 1920, por ejemplo, lo hizo con tantas ataduras que de allí en adelante la gran industria del ferrocarril de los EE.UU. se convirtió en poco más que en un cuasi servicio público. Las imposiciones fiscales corporativas fueron disminuidas, pero nunca a sus niveles de preguerra.

Los legados ideológicos de la guerra aplicaron presiones aún más perniciosas sobre el sistema de libre empresa. Los administradores económicos del gobierno, liderados por el presidente de la Junta de las Industrias de Guerra, Bernard Baruch, emergieron de su servicio del tiempo de guerra convencidos (contra el grueso de la evidencia) de que podrían, y deberían, gobernar sobre la economía incluso en tiempos de paz. Como un historiador escribió, ellos “meditaron con una especie de desprecio intelectual sobre la enorme confusión de la industria en tiempos de paz”. Como el propio Baruch lo expresara, “Nuestra experiencia nos enseñó que la dirección de la economía por parte del gobierno no precisa ser ineficiente o no democrática, y nos sugirió que en épocas de peligro la misma era imprescindible”.

Imbuidos de este falso orgullo, los ex-planificadores centrales de los tiempos de guerra, liderados durante los años 20 por el enérgico Secretario de Comercio Herbert Hoover, intentaron “racionalizar” las prácticas industriales fomentando la estandardización de los productos, la formación de asociaciones comerciales, y una más íntima “cooperación empresas-gobierno”. Esta actividad cuasi-cartelizada ayudó a suprimir la competencia en el mercado normal y ablandó a los hombres de negocios para una posterior aceptación de la semi-fascista Ley de Recuperación de la Industria Nacional de 1933—la completa realización de las ambiciones de la pandilla de Baruch y, con respecto a la recuperación ante la Gran Depresión, poco menos que un desastre.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno fue aún incluso más lejos en su intento por imponer su voluntad sobre la libre empresa. Los planificadores centrales de los tiempos de guerra implementaron amplios controles de salarios y precios, manipularon las tasas de interés, racionaron el crédito, y pusieron topes a los alquileres. La Junta de Producción de la Guerra asignó todas las materias primas escasas. Estableció qué industrias podían funcionar y cuáles no—la gran industria civil del automóvil, por ejemplo, fue cerrada totalmente durante más de tres años. Los impuestos sobre la renta corporativa eran altísimos y, nuevamente gigantescos impuestos a los beneficios excesivos le añadieron un insulto al daño. Las fuerzas armadas dominaron la asignación de recursos económicos tan integralmente durante la guerra, que el volumen de capital en manos privadas se contrajo porque, a excepción de las industrias de las municiones, los propietarios no podían obtener fondos suficientes para invertir, ni materiales de repuesto para compensar el deterioro y desgaste normales.

Una vez más, como lo hizo después de la Primera Guerra Mundial, el gobierno abandonó el grueso (no todo) de sus controles empresariales de los tiempos de guerra cuando la misma terminó. Las tasas impositivas sobre las rentas corporativas fueron reducidas de sus niveles del tiempo de guerra, pese a lo cual a posteriori permanecieron en niveles extraordinariamente altos durante décadas. El entremetimiento del gobierno en los asuntos económicos internacionales, el cual había alcanzado masivas proporciones durante la guerra, persistió bajo la forma de “ayuda externa”, un programa en gran medida de subsidios a las empresas disfrazados, que comprometía a las firmas participantes con sus benefactores del gobierno y dejaba a la gran mayoría de las firmas compartiendo sus costos pero sin recibir ninguno de sus subsidios.

Durante la guerra, decenas de miles de ejecutivos de negocios habían servido en la burocracia de planeamiento y control del gobierno. El economista contemporáneo Calvin Hoover escribió en 1959, que la experiencia “los condicionaba a aceptar después de la guerra un grado de intervención y control gubernamental que habrían rechazado profundamente antes de la misma”. Así, apenas sorprende que incluso la administración pro-empresa de Eisenhower no hiciera nada sustancial por disminuir la presencia dominante del gobierno federal en la economía, la que había alcanzado su cenit durante la Segunda Guerra Mundial.

Históricamente, a medida que el gobierno ha intentado ampliar su predominio sobre la empresa privada en los Estados Unidos, sólo una gran facción ha tenido el poder de resistir con eficacia; a saber, el sector empresarial. Pero este defensor potencial de la libre empresa padeció la quiebra de su espinazo ideológico dos veces, en sucesión rápida, durante las dos guerras mundiales. Para el momento en que la Guerra Fría comenzó a fines de los años 40, los empresarios habían sido domesticados de una vez y para siempre, colocándose en un lugar de sumisión rsepecto de los amos del gobierno. Resignados a sacar lo mejor de una mala situación, los empresarios han buscado oportunidades en los pequeños espacios aun no obstruidos por la interposición del gobierno. Durante el último medio siglo, sin embargo, la libre empresa ha sido en el mejor de los casos un caballo rengo y pesadamente sufrido. Si ha continuado tirando de la carga económica, lo ha hecho a pesar de todo lo que el gobierno ha hecho para mutilarla y no porque su eficaz funcionamiento haya probado ser congruente con la operación del estado de guerra.

Para los conservadores que ahora demandan apoyar tanto a la libre empresa como a una guerra de conquista de EE.UU. contra Irak, la lección debe ser clara: no pueden al mismo tiempo fomentar la libre empresa y apoyar la guerra—el mayor de todos los emprendimientos socialistas –.

Desafortunadamente, parece que una vez más se encuentran dispuestos a sacrificar a la libre empresa en el altar de Marte.

Traducido por Gabriel Gasave

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