¿Es tiempo de un “desentedimiento benigno” en Medio Oriente?

14 de agosto, 2007

Los musulmanes y no-musulmanes han venido luchando por este territorio durante años, con el resultado de miles de víctimas y cientos de miles de refugiados, a medida que las negociaciones terciadas por los gobiernos extranjeros han fallado en solucionar el conflicto.

Pero nadie está pidiendo que Washington lance una nueva iniciativa de paz. ¿Por qué? Porque no estamos refiriéndonos al conflicto israelí-palestino, sino que estamos hablando del enfrentamiento de los armenios y azerís respecto de Nagorno-Karabakh.

La gran mayoría de los estadounidenses sabe lo que está ocurriendo en la Rivera Occidental, gracias a la prominente cobertura noticiosa que recibe el conflicto árabe-israelí. Por años, los expertos han venido advirtiendo que a menos que Washington haga algo para terminar con el derramamiento de sangre-reavive el “proceso de paz”, envíe un nuevo enviado especial al Medio Oriente y convoque a una conferencia de paz—toda la región podría desenmarañarse, disparando otro embargo petrolero o incluso la Tercera Guerra Mundial.

Pero Nagorno-Karabakh recibe poca atención. No obstante, este territorio se ha convertido en la fuente de una agria disputa entre Armenia y Azerbaiyán desde comienzos del siglo 20. Las dos naciones pelearon por el territorio en disputa en los años finales de la Unión Soviética. Desde que la guerra finalizó en 1994, gran parte de Nagorno-Karabakh ha permanecido bajo el control de Armenia, mientras que las partes siguen manteniendo conversaciones.

Sin duda alguna los Estados Unidos y el resto de la comunidad internacional darían la bienvenida a una resolución del conflicto. De hecho, muchos han estado tratando de ayudar a los azerís y armenios a superar sus diferencias.

Washington ha estado también durante cerca de 30 años tratando de resolver la disputa entre Grecia y Turquía respecto de Chipre—y de poner fin a la ocupación turca de la parte norte de la isla.

Lo más probable, sin embargo, es que aprendamos a vivir con conflictos similares, que abarquen desde la disputa entre India y Paquistán sobre cachemira y la guerra civil en Sri Lanka hasta las sangrientas disputas que siguen desolando al África subsahariana.

El hecho de que Washington concentre gran parte de su energía y atención en el conflicto árabe-israelí, mientras hace la vista gorda en otras partes, indica que la política exterior estadounidense ha perdido su foco.

En el pasado, la prueba era sencilla: ¿Están en juego intereses vitales atinentes a la seguridad nacional de los EE.UU.? Durante la Guerra Fría, cualquier nación que servía como un intermediario o contrapeso a la Unión Soviética podía legítimamente ser considerada un aliado vital. Con la amenaza soviética desaparecida ya hace rato, es tiempo de hacer una reevaluación.

El “proceso de paz” liderado por los EE.UU., tal como incluso un observador casual puede darse cuenta, ha logrado poco. No obstante, como el conejito del comercial de las baterías Energizer, sigue adelante, y adelante, y adelante. En verdad, el presidente Bush anunció recientemente planes para convocar a una conferencia internacional a fin de ayudar a reiniciar las conversaciones israelíes-palestinas.

¿Ha considerado alguien la posibilidad de que la preocupación de los Estados Unidos por el conflicto árabe-israelí—motivada por el compromiso con Israel y la necesidad de sosegar a los estados árabes productores de petróleo—puede estar haciendo más daño que bien? Persiguiendo la ilusión de que los Estados Unidos tienen el poder y la autoridad moral para mediar una “paz” en Medio Oriente, Washington ha creado expectativas no realistas que no pueden ser cumplidas. Mientras tanto, los reiterados fracasos de los Estados Unidos como un “mediador honesto” terminan produciendo desastrosas consecuencias anti-estadounidenses, las que generan incluso más presión sobre Washington para “hacer algo” de otro modo.

Puede ser el momento de que Washington considere una nueva política de “desentendimiento benigno” con relación al conflicto palestino-israelí, no diferente de la política que emplea al lidiar con el de Nagorno-Karabakh y otros conflictos.

Los Estados Unidos deberían estar más preparados, de ser necesario, para trabajar con otros jugadores internacionales a fin de facilitar una resolución al conflicto pero solamente cuando ambas partes estén listas para hacer la paz, y negociar seriamente los temas centrales y existenciales, tales como el derecho de Israel a existir con seguridad y en paz, el destino de los asentamientos judíos que queden y el status de los refugiados árabes y de la ciudad de Jerusalén.

Incluso en ese (improbable) caso, Washington debería abstenerse de efectuar compromisos relativos a la seguridad y de tipo económico para el largo plazo. Sí las dos partes desean que incluso una paz frágil funcione, la harán funcionar—con o sin el involucramiento de los Estados Unidos.

Una “desvinculación constructiva” así del conflicto israelí-palestino podrían verdaderamente generar incentivos para que los dos bandos alcancen la verdadera paz. Si fracasan, no tendrán—al igual que los azerís y armenios—a nadie más que culpar que a sí mismos.

Traducido por Gabriel Gasave

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