El quinto aniversario del 11 de septiembre de 2001, con certeza generará una proliferación de presentaciones políticamente motivadas por parte de los medios de comunicación abarcando desde las teorías conspirativas hasta las justificaciones en persistir con la “Guerra contra el Terror”.

Sin embargo, quisiera aprovechar esta ocasión pera prestarle una renovada atención a la significación de un 11 de septiembre anterior, hace sesenta y un años, el día en que el memorando ultra-secreto de ocho páginas del reservado Secretario de Guerra Henry L. Stimson fue enviado al Presidente Harry S Truman, explorando las implicaciones para el futuro de la bomba atómica, arrojada sobre Hiroshima y Nagasaki apenas un mes antes.

Curiosamente, Stimson y su memo virtualmente nunca son mencionados en las criticas o justificaciones que brotan con regularidad cada agosto con respecto a la decisión de arrojar esas bombas sobre el pueblo japonés. No obstante, para bien o para mal, esos acontecimientos son historia, mientras que sus implicaciones de política siguen siendo tan relevantes actualmente como lo eran el día en que Stimson lo redactó. El gran historiador radical, William Appleman Williams, llamó al memo uno de los documentos más importantes de la por entonces emergente Guerra Fría, y al fracaso de Truman en responderlo, uno de los grandes ejemplos de “La tragedia de la diplomacia estadounidense”.

Stimson era un republicano conservador. Como un joven en la crisis de 1890, al igual que Teddy Roosevelt, sus cartas hablaban de la necesidad de una guerra que ayudase a resolver la situación social y económica. Después, ayudando a administrar las políticas “benevolentes” de los Estados Unidos en las Filipinas, oyó el consejo de su mentor y compañero de Yale, William Howard Taft, para comportarse como un “pro–consul” dentro del imperio estadounidense.

Sin embargo, se dio cuenta de que arrojar las bombas ¡lo había cambiado todo! En el memo (fácilmente accesible vía Internet en la biblioteca Truman), Stimson sostenía que cualquier intento de emplear la bomba para modificar el comportamiento ruso solamente sería resentido y contraproducente. Sugería, en cambio, que los EE.UU. compartiesen la tecnología con los soviéticos.

“Considero que el cambio en la actitud para con los individuos en Rusia llegará lenta y gradualmente y estoy convencido de que no deberíamos demorar nuestro acercamiento a Rusia respecto de la bomba atómica hasta que ese proceso haya sido completado.... Además, considero que este largo proceso de cambio en Rusia es más probable que se vea apresurado por una relación más cercana sobre la cuestión de la bomba atómica la cual sugiero y por la confianza y confidencia que creo será inspirada por el método de acercamiento que he esbozado”.

Stimson razonaba que los rusos en poco tiempo buscarían la obtención de dicha bomba por sí mismos. La misma no era un secreto, tal como los estadounidenses durante años fueron llevados a creer, sino una tecnología industrial que estaba siendo explorada antes de la Guerra, y una a la que los soviéticos obtendrían entre, digamos, cuatro y veinte años.

En una referencia a los Estados Unidos “teniendo esta arma bastante ostentosamente sobre nuestras caderas”, destacaba Stimson, “sus sospechas y su desconfianza sobre nuestros propósitos y motivos aumentarán. Los inspirará a mayores arrojos en un máximo esfuerzo por resolver el problema”.

“La principal lección que he aprendido en una larga vida es la de que el único modo en que se puede hacer que un hombre merezca confianza es confiando en él; y el modo más seguro para hacer que no merezca confianza es desconfiando en él y evidenciando esa desconfianza”.

El fracaso de Truman en seguir el consejo de Stimson garantizó que la peor de esas predicciones fuese realidad en la larga Guerra Fría que prosiguió, la que terminó solamente por la decisión de Mikhail Gorbachev de retirarse del juego del imperio.

Actualmente, por supuesto, el vaquero de Crawford ha amarrado su revolver de seis tiros bastante ostentosamente sobre sus caderas, proclamando su deseo de actuar preventivamente contra Irán. Pero lo observado por Stimson hace años todavía sigue siendo cierto, excepto que el calibre del arma de Bush hoy día podría no ser suficiente para realizar la tarea, y los iraníes pueden vengarse.

Sugeriría que hay una ventana abierta por la cual George W. Bush tiene una oportunidad, siguiendo corajudamente el consejo de Stimson, de revertir una cadena de desastrosos pasos de la política estadounidense hacia Irán que se remontan tan lejos como a 1944. Esto podría servir como un nuevo comienzo hacia el desarrollo de una relación renovada con una parte del mundo islámico.

Si fuese el Presidente Vladimir Putin de Rusia, y observo el fracaso de mi “compañero” de Texas en llevar a cabo tal iniciativa, consideraría citar el memo de Stimson, ofreciéndole a Irán la tecnología que precisa para mejorar el uranio. Hacerlo es la mejor manera de construir las bases para la mistad y la confianza. Si esa nación emprendiese el desarrollo de una bomba, tal como lo han hecho naciones como Israel e India, ayudadas ambas por los EE.UU., entonces los iraníes aún carecerían del sistema de entrega para utilizarla de manera eficaz. Simplemente se habrían unido al que, a estas alturas, difícilmente pueda ser considerado un club exclusivo, a excepción tan solo de los Estados Unidos que, por su puesto, han utilizado la bomba en una guerra para matar a miles de civiles.

Dada la falta de dicha visión y coraje de los líderes del imperio estadounidense, desde Truman hasta el presente, іparecería altamente improbable que esta nación vaya a iniciar la clase de diplomacia audaz imaginada por Stimson!

Traducido por Gabriel Gasave


William Marina, Investigador Asociado en The Independent Institute en Oakland, California, y Profesor Emérito en Historia en la Florida Atlantic University.