¿Dará México el gran salto?

6 de julio, 2006

Es casi seguro, al momento de escribir estas líneas, que Felipe Calderón, el candidato de centroderecha del Partido Acción Nacional en los comicios presidenciales de México, ha derrotado por muy estrecho margen a Andrés Manuel López Obrador, el candidato de izquierda del Partido Revolucionario Democrático.

Según la visión optimista, López Obrador fue gloriosamente derrotado por Calderón, un reformista modernizante. Pero los pesimistas puntualizan que un tercio de todos los mexicanos votaron por López Obrador, y entre una quinta y cuarta parte por el PRI (el tercer partido en la contienda), situado en la centroizquierda. Esto significa que la mayoría sigue dividida entre el tipo de populismo de izquierda que ha mantenido a México en el subdesarrollo—representado en la actualidad por López Obrador—y el PRI, un complejo sistema de intereses creados responsable de haber obstaculizado todos los intentos de reforma realizados por el Presidente Vicente Fox durante los últimos seis años. Tanto los optimistas como los pesimistas tienen razón.

La mitología indígena y el utopismo social occidental—que enfrenta al buen revolucionario con los pérfidos reaccionarios y los valores autóctonos con las perversiones foráneas—tiende a producir mesías populistas como el Sr. López Obrador. A comienzos del siglo 20, las leyendas populares mexicanas volvieron a ser recopiladas tras una interrupción de tres siglos. Muchas evocan a un rey local—inspirado en Montezuma, el gobernante nahua derrotado por los conquistadores en el siglo 16—que ha desaparecido pero que un día regresará para salvar a su pueblo. Muchos de los votantes de López Obrador ven a su líder como un redentor de ese tipo.

López Obrador representa la abdicación de la idea de que el desarrollo se origina en la transferencia de responsabilidades desde el estado hacia la sociedad civil y en la aceptación de un intercambio pleno con el mundo. Ofreció una presidencia tendiente a favorecer la legitimidad popular por encima de los controles y contrapesos institucionales (de ahí su promesa de utilizar referendos); un gobierno convertido en ingeniero de la justicia social (nótese su promesa de conceder un incremento del 20% a todo aquel que gane menos de $800 y de gastar $8 mil millones en programas sociales, así como otros $20 mil millones en proyectos de infraestructura); y límites al capital extranjero (como su idea de mantener el petróleo y la electricidad en manos “nacionales”—es decir, en manos del gobierno).

López Obrador probablemente no se hubiese convertido en un miembro pleno del «eje» formado por Hugo Chávez, Fidel Castro y Evo Morales, por las mismas razones por las que el PRI se mantuvo alejado de las alianzas comunistas cuando reinaba en México: el nacionalismo mexicano. Pero una victoria populista en México hubiese vigorizado a otros populistas en América Latina. Y el demagógico aparato de política exterior de los tiempos del PRI posiblemente habría vuelto al poder, tensando las relaciones con los Estados Unidos.

Felipe Calderón comprende lo mucho que está en juego en su país mejor que el hombre al que acaba de derrotar por un pelo. Sin embargo, no hay garantía de que será un reformista más eficaz que Fox. La paralizante dinámica del Congreso, donde las elecciones del domingo no produjeron una mayoría operativa, planteará importantes obstáculos. Calderón es consciente de cómo, en décadas recientes, Corea del Sur, China, España, Nueva Zelanda, Irlanda, Estonia y otros países se incorporaron a lo que él denomina «los primeros puestos de la liga», gracias a la liberación del impulso emprendedor de esos pueblos y la creación de condiciones adecuadas para la acumulación de capital. «Estoy cansado de ver a México a la mitad de la tabla», me dijo hace algunas semanas. «Es tiempo de escalar a los primeros puestos». Y parece ansioso por intentarlo. Pero si quiere evitar que los populistas apabullen a su gobierno y ganen la próxima vez, debe tener claro por qué tantos mexicanos votaron por López Obrador y el PRI.

Los electores mexicanos hubiesen rechazado aplastantemente a López Obrador si no fuese por las deficiencias de las reformas de las dos décadas pasadas. Lo que esas reformas dejaron sin tocar es tan importante como lo que modificaron. Sí, se alcanzó la estabilidad financiera, que ha sido mantenida: los bonos mexicanos tenían una madurez de solamente un año en 1985, mientras que la cifra hoy día es 20 años. Y, sí, cientos de empresas ineficientes fueron privatizadas y el comercio fue liberalizado en grado significativo. Pero la economía siguió sofocada bajo una pesada tributación, los monopolios protegidos por el estado, una legislación laboral cuya rigidez es solamente superada por la del África subsahariana y, sobre todo, la ausencia de un Estado de Derecho. El resultado ha sido un sistema socioeconómico que no resulta lo suficientemente productivo o competitivo.

Entre principios de los años 80’ y el inicio del nuevo milenio, el PBI per cápita experimento cero crecimiento. Ha subido un poco en los últimos tres años, debido mayormente a condiciones internacionales espectacularmente favorables. La pequeña reducción de la pobreza extrema experimentada últimamente se debe a transferencias de dinero que suministran un alivio temporal. Millones han sobrevivido a través de la economía informal (que emplea a la mayoría de la fuerza laboral), las remesas de los emigrantes y el soborno. Una investigación realizada por el privado Center for Economic Studies indica que el 34% de las empresas pagaron $11.200 millones en sobornos en 2004.

La presidencia de Fox ha contribuido al resurgimiento del populismo mexicano: No ha emprendido ninguna reforma económica sustancial y por lo tanto millones de votantes frustrados estuvieron dispuestos a poner en peligro el progreso político a favor de las expectativas populistas inmediatas. Es cierto que el PRI obstaculizó la mayor parte de los intentos de reforma en el Congreso durante estos seis años. Pero en un país donde la presidencia sigue siendo excepcionalmente poderosa y los estados dependen del gobierno federal incluso para la recaudación de los impuestos locales, esa es sólo una excusa. Sencillamente, el liderazgo no existió.

Según el International Institute for Management Development, México se ubica en el puesto 56—de un total de 60 países—en materia de competitividad. Para ser competitivo, un país debe ofrecer un contexto legal seguro en el cual las empresas tengan la expectativa de retornos rentables. Muchas empresas han migrado de México a China debido a los elevados costos de transacción. Incluso cuando ingresa capital (México recibió unos respetables $18 mil millones en concepto de inversión extranjera directa el año pasado), el sistema corporativista y mercantilista atora el sistema, trabando la movilidad social y la productividad (que ha crecido en promedio apenas 1,2% por año en la pasada década). Calderón debe atacar estos cuellos de botella si México quiere llegar al tope de la liga. El sistema de justicia, el código tributario, las leyes laborales, el esquema de jubilaciones y el sector energético—monopolizado por una empresa estatal responsable de mantener a esa industria descapitalizada—necesitan abrirse a una verdadera competencia de mercado. Todo esto implica reformar al estado. Quántica Consultores, una firma de consultoría, halló que los dos quintiles más pobres de la población reciben, per cápita, el 21% de los beneficios del gasto «social» del estado mientras los dos quintiles superiores obtienen el 40%.

Cuando Hernán Cortés conquistó México, Montezuma lo confundió con Quetzacoatl, el emperador divino de los antiguos toltecas que, según la leyenda, había desaparecido. Pagó por su equivocación. Cinco siglos más tarde, una mayoría de votantes mexicanos pareciera haber aprendido la lección y tomado a López Obrador por quien realmente es. Esperemos que Calderón los recompense con un paquete de reformas de primera clase que asegure que López Obrador jamás vuelva a colocarse a un ápice de la presidencia mexicana.

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