Ahora que la Guerra Fría es cosa del pasado, ahora que los golpes de estado parecen impensables y nadie siente su amenaza latente en los países de América Latina, ha regresado a la región una izquierda que, más o menos autoritaria y populista, cautiva a electorados ansiosos de cambio y propone el mismo programa de acción que fracasó hace décadas: a Chávez en Venezuela se ha agregado el nuevo gobierno de Evo Morales en Bolivia, mientras Ollanta Humana ha ganado hace poco la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Perú. Otros candidatos, de tendencia similar, apuntan a conseguir excelentes resultados en diversos países.

La Guerra Fría imponía un control implícito, a veces bastante intenso, sobre las alternativas políticas que resultaba posible adoptar: no podían formarse gobiernos de extrema izquierda, socialistas en sus objetivos y duros contra la oposición, sin despertar el antagonismo abierto de los Estados Unidos. Si un líder quería proseguir por ese camino, como lo hicieron Fidel Castro y Daniel Ortega, tenía que obtener el apoyo directo o indirecto de la Unión Soviética, quien asumía entonces un rol tutelar y los protegía frente a la otra superpotencia. Pero, antes de llegar a este punto, los izquierdistas radicales de la región enfrentaban otro mecanismo político que solía poner coto a sus ambiciones: los militares, apoyados generalmente por una ancha proporción de la población (aunque hoy se prefiera no recordar esta circunstancia) saltaban las barreras constitucionales y asumían el mando político, imponiendo su dictadura pero evitando la amenaza de un socialismo que prometía establecer –igualmente- otra dictadura, pero de diferente carácter. Así lo hicieron en Chile, para evitar la final consolidación del comunismo al que llevaba el gobierno de Allende, en Argentina, Uruguay y Brasil, para impedir el ascenso de movimientos insurreccionales, y de un modo más indirecto en varias naciones de Centroamérica, donde también la amenaza comunista resultaba concreta y muy difícil de detener.

Durante mucho tiempo, entonces, no se ofrecieron al electorado alternativas de extrema izquierda que, por el contexto histórico que acabamos de delinear, quedaban excluidas del juego democrático y al margen de los sistemas políticos existentes. Pero hoy, caído ya el muro de Berlín, sin una gran potencia que cobije y aliente a los extremismos de izquierda, se ha llegado a una situación paradójica y en buena medida sorprendente: sin la presión de los norteamericanos, y relegada al pasado toda intervención militar en la vida política de nuestro continente, los radicales de izquierda tienen la posibilidad de llegar al poder y de ensayar –después de larga espera- las políticas autoritarias y socialistas que siempre acariciaron.

Claro está, este renacer de la izquierda dura, y en buena medida antidemocrática, no se ha producido en el vacío: otros factores la han propiciado de diversa manera, nuevas circunstancias han permitido que pueda cautivar a electorados confusos y carentes de madurez política. El principal problema ha sido la carencia de efectividad de los gobiernos democráticos de las últimas décadas, las promesas exageradas e imposibles de cumplir con las que han competido los políticos y la siempre extendida corrupción.

Después del fracaso del modelo intervencionista de los años sesenta y setenta, que naufragó en la gran crisis de 1982-3, se inició una etapa de reformas económicas que lograron estabilizar la situación y retomar la senda del crecimiento en muchos países de nuestro continente. Pero las reformas, parciales como fueron, y limitadas siempre en su intención y sus objetivos, no pudieron proporcionar el rápido crecimiento que ambicionaban muchos ciudadanos ni disminuir las desigualdades sociales que –en realidad- se arrastraban desde hacía varios siglos. La reacción de disgusto que esto provocó en los electorados -alentada por supuesto por los núcleos que sobrevivían de la izquierda radical de otros tiempos y aprovechada sin escrúpulos por aventureros políticos de todo tipo- nos ha llevado a la actual ola de populismos autoritarios que sufrimos, a una nueva dinámica de confrontación y de odio que abre insospechados riesgos de violencia.

Pero no todo es negativo, nos apresuramos a agregar, no todo está perdido para el futuro de nuestra extensa región. En primer lugar porque los nuevos caudillos providencialistas no han emergido en todos los países y no serán capaces de tomar el poder en todas partes. Pero, en segundo lugar, y esto es sin duda lo más importante, porque el programa que enarbolan –y que ejecutan ya, por lo menos, en Venezuela y en Bolivia- es un proyecto terriblemente obsoleto, ineficaz y ya comprobadamente fracasado: sólo sirve para aumentar el número de pobres, retardar el crecimiento y aislar a nuestra región de las corrientes más positivas del mundo contemporáneo. Es, por consiguiente, un programa sin verdadero futuro.

Sólo cabe esperar que, después de que pase la presente euforia, se puedan encontrar caminos para que los nuevos aprendices de dictadores sean apartados del poder sin violencia y en un ambiente que favorezca las libertades civiles, políticas y económicas. Esto no será fácil, lo sabemos, pero es preciso aguardar los acontecimientos confiando en las reservas morales y en la vocación democrática que existe todavía en nuestros pueblos.


Carlos Sabino es asociado de la Fundación Francisco Marroquín en Guatemala, director en CEDICE, un instituto de políticas públicas en Venezuela, y autor de varios libros sobre el desarrollo.